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Revista Iberoamericana de
Educación - Revista Iberoamericana
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Revista Iberoamericana de
Educación Número 1 - Estado y Educación Enero - Abril 1993 |
En este trabajo el autor realiza una propuesta prospectiva en torno a la distribución social de responsabilidades en el futuro de la educación. El análisis parte de la base de que, si se tiene en cuenta la enorme diversidad de tareas y requerimientos, la distribución social de atribuciones y actuaciones no podrá ser asumida en exclusiva por el Estado. Las corrientes neoliberales postulan una disminución del tamaño del Estado, pero esto no puede entenderse como una superposición del mismo sobre la sociedad civil. Por el contrario, ambos ámbitos deben afrontar conjuntamente un doble desafío, que incluye la atención de necesidades básicas y la mejora en la calidad de la educación. Delimitando fronteras de actuación, Estado y sociedad civil podrán abordar con garantías los requerimientos vinculados al futuro desarrollo tecnológico.
Pensar el futuro y tratar de preverlo, en un horizonte de tiempo razonable, para discernir y orientar la acción de presente, se ha convertido en la sociedad contemporánea en una necesidad. Ello ha dejado de ser un ejercicio raro de orden teórico-académico realizado por pensadores individuales o por grupos de cientistas de vanguardia, para devenir en una preocupación creciente de los responsables y líderes del acontecer político-social y socio-económico de los países. De ahí los esfuerzos que por todas partes, particularmente en las naciones más avanzadas, se están realizando para instaurar y llevar a cabo procesos sistemáticos y continuos de investigación y reflexión prospectivas.
Paradójicamente, es la incertidumbre sobre el futuro, acentuada por la rapidez con que han comenzado a gestarse y operarse los cambios en las sociedades, lo que está incrementando la importancia de la prospectiva.
La investigación y la reflexión prospectivas son particularmente necesarias en lo que respecta a la educación cuya misión es preparar a los individuos y a las colectividades para vivir y actuar en escenarios que, ciertamente, tendrán una configuración distinta de los presentes, dotándolos de las capacidades básicas indispensables no solamente para comprender los cambios frente a los cuales se encontrarán y para manejarse en ellos, sino para seguir generándolos en busca de niveles más altos y satisfactorios de humanidad y de calidad de vida. Por su naturaleza, la educación, consciente e inconscientemente, anticipa en alguna medida el futuro y lo predetermina, de forma que las decisiones que hoy se adopten sobre su orientación y su contenido tendrán repercusiones en el destino de la sociedad futura. Ninguna otra dimensión o sector de la acción social implica hoy para sus actores una responsabilidad de tal grado.
Ahora bien, discernir los elementos, el conjunto de criterios y los puntos críticos de partida para la reflexión prospectiva en educación, es una tarea de evidente complejidad y riesgo. Sin embargo, de modo general, este cometido implica ocuparse de un doble aspecto:
El presente análisis intenta, con referencia a estas dos cuestiones, esbozar algunas consideraciones tentativas y de carácter muy global que puedan ser de utilidad en el esfuerzo de reflexión que los países de América Latina y la región en su conjunto estimen necesario realizar sobre el futuro de su educación.
El tema central que se ha elegido es el de la distribución social de responsabilidades y actuaciones en el desarrollo futuro de la educación en América Latina, partiendo del supuesto que el Estado por sí sólo no puede asumir y cumplir con la diversidad y naturaleza de los requerimientos y tareas de modernización y desarrollo. Pero dado que ninguna reflexión prospectiva puede realizarse en un vacío histórico, se ha estimado necesario comenzar por una visión retrospectiva del papel desempeñado por el Estado en el pasado.
Cabe señalar que se trata solamente de una primera y global aproximación al tema, que exigirá ser completada, profundizada como tal, y desagregada en sus principales elementos para estudios específicos posteriores.
Desde el mismo comienzo del proceso de gestación y de constitución de las nuevas Repúblicas Latinoamericanas, luego de la Independencia, y de la configuración política de los nuevos Estados, fue explícito el propósito y el esfuerzo para incorporar la educación y desarrollarla como una institución y un servicio público nacionales. De modo general y respondiendo a imperativos históricos diferentes, las Constituciones y Leyes de que se dotaron los países fueron fortaleciendo la concepción de la educación como una prerrogativa y una función del Estado. Se instauraba así el principio del "Estado Docente" que ha regido hasta el presente.
La ideología laicista, positivista y liberal que estuvo en los orígenes del Estado Docente establecería en los principios y en los hechos la distinción, el paralelismo y en ocasiones la confrontación entre la educación pública como la norma y el modelo general y de mayor legitimidad, y la educación privada, identificada entonces con la impartida por comunidades eclesiásticas. Dicotomía que, aunque con interpretaciones y expresiones que han evolucionado en el tiempo, se ha mantenido hasta nuestros días.
Por otro lado, el papel perentorio que correspondía al Estado de configurar y consolidar la unidad territorial y política, así como la identidad nacional, conllevaría estilos de gobierno y de administración fuertemente centralizados y que en sus rasgos esenciales han predominado hasta el presente. Más aún, en lo que se refiere a la educación, el centralismo se vería acentuado. Hay estimaciones que indican que, a mediados del siglo XIX, alrededor de un 40% de las escuelas existentes habían sido organizadas y eran sostenidas por los municipios. Más tarde, en el último tercio de ese mismo siglo, el Estado Nacional y los Gobiernos Provinciales en algunos países, gracias a un incremento sin precedentes de los presupuestos para gastos en educación, comenzarían a hacerse cargo en forma directa del conjunto de la educación, incluida la municipal.
Es este también el período en que el Estado, de modo general y con expresiones diversas en los diferentes países de la región, da pasos importantes para estructurar el sistema educativo en sus niveles primario, secundario y universitario, para dotarse al nivel central de organismos diversificados para la dirección, supervisión y administración de la educación, así como de instituciones para la formación de los maestros y el establecimiento de normas detalladas reguladoras del funcionamiento de las escuelas.
De esta forma, se dotaba al Estado Docente del sistema normativo y operacional de que, por razones de escasez de recursos o de inestabilidad política, había carecido para dar cumplimiento a la responsabilidad y función asignada en las Constituciones. A partir de entonces, se registraría una nueva dinámica de expansión de los sistemas educativos especialmente en su nivel primario, más notable en los países que, en términos relativos, gozaron de mayor estabilidad política, se encontraban más avanzados en los procesos de urbanización y de formación de las clases medias, con un ingreso per cápita más elevado y un mayor grado de integración étnica y social.
Estos fueron los sistemas educativos y los Ministerios de Instrucción Pública con que, en líneas fundamentales, contaron los países de la región y sus Estados durante cuatro décadas del presente siglo.
Las ideas-fuerza que estuvieron en el trasfondo de la acción educativa del Estado las encontramos en los escritos de pensadores, educadores y políticos como Simón Rodríguez, Andrés Bello y Faustino Sarmiento, y de muchos otros menos conocidos a nivel de la región, quienes en sus respectivos países y en diferentes circunstancias y momentos animaron y decidieron el rumbo de la educación. Todos ellos inspiraron sus ideas y propuestas en los principios de la "función política" de la educación y como factor fundamental del "progreso de los pueblos y naciones", de la integración y de la identidad nacionales, y como fundamento en el que debía sustentarse el ordenamiento social y estatal republicanos. Todos ellos también confirieron a la educación primaria pública, universal, gratuita y obligatoria el carácter de prerrequisito para el logro de estos objetivos políticos y sociales.
Las consideraciones explícitas sobre el "valor económico" de la educación en su conjunto estarían relativamente ausentes durante muchas décadas o se reducirían cuando más al señalamiento de la importancia de una "enseñanza utilitaria" para las clases populares. Una expresión de ello, hasta muy entrado el siglo XX, fue el desequilibrio en el acento puesto y el prestigio acordado al contenido humanístico-literario de la educación y a las carreras de corte tradicional para el ejercicio de las profesiones llamadas liberales, de un lado; y de otro, el lento progreso en la atención al contenido científico y tecnológico de la educación y a la formación de recursos humanos para la producción. Sólo un número reducido de países realizó esfuerzos tempranos y oportunos en orden a pasar de las llamadas "escuelas de arte y oficios", para las clases populares, a un sistema diversificado de educación técnico-profesional de nivel medio y para estructurar la educación superior teniendo en cuenta requerimientos del desarrollo agrícola e industrial.
Los estudiantes de la historia de la educación latinoamericana coinciden en explicar este fenómeno por las características de las economías de la región que pudieron crecer, de modo general, con mano de obra barata, escasamente calificada y en las que para procesos más avanzados y de modernización se utilizaban recursos humanos y tecnologías provenientes del exterior. Sin embargo, debe haber razones más profundas de herencia cultural, para que en todo tiempo los sistemas de educación de la región hayan demostrado escasa vocación y capacidad para vincular el conocimiento con sus aplicaciones y para desarrollar las actitudes y las aptitudes relacionadas con el trabajo productivo.
La década de los años 50 marca el comienzo de una nueva etapa del desarrollo de América Latina, reconocible por cambios en la manera de percibir los problemas sociales y económicos, así como las connotaciones de la acción para afrontarlos. De modo general, esa década se caracterizó por una toma de conciencia sin precedentes por parte de grupos cada vez más amplios de dirigentes de la actividad política y económica y de especialistas en el estudio del acontecer social, sobre la situación de subdesarrollo y de atraso en su modernización que afectaba a los países y sociedades de la región, y sobre la necesidad de abordarla en su conjunto mediante políticas coherentes y un actuar de efectos acumulativos en el tiempo.
En este clima de voluntarismo político se atribuyó al Estado y éste asumió sin vacilaciones el papel principal protagónico en la promoción y conducción del desarrollo económico y social, adoptando la planificación como estrategia e instrumento fundamentales.
En este contexto, los Gobiernos acordaron a la educación una prioridad singular y ésta entró a formar parte integrante de las conceptualizaciones sobre el desarrollo y de los procesos de su planificación. En todos los países de la región se establecieron, al más alto nivel de los Ministerios de Educación y en algunas Universidades, organismos técnicos específicamente dedicados a las tareas de planificación en vinculación con la planificación global del desarrollo económico y social. Muy pronto los países comenzarían a disponer de planes nacionales de educación con previsiones de acción para el largo y el mediano plazos, los que en alguna forma y grado sirvieron de marco de referencia y de soporte del notable avance de la educación en lo que va corrido de la segunda mitad del siglo XX.
En la perspectiva de la planificación, a las consideraciones de orden cultural y social, hasta entonces predominantes como orientación para las políticas educativas, se integraron de modo explícito las relativas al "valor económico" de la educación y su función de formación de los recursos humanos. Junto con ello se dieron los pasos para el mejoramiento de los sistemas de información y de investigación educacionales, registrándose luego un auge sin precedentes de los estudios sobre las relaciones entre la educación y el desarrollo económico y social. Al mismo tiempo, se realizó un esfuerzo para introducir nuevos enfoques y metodologías para la programación del contenido de la educación o planificación del currículum, y para promover la utilización de nuevas tecnologías educativas. En esta forma, se registraría, con relación a épocas anteriores, un avance notable en cuanto a la capacidad de los países para diagnosticar su situación y prever sus necesidades en materia de educación y para programar las acciones y los recursos en orden a su satisfacción.
En cuanto a la estructuración de los procesos educativos, la educación preescolar se configuró como su primera etapa; la educación primaria tradicional evolucionó hacia una educación básica de más larga duración, con objetivos educativos y sociales más amplios; se avanzó en la diversificación de la educación media y universitaria, y la formación de los educadores se llevó en varios países al nivel de la educación superior. Paralelamente se fueron perfilando y extendiendo los movimientos y programas de educación extraescolar o no formal para la alfabetización, la educación fundamental y la capacitación laboral de jóvenes y adultos. En resumen, en el transcurso de las últimas tres décadas, los países de la región llegaron a establecer la gama amplia y variada de dispositivos de que hoy disponen para la acción educativa.
En términos de crecimiento y expansión globales de las oportunidades de educación, el Estado desarrollista alcanzó un éxito innegable que se evidencia en el tamaño adquirido por la empresa educativa, gracias a la progresión de los recursos consagrados a la educación y a una expansión de la matrícula que llegó a duplicar en la educación primaria, a triplicar en la media y a cuadruplicar en la superior los índices de crecimiento de la población en las edades correspondientes, siendo éstos en todo momento los más altos del mundo((1)). El hecho es que en el trascurso de este período se dio el salto desde una educación para minorías a otra de carácter masivo. Con todo, el crecimiento global se operó con evidentes deficiencias en cuanto a su distribución y a la calidad.
La profunda crisis por la que atravesaron los países de la región en los años 80 y las políticas económicas de ajuste recesivo que se adoptaron como consecuencia de ella tendrían serias repercusiones en cuanto a la disponibilidad de recursos para la educación. Los sistemas educativos siguieron creciendo globalmente pero en peores condiciones para responder a las exigencias de equidad y calidad.
El modelo desarrollista, que respondió a motivaciones y necesidades válidas en su momento y logró avances tanto en el campo social como en el económico y ciertamente en el educativo, parece haberse agotado en sus potencialidades, lo que se hizo evidente con la crisis de los años 80.
Al iniciarse la presente década el estilo de desarrollo predominante en el pasado y la función en él desempeñada por el Estado han comenzado a ser seriamente cuestionados. Este cuestionamiento ha venido a ser reforzado por los cambios ocurridos y los vientos nuevos que soplan en el escenario mundial, con respecto al papel del Estado en el crecimiento económico y en las políticas sociales.
El hecho es que en América Latina han comenzado a perfilarse los conceptos y los elementos de un nuevo estilo de desarrollo en que los acentos están puestos en la economía de mercado y su liberalización, en el rol preponderante del sector privado, en la supeditación de los avances en el plano social al ritmo y resultados del crecimiento económico interno y de las posibilidades de apertura de las economías y de su inserción en los nuevos contextos económicos mundiales. Junto con ello y como corolario se postula la "disminución del tamaño" del Estado y de su grado de intervención, así como cambios en las modalidades de su accionar. Hay que observar que las exigencias de reforma y modernización del Estado derivadas de los planteamientos que se acaban de indicar han reforzado los que venían formulándose desde tiempo atrás sobre su crisis, su burocratización, el grado insuficiente de creatividad y eficacia, su centralismo y el retraso en su tecnificación.
Los enfoques del desarrollo basados en el neoliberalismo económico y la lógica del mercado se van abriendo camino en la región, con éxito inicial en algunos de sus países, pero con llamados de atención sobre sus limitaciones y sobre el imperativo de incorporarles las consideraciones y exigencias sociales, particularmente aquellas que tienen que ver con necesidades básicas de grandes grupos de población cuya satisfacción no puede postergarse, así como con dimensiones y factores del desarrollo que escapan a las leyes del mercado. Los planteamientos más recientes sobre el crecimiento económico y la transformación productiva con equidad expresan esta preocupación.
Es muy importante y significativo el hecho que, independientemente del acento diferencial puesto por unos en el crecimiento económico y por otros en las cuestiones de equidad y en los componentes sociales del desarrollo, hay un elemento común: una renovada y compartida apreciación sobre el valor y el papel condicionante y decisivo de la educación. La apreciación compartida responde a la función preponderante y al grado de gravitación sin precedentes que el conocimiento y su concreción en la innovación tecnológica han adquirido como "insumo crítico y estratégico" en la modernización de las sociedades, en el avance de las economías y en la elevación de los niveles de vida, así como en la expansión e interpretación de los mercados y en la competitividad internacional, generando una "revalorización de la educación" pero también nuevos parámetros par juzgar su pertinencia, eficacia y calidad. Paradójicamente, son los mentalizadores y propulsores del neoliberalismo económico quienes en el momento se han colocado a la vanguardia en cuanto a las reflexiones y propuestas, con el riesgo evidente de que se extrapolen los criterios de productividad y sobre el papel del Estado en la economía para aplicarlos, sin más, a la educación.
De todos modos, no es solamente en virtud de los nuevos planteamientos de orden económico que se abren camino en la región, que se plantea la necesidad de un replanteamiento y de una reflexión prospectiva sobre el futuro de la educación y el papel del Estado con respecto a ésta. Más allá de ello, están los hechos y motivos que hacen pensar que el estilo de desarrollo de la educación y de planificación y conducción del mismo, que en el pasado rindió beneficios innegables, también se ha agotado en su capacidad, no sólo para resolver problemas de distribución de oportunidades, de funcionalidad, de eficiencia y calidad todavía no resueltos razonablemente, sino más aún para responder en el futuro a nuevos requerimientos cuya índole ya se perfila y se percibe en el presente.
La reflexión prospectiva sobre el papel del Estado en el desarrollo de la educación puede no ser fructífera y caer en un círculo vicioso, si se sigue considerando a aquél como un cuerpo separado, superpuesto a la sociedad, del que se exige y el que pretende hacer prácticamente todo en este terreno. Por el contrario, ese papel puede ser mejor y más pertinentemente visualizado, si se le sitúa en el contexto más amplio de la distribución social de responsabilidades y actuaciones en el desarrollo de la educación. Ello supone en el fondo moverse desde el concepto y la práctica del Estado Docente al paradigma de la Sociedad Educativa.
La concepción y la práctica del Estado Docente, heredada del siglo XIX y prevaleciente todavía, confiere al Estado la totalidad de la responsabilidad en materia de educación, en una especie de delegación o transferencia por parte de la sociedad de la función educativa, que aquel ejerce mediante un poder central, verticalmente jerarquizado y con sus propias estructuras y recursos.
El concepto de Sociedad Educativa rescata la responsabilidad y función de la comunidad nacional en su conjunto en el desarrollo de la educación, dentro de la cual, el Estado tiene un papel indispensable e irrenunciable como orientador, regulador y como agente articulador de su propia acción con la que están llamados a desempeñar, con contenido y grado diferentes de compromiso, diversas instituciones y actores que configuran la organización social, tales como la familia, las comunidades locales, las organizaciones políticas y gremiales, los diversos sectores de la producción, los medios de comunicación, la Iglesia, etc.
Aparte de las consideraciones de principio que gravitan en favor de una orientación de esta naturaleza de la acción educativa, hay un hecho en América Latina que plantea la necesidad de moverse en esa dirección. En efecto, los problemas que afectan actualmente a la educación y los desafíos que de cara al futuro se le plantean, tales como la superación de los desequilibrios en cuanto a oportunidades, una vinculación más estrecha y visible con los requerimientos del desarrollo económico y social, la elevación de los niveles de calidad de los procesos y resultados, y la limitación de los recursos para ir logrando todo ello al mismo tiempo, podrán ser afrontados satisfactoriamente sin apelar en el mayor grado posible al potencial de que disponen las sociedades para la acción educativa.
Este enfoque de distribución social de responsabilidades y actuaciones, en que el Estado y las organizaciones de la sociedad civil se asocian en el esfuerzo educativo nacional, permitirá compatibilizar mejor, en el concepto y en la práctica, la libertad de enseñanza y la función reguladora y de control del Estado, así como establecer con una óptica nueva y en forma más fructífera que en el pasado la relación entre los sectores público y privado de la educación.
Esta relación que en el pasado se caracterizó por la confrontación con fuerte carga ideológica, o por la simple coexistencia, se plantearía en términos de la contribución explícita, en el marco de una política nacional de educación concertada, de los diversos sectores de actividad social y económica para el logro de los objetivos educacionales compartidos con el Estado. La frontera entre lo público y lo privado en educación ha comenzado a experimentar cambios tanto en los conceptos como en la práctica. En efecto, aumenta la exigencia de la sociedad en el sentido que las instituciones de carácter no gubernamental, en distintos ámbitos del quehacer nacional, han de asumir una responsabilidad y cumplir una función pública en los propósitos del servicio público de la educación; tal es el caso de los sectores productivos en la formación profesional y la educación superior, de los medios de comunicación, etc.
El paradigma de la "sociedad educativa", de cuya validez y necesidad no es posible dudar, puede parecer utópico e irrealizable. Ciertamente lo será en la medida en que no cambie la concepción tradicional, tanto por parte del Estado como de los diferentes sectores y agentes de la sociedad civil, sobre la responsabilidad que corresponde a unos y otros, aunque con diferentes contenido y grado de compromiso, en la promoción e internalización en los individuos y en las comunidades de los valores conductuales y en el desarrollo de los conocimientos y capacidades que se consideran indispensables para ir avanzando hacia niveles cada vez más altos de humanidad y de calidad de vida.
En América Latina, la realidad de encontrarse el Estado desbordado en su capacidad de responder a todo cuanto de él se espera en materia de educación, el incremento progresivo de la cantidad y la diversidad de instituciones semi públicas y privadas que desarrollan acciones educativas, aunque en forma dispersa y descoordinada, así como la inquietud creciente de los diversos sectores de la sociedad por una presencia y una intervención mayor en los procesos de formulación de políticas, de planificación y de acción en el campo educativo, estarían avalando la necesidad y la factibilidad del paso, en alguna forma y grado, del Estado Docente a la Sociedad Educativa que se postula.
En esta perspectiva, correspondería al Estado un doble cometido: de un lado abrir, ampliar y legitimar los espacios de participación de los diversos sectores de la sociedad civil en la orientación y realización del esfuerzo educativo nacional, y de otro, reestructurarse en su propio accionar.
En cuanto a lo primero, habría un cambio fundamental en el estilo y manera como se adoptan las decisiones sobre objetivos, metas, contenido, etc., de la educación. Los mecanismos y procesos de participación efectiva, de consenso y concertación sociales, pasarían a convertirse en un elemento central y en un procedimiento habitual de los procesos de formulación de políticas, de planificación y de gestión del desarrollo educativo. Con ello se avanzaría en la democratización de estos procesos, que es un aspecto y un prerrequisito fundamental de la democratización de la educación en sí misma. También se tomaría debida cuenta de la pluralidad social, ideológica y de intereses, asegurando que las políticas, planes y reformas de la educación, lejos de contribuir a agudizar los conflictos en la sociedad, cumplen con uno de los objetivos fundamentales de la educación, a saber, el de ser el vehículo y el instrumento por excelencia de la integración nacional.
En cuanto a la reestructuración del propio accionar del Estado, se evidencia como necesaria una distribución de responsabilidades y competencias al interior del aparato de que dispone para la dirección, la planificación, la supervisión y la coordinación de la actividad educativa, de forma que esas funciones, además de realizarse en el ámbito nacional, se sitúen con relativa autonomía en los niveles regional y local, permitiendo que los procesos de participación, de consenso y concertación puedan realizarse también a esos niveles.
Es de esperar que las intenciones renovadas y los iniciales esfuerzos de descentralización, que se evidencian actualmente en América Latina, se inspiren en este propósito y se orienten hacia él.
Las cuestiones y problemas relativos al binomio centralización-descentralización del poder y de la acción del Estado constituyen actualmente una de las preocupaciones centrales en la mayoría de los países del mundo, aunque con las obvias diferencias en su planteamiento, consecuentes con el estadio de desarrollo en que se encuentran y la configuración de sus realidades y de su problemática política, social y económica.
Una característica de los planteamientos, al menos en los países más desarrollados, es que los problemas de la centralización y descentralización no se enfocan en términos de una disyuntiva, ni derivan en una estratificación del poder y de la acción del Estado según niveles o ámbitos territoriales de actuación. La óptica asumida por esos países es la de establecer un equilibrio dinámico en la distribución del poder, propiciando la articulación de esa distribución mediante el establecimiento de un continuum, en doble dirección, entre los procesos de decisión y acción que se ejercitan por los poderes centrales y los que se realizan al nivel local y en el ámbito regional.
No hay ni puede haber un modelo a este respecto, sino tantos como son las realidades, las circunstancias y las exigencias del desarrollo de la educación en cada país. Lo que sí puede observarse es que, en la búsqueda de los equilibrios a que se ha hecho mención, en los países con una cultura y una larga y fuerte tradición de descentralización, los esfuerzos se mueven en el sentido de ampliar y fortalecer el manejo central de cuestiones en que está en juego tanto su presencia en el escenario mundial como el desarrollo de la nación como un todo. Por el contrario, en otros tales esfuerzos se orientan a paliar o superar el centralismo que históricamente los ha caracterizado.
En los países de América Latina, la preocupación por el excesivo centralismo que ha predominado en el accionar del Estado a todo lo largo de su historia, con serias consecuencias para el desarrollo de sus países, comenzaron a ganar presencia e intensidad en la década de los años 70. Los llamados de atención al respecto y las propuestas de descentralización provinieron entonces principalmente de estudiosos y especialistas en administración pública, de un lado, y de otro, de los responsables de la planificación global y sectorial del desarrollo. Los primeros fundamentaron sus consideraciones en criterios de eficiencia de los procesos ejecutivo-administrativos, y los segundos en la necesidad de llevar la planificación a los niveles regionales y asegurar la ejecución de los planes nacionales, buscándose así no tanto la instauración de auténticos procesos de planificación regional, sino más bien una regionalización de las previsiones elaboradas por los organismos centrales de planificación.
Los actores políticos estuvieron ausentes o se mostraron dubitativos con respecto a estos afanes de descentralización y fueron postergando las decisiones de fondo con relación a ella. El Estado Desarrollista que había adoptado y ampliado el centralismo por considerarlo el estilo de gobierno adecuado para cumplir el papel protagónico que le había asignado y había asumido en la promoción y conducción del crecimiento económico y en la satisfacción de necesidades y demandas sociales, no pareció estar dispuesto a dar pasos firmes hacia la descentralización.
Sin embargo, hay que reconocer que en varios países de la región se realizó una aproximación a la solución de los problemas del centralismo, mediante una revisión de la estructura político-administrativa vigente y una redefinición de funciones y competencias de los organismos e instancias del actuar del Estado, situados a los niveles del gobierno central, departamental o provincial, y municipal, con la intención de fortalecer la intervención de éstos últimos. Pero, en muchos casos, los propósitos de descentralización permanecieron sin aplicación en el terreno de las regulaciones legales y reglamentarias, sea por la inercia y el peso de la tradición o, porque no se dieron los pasos necesarios para dotar a las entidades estatales descentralizadas de la autoridad, de las disponibilidades financieras y de recursos humanos para el cumplimiento de sus funciones.
Por otro lado, frecuentemente, los intentos de descentralización se efectuaron en forma parcial y sectorializada, sin enmarcarlos en un replanteamiento orgánico de distribución de responsabilidades y competencias del actuar del Estado en su conjunto. A ello hay que añadir la tendencia a reducir, en la práctica, la descentralización a los aspectos de logística administrativa y de gestión. Las observaciones anteriores son de modo general aplicables a los esfuerzos de descentralización que se han venido intentando en el campo de la educación.
Al iniciarse la presente década este panorama ha comenzado a cambiar. Se generaliza la toma de conciencia y el consenso por parte de los gobiernos y de los sectores políticos sobre la necesidad impostergable de una redefinición del papel y de una reestructuración del Estado en que se combinen criterios de modernización y de democratización, encontrándose la descentralización entre los elementos y factores fundamentales. De hecho hay algunos países que han comenzado a dar pasos significativos en ese sentido.
Se estarían dando así la motivación y el marco político y gubernamental de que se carecía en el pasado para abordar lo relativo a una auténtica y efectiva descentralización y una democratización de los mecanismos y procesos de gobierno y de administración de la educación. Sin embargo, en el empeño por la descentralización habrá que tener muy presente la doble exigencia de homogeneización nacional y, al mismo tiempo, de diferenciación regional y local de las respuestas a las necesidades y demandas de educación, no siendo dable al poder central renunciar o dispersar la responsabilidad que tiene de establecer los marcos de orientación, de articulación y de evaluación de resultados del esfuerzo educativo en su conjunto.
El compromiso que se ofrece a los países de América Latina en el campo de la educación, particularmente en lo que resta del presente siglo, es inmenso. En efecto, se trata de afrontar, al mismo tiempo y articuladamente en el marco de las políticas nacionales de educación, dos grandes esferas de problemas: por un lado, atender necesidades básicas de educación, superando las desventajas en que se encuentran los niños, los adolescentes y jóvenes de las clases sociales más pobres para beneficiarse, tanto en duración como en calidad, de la educación; y por otro lado, dar pasos decididos y firmes hacia la modernización y la elevación de la calidad y eficiencia de los sistemas y procesos educativos en su conjunto, en conformidad con los propósitos de consolidación y profundización de la democracia política y social, la aceleración del ritmo de crecimiento y la apertura competitiva de las economías.
Es evidente que el Estado desde sí y por sí solo y con los recursos de que le sea dable disponer, por cuantiosos que ellos sean, no podrá responder a este doble desafío, siendo indispensable la concepción y la formulación de políticas de educación socialmente concertadas y que den la base para acuerdos con los diferentes sectores de la actividad social y económica en cuanto a su participación y contribución al esfuerzo educativo nacional.
Por otro lado, respecto de la manera de abordar la complejidad de los problemas y la acción para afrontarlos, parece necesario situarse en algún punto intermedio entre el estilo de planificación y actuación concentrado en elementos aislados del sistema y los procesos educativos y, en otro extremo, el de las políticas, planes y reformas globales con pretensiones de integralidad y que siempre se frustran; ese punto intermedio podría focalizar la atención y los recursos en esferas diferenciadas de situación y problemas y con respecto a ellas concertar de manera específica la índole, el grado y las modalidades de participación y de contribución de los diversos sectores sociales y económicos.
En lo que se refiere a los niveles y modalidades de la educación, se percibe por todas partes la necesidad de una educación general de niños, jóvenes y adultos que ponga mayor énfasis en la comprensión de las bases científicas y técnicas de los procesos económicos y sociales contemporáneos; que potencie la capacidad de los individuos para el incremento y actualización de los conocimientos a lo largo de toda su vida, mediante una pedagogía centrada en el "aprender a aprender" y el desarrollo de las aptitudes de asimilación y de procesamiento de la información; una educación general que internalice en los educandos los valores de una cultura científico-tecnológica y del trabajo; que sirva de anclaje sólido y permanente de la gama de alternativas de formación técnico-profesional; que permita los cambios oportunos en los perfiles de capacitación, la reorientación de las capacidades y la reconversión profesional, en función de las mutaciones que la evolución tecnológica y de los procesos productivos vayan generando en la estructura de las ocupaciones y del empleo.
En relación con la formación técnico-profesional de nivel medio se plantean diversos cuestionamientos respecto de la organización, los ambientes en que se realiza, los agentes, los contenidos y las perspectivas de empleo que ofrecen estos subsistemas.
En este caso, los replanteamientos se orientan en varias direcciones; cómo incrementar la proporción y elevar el nivel de los conocimientos científicos y tecnológicos básicos; fomentar la alternancia de períodos de escolarización y de capacitación en las empresas; imprimir un carácter polivalente a la formación de modo que prepare para gamas amplias de ocupaciones afines; y cómo dar el mismo derecho y oportunidad de ingreso a la Universidad y a otras instituciones de educación superior que se concede a los egresados de las ramas humanístico-académicas de la educación de nivel medio.
En cuanto a la Universidad, se plantea a nivel internacional el interrogante global sobre su papel en el futuro en lo que respecta tanto a la formación de recursos humanos de alto nivel, como a la índole de su contribución a la investigación científico-tecnológica. Durante las tres últimas décadas ella ha perdido la exclusividad que tenía en el nivel terciario de la educación, con el surgimiento de una gama en incremento de instituciones paralelas de profesionalización, creadas como respuesta a demandas sociales o a requerimientos de formación que la Universidad no pudo atender. Es así como la Universidad ha pasado a ser una institución entre muchas otras, bajo el nuevo concepto y realidad de la "educación superior".
En este proceso de expansión y diversificación de la educación de nivel terciario, la Universidad ha visto desdibujarse los rasgos de su identidad, siendo en el momento el problema fundamental la búsqueda y redefinición de esa identidad. Crece la evidencia de que ella debiera recobrar, en términos contemporáneos, la función de avanzada y de articulación del saber, equilibrando mejor sus funciones de formación profesional, con las de docencia e investigación en el campo de las ciencias, y con la de formación de formadores y de investigadores. A esto hay que añadir el papel clave que la reorientación, selectividad y elevación de la calidad de los estudios de post-grado desempeñarán en estas funciones de la Universidad.
El origen de este problema, que estaría indicando la dirección del esfuerzo futuro, consiste en buena parte en la manera cómo las políticas, la planificación y la asignación de recursos se realizaron.
Los responsables políticos y los planificadores de la educación de las décadas del 50 y del 60 partieron del supuesto de que el crecimiento acelerado de la oferta educativa traería consigo la igualdad de oportunidades. Ello en gran parte se cumplió.
Sin embargo, ya en los inicios de la década del 70 comenzó a percibirse que el efecto distributivo de la expansión acelerada se estaba agotando y que estaba beneficiando en forma muy desigual a los diferentes grupos de población, estratos socio-económicos, grupos étnicos y regiones, tanto en relación con las expectativas de beneficiarse de ciclos completos de enseñanza-aprendizaje como en cuanto a la pertinencia y la calidad de la educación recibida.
Entre los factores de orden socio-económico y socio-político determinantes de las desigualdades hay uno general que merece especial atención. Este es la desigual capacidad de organización y de poder de los diferentes grupos sociales para hacer presentes sus demandas de educación y presionar por su satisfacción con los recursos del Estado, y la pasividad con que éste ha reaccionado a esas presiones. Las clases medias urbanas con mayores ingresos, habiendo de modo general logrado la satisfacción de su derecho a la educación y las posibilidades de beneficiarse de ella en sus niveles más altos, se han desentendido de las necesidades básicas de educación de las clases menos favorecidas.
El hecho es que el abordaje del problema de las desigualdades y la acción y arbitraje por parte del Estado para reducirlas de modo explícito y efectivo, se ha venido postergando durante demasiado tiempo. Es de esperar que el Estado que fue capaz en el pasado de llevar a cabo la considerable expansión global de los servicios educativos, lo sea en el futuro para superar las desigualdades y que los sectores sociales que más se han beneficiado de ello contribuyan con su comprensión y su aporte a este propósito.
El crecimiento económico con equidad como paradigma del desarrollo futuro de los países de la región, tendría aquí una de sus expresiones más necesarias, concretas y efectivas. Los esfuerzos futuros de modernización y de elevación de los patrones de calidad de la educación podrían desembocar en una segmentación y discriminación mayores, si no se afronta el problema de las desigualdades actuales y su tendencia a consolidarse.
Este cometido es, sin duda, el más complejo y exigente de cuantos se ofrecen a las políticas, la planificación y la acción en materia de educación, asociado al ataque frontal a los problemas de la pobreza. Dado que se trata de un problema estructural, la acción educativa debe necesariamente articularse y aun integrarse con otras acciones del Estado y la sociedad civil en materias como la salud, la nutrición, la vivienda y el trabajo. Por debajo de ciertos niveles de existencia, es poco lo que la educación puede hacer para lograr sus objetivos.
La calidad de la educación, los valores que ella fomenta o deja de fomentar, los conocimientos que imparte y la manera de impartirlos, las capacidades que desarrolle y, en definitiva, los resultados que se obtiene, constituyen hoy una preocupación de carácter mundial. Es que el progreso social, económico, científico y tecnológico trae consigo siempre nuevos problemas y nuevos retos que exigen el reacondicionamiento global de la educación. Si ello no se hace la educación pierde pertinencia y, en consecuencia, valor y se convierte en un proceso formal y en un freno del desarrollo humano.
En América Latina esta preocupación, al menos en el discurso, no ha estado ausente en los años recientes. En múltiples reuniones sobre educación, realizadas tanto a nivel político como técnico, se ha postulado la necesidad de pasar de una etapa en que el esfuerzo se concentró en la expansión de las oportunidades de educación, porque así era necesario, generándose la dinámica de crecimiento que hoy exhiben los sistemas educativos, a otra etapa en que el esfuerzo se focalice en los problemas de calidad y eficiencia. Sin embargo, todavía no se han dado los pasos suficientes para convertir la calidad de la educación en un objeto de investigación evaluativa sistemática que permita, saliendo de las apreciaciones generales y de las acciones puntuales e inconexas de poca efectividad, emprender un esfuerzo nacional intenso, continuo y coherente orientado a su mejoramiento.
Las características y modalidades que adopte este esfuerzo para el mejoramiento de la calidad obviamente dependerán de la situación de la educación en los diversos países de la región, y de la percepción y la claridad que se tenga sobre la necesidad y la naturaleza de los cambios a lograr en el complejo conjunto de elementos y factores que determinan la calidad, así como la voluntad y capacidad para efectuarlos progresivamente, movilizando los recursos económicos y humanos que ello supone.
Sin embargo, en la línea de las consideraciones sobre la distribución social de responsabilidades y actuaciones en el desarrollo futuro de la educación en América Latina y el papel del Estado, cabe hacer algunas reflexiones.
La primera de ellas tiene que ver con los procesos de participación, de consenso y concertación sociales necesarios para que las propuestas y las acciones de cambio en la orientación y en el contenido de la educación tengan legitimidad y viabilidad. En otros términos, se requieren acuerdos básicos y explícitos sobre los resultados que se esperan de los procesos educativos, que reflejen y concilien la diversidad de puntos de vista e intereses de los diferentes sectores implicados, tales como las asociaciones de padres de familia, de estudiantes, de educadores, de profesionales y trabajadores, de empresarios, etc. Sólo a partir y en función de acuerdos sociales semejantes es dable proceder a definiciones con respecto a cuestiones tales como el contenido de la educación, los aprendizajes prioritarios y su programación, las connotaciones e instrumentos del proceso pedagógico, el perfil de la formación de los educadores, los sistemas de evaluación de resultados, etc.
Hay otra consideración de orden fundamental, que por obvia que parezca, ha de reiterarse. Ella es que la calidad se gesta, se configura y logra en el seno de los establecimientos educativos que son, utilizando un símil "los centros de producción de la educación". De la motivación, el sentido de compromiso y de la capacidad colectiva e individual del personal directivo y docente, así como de los espacios de libertad e iniciativa que se les confíe para, en el marco de las directrices nacionales, organizar y programar los procesos de enseñanza-aprendizaje adaptándolos a las características, necesidades e intereses de los educandos, dependerán los resultados del esfuerzo dirigido a incrementar la pertinencia, la eficiencia y los niveles de calidad de la educación. La descentralización necesaria de que se ha hablado se vería truncada y sin efectos reales si no es llevada al nivel y ámbito de los establecimientos educativos mismos.
En el marco de las consideraciones sobre la calidad y sobre la distribución social de responsabilidades en el quehacer educativo nacional, hoy más que nunca tiene una importancia particular lo relativo a los valores de conducta cívica y ética, individual y colectiva, que la educación ha de contribuir a fomentar.
Valores que el Estado y los especialistas que dentro de su aparato técnico-burocrático se ocupa de la educación no pueden determinarlos por sí solos en regímenes democráticos. La necesaria y recurrente definición de esos valores debe ser el resultado de consensos que reflejen y concilien la pluralidad de percepciones y posturas que con relación a ellos manifiesten los diversos sectores o grupos sociales, así como en relación con el papel asignable a la educación dentro del límite de los procesos e instrumentos que le son propios y que se relacionan fundamentalmente con el conocimiento y la formación de actitudes a través de él.
Como es el caso de otros aspectos normativos y de las decisiones políticas en educación, en éste de los valores los conflictos o dilemas que puedan presentarse sólo encuentran solución en la combinación de estos consensos con la vigencia de la libertad de enseñanza.
Frente a las diversas y preocupantes expresiones de patología conductual de individuos y colectividades (la drogadicción, la delincuencia, la violencia, los atentados contra los derechos humanos y el medio ambiente, la competitividad malsana, la insolidaridad social, etc.), se suele ver en los procesos escolares y extraescolares de educación de niños, adolescentes, jóvenes y adultos una especie de factotum para afrontar esos problemas, poniendo de lado el hecho que éstos por sí solos no pueden hacerlo, y que en ello, particularmente la familia y los medios de comunicación tienen una función y una responsabilidad que deben asumir.
En la perspectiva de la "sociedad educativa" de que se ha hablado en este documento, la asociación en el futuro del Estado, la familia, las comunidades y los medios de comunicación está llamada a convertirse en un elemento fundamental, no sólo en lo que respecta a la dimensión valórica de la educación, sino de modo general en lo que se refiere a la eficiencia y calidad.
Hay dos cuestiones que no se puede dejar de mencionar. Una es que la calidad cuesta y que hay que invertir en ella. La otra, que ha llegado a convertirse en un lugar común sin efectos a fuerza de repetirse, es que los propósitos de mejoramiento de la calidad de la educación difícilmente podrán cumplirse, si no se dan pasos efectivos para asegurar progresivamente en el mayor grado posible al personal docente un status socio-profesional y de ingresos, acorde con la tarea y la responsabilidad que el Estado y la sociedad le asignan.
En el marco de las reflexiones sobre la distribución social de responsabilidades en el futuro desarrollo de la educación en América Latina, no se puede dejar de mencionar lo relativo al financiamiento.
Los recursos del Estado para ello, obviamente dependerán del nivel y de la dinámica de crecimiento del PNB, de la responsabilidad estatal sobre los impuestos, de las decisiones políticas que se adopten sobre el porcentaje de los recursos dedicado a la inversión y el gasto público y la porción de éstos consagrado a la educación, habida cuenta de la competitividad que sobre el gasto público tienen otros sectores de desarrollo social.
Aun con los supuestos más optimistas, no es dable prever cambios sustanciales en cuanto a la progresión de los recursos públicos asignables a la educación, a no ser que se arbitren nuevas fuentes de financiamiento o se introduzcan variaciones drásticas en la estructura de los presupuestos públicos actuales.
En estas circunstancias, adquieren una importancia capital, por un lado, las decisiones políticas sobre la distribución y destino de los recursos del Estado para educacción y las medidas para obtener de ellos la máxima productividad en términos de logro de determinados objetivos educacionales y, de otro lado, la movilización y aprovechamiento de las iniciativas, recursos y acciones provenientes de los sectores privados.
Todo parece indicar que los recursos del Estado habrían de orientarse a la satisfacción de las demandas y necesidades educativas de los grupos socio-económicos que más necesitan del servicio y del financiamiento público, ello no solamente por razones de justicia social, sino por el imperativo de incorporarlos a las tareas y esfuerzos de desarrollo social y económico nacional.
De la medida y la forma en que los recursos del Estado se focalicen y canalicen en este sentido y en que los sectores de la sociedad con mas altos ingresos estén dispuestos a contribuir a la acción educativa del Estado, no sólo a través del sistema impositivo, sino más aún a asumir los costos totales de su propia educación, dependerá la capacidad financiera de los países de la región para afrontar los retos presentes y los del futuro en el campo de la educación.
En esta perspectiva, el desafío que se ofrece es el de arbitrar combinaciones y modalidades de articulación y complementariedad del esfuerzo financiero público y privado, del Estado y los diversos sectores de la Sociedad Civil, compatibilizando los criterios de equidad con los de eficiencia.
(1) Algunos datos escuetos ponen en evidencia este formidable esfuerzo de expansión:
En lo que se refiere a la educación superior, en 1950 sólo un país había logrado incorporar el 10% de la población entre 19 y 22 años de edad, alcanzando otro el 8% y situándose la mayoría bajo el 4%. En 1990 la tasa en América Latina sobrepasó en promedio el 27%.
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