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Revista Iberoamericana de Educación
Número 1 - Estado y Educación
Enero - Abril 1993

Reconstrucción de la infancia:

Extensión de la condición de persona y ciudadano

Francisco O. Ramírez (*)

En la antigua Roma se produjo una revolución cuando el "papel" -la "máscara" o persona- se convirtió en el titular de derechos y obligaciones generales en cuanto "persona" jurídica y ciudadano del Estado. A esta "persona" fundamentalmente abstracta se incorporó más tarde la idea de una conciencia y vida interiores, sobre todo, a través del Cristianismo. Esta concepción de la persona en cuanto poseedora de conciencia e identidad cívica sentó las bases de las modernas instituciones políticas, sociales y jurídicas. (Carrithers, Collins, y Lukes, 1985).

Podríamos escribir una historia sobre las relaciones de poder hasta casi el siglo XVIII delimitándola al sexo masculino, a condición de que, para cubrirnos las espaldas, añadiésemos el comentario siguiente: "No debe olvidarse que se trata de una historia sobre relaciones de poder entre patriarcas varones. Detrás de todos ellos hubo siempre mujeres (así como adolescentes y niños)". (Mann, 1986).

Introducción

Este capítulo parte del supuesto de que tanto la infancia como los niños pueden ser conceptualizados con provecho como constructos sociales con un significado y un valor variables a lo largo del tiempo y del espacio. Esta premisa está en línea con la tradición de la investigación sociohistórica impulsada por la obra de Philippe Ariès, Centuries of Childhood (1962) (1), que tanta influencia ha ejercido en este campo. Las críticas a la sociedad occidental y a su supuesta incapacidad para aceptar y tratar a los niños como personas y ciudadanos de pleno derecho evocan a menudo esta perspectiva social construccionista (p. ej. Illich, 1970). Esta forma de crítica social se centra sobre la institución de la escolarización masiva obligatoria. Ni siquiera la legislación que buscar proteger a la infancia, a la que pertenecen las leyes que regulan el trabajo de los menores, ha escapado a un análisis crítico (Boulding, 1979). El tono de esta polémica es, curiosamente, ambivalente: construccionista en relación con la institución de la edad y otras realidades sociales -el sexo, por ejemplo- y esencialista en lo que respecta a la condición de persona y a la ciudadanía. Con todo, esta literatura no ha sabido vincular la construcción de la infancia en Occidente con la construcción occidental de la condición de persona y de ciudadano. Si bien la infancia y el sexo se analizan como categorías de significado inmersas en sistemas culturales y estructuras sociales más amplias, el valor y los derechos de las personas y de los ciudadanos se dan por supuestos y no son sometidos al mismo tipo de análisis. A consecuencia de ello, parece como si los críticos se dedicaran únicamente a descubrir los auténticos motivos, intereses y necesidades de un puñado de malhechores -élites, burócratas, profesionales, reformadores o, más en general, adultos- que privan a los niños de su condición putativa de personas y de ciudadanos.

Los argumentos elaborados desde esta perspectiva presentan problemas evidentes muy graves: las élites no suelen ser tan cohesivas como se pensaba (Rubinson, 1986); las reformas tienen consecuencias múltiples e involuntarias, distintas de los objetivos oficiales; a pesar de las diferencias entre la pujanza de los intereses en conflicto dentro de las naciones-estados, surgen instituciones análogas a la infancia, como puede ser la educación masiva, etc. (Ramírez y Boli, 1987). Todos ellos ignoran además el desarrollo histórico que Occidente han tenido las instituciones de la persona y la ciudadanía y la extensión subsiguiente de la condición pública de persona/ciudadano a otros amplios segmentos de la población, como mujeres y niños, así como la institucionalización de la autoridad colectiva de la nación-estado, tanto en lo que respecta a su ámbito de jurisdicción como en relación con su capacidad para tomar decisiones globales (Swanson, 1971). La extensión institucional de la condición pública no acabó con las desigualdades relativas a la edad o al sexo, sino que fomentó la tendencia a considerarlas una injusticia o a someterlas a niveles racionalizadores, como pueden ser las credenciales educativas. Al imputar la legitimidad de las justificaciones relativas a la edad y al sexo a las diferencias de oportunidades a lo largo de la vida, la extensión de la condición pública elevó los problemas particulares de las mujeres y los niños al rango de problemas sociales. El resultado de todo ello es una extensión del catálogo de problemas sociales reconocidos que activa cada vez más la autoridad de la nación-estado, bien directamente a través de la expansión de la burocracia gubernamental o bien indirectamente fomentado investigaciones relacionadas con las ciencias sociales, validadas públicamente y a menudo subvencionadas. Sin proponérselo, ambas tendencias han contribuido a ampliar el catálogo de problemas sociales y a materializarlo en un debate público.

En línea con tales consideraciones sociales construccionistas, la primera parte de este capítulo aborda el problema social de los "niños en peligro". Para no complicar el discurso en exceso, solamente se analizan el abuso y la violencia, si bien el concepto "en peligro" es mucho más amplio incluyendo, entre otros, el problema de los niños desnutridos, el fracaso escolar, etc. En mi opinión, este problema social no refleja un aumento de los malos tratos y la violencia contra los niños, sino que el creciente reconocimiento y respuesta públicos son consecuencia del mayor significado social de la infancia y de la creciente identidad social de los menores. La segunda parte intenta explicar los vínculos existentes entre la construcción social de la infancia y la construcción occidental de la condición de persona y ciudadano. Este marco teórico centra la atención en el papel del niño en el denominado "modelo occidental de sociedad nacional". Asimismo se analiza la tensión entre la universalización de la categoría de "persona individual" y la autoridad colectiva de la nación-estado. Precisamente porque la identidad social de los niños suele vincularse simbólicamente con la de las mujeres, se dedica un apartado a las relaciones entre los cambios en las identidades sociales de ambos grupos. En la tercera y última parte del capítulo se analizan determinados aspectos de un programa de investigación que evalúa el grado en que el modelo occidental de sociedad nacional se ha impuesto en el mundo. Para ilustrar la viabilidad del marco teórico, se exponen las tendencias a largo plazo más representativas de una serie de países en relación con la institucionalización educativa de los niños y la obtención del derecho de voto por parte de las mujeres. Por último, se exponen las diferentes formas en que los niños se incorporan a la sociedad según los países y las características de los derechos que se les reconocen, al objeto de relacionar las diferencias constatadas con las existentes entre los regímenes liberales y corporativos.

La construcción social de los niños "en peligro"

Los medios de comunicación de Estados Unidos suelen ofrecer una imagen de los niños en que éstos aparecen como víctimas de una epidemia de abusos y violencia, tanto por parte de la sociedad como en el seno de sus propios hogares, al tiempo que resaltan las tremendas presiones de la vida diaria y tratan de explicar los comportamientos indeseados de la gente ordinaria haciendo referencia a las fisuras de la sociedad y al subsiguiente resquebrajamiento de la personalidad. La situación de los menores en la sociedad norteamericana ha suscitado asimismo investigaciones sociales y debates legales. Las sorprendentes metáforas de una investigación sobre violencia familiar, realizada por la Universidad de New Hampshire, han generado un aura de crisis: el lado oscuro de las familias, violencia íntima, licencia para violar, mujeres maltratadas convertidas en homicidas, etc. No debe extrañarnos por ello que haya llegado a afirmarse que los niños norteamericanos viven en una "sociedad que en el fondo odia a los niños" (Pogrebin, 1983).

Ni las imágenes de crisis que ofrecen los medios de comunicación ni los debates políticos asociados a los esfuerzos para dominar están limitados a Estados Unidos. La International Society for the Prevention of Child Abuse and Neglect ha celebrado reuniones en Sydney y en Río de Janeiro. Su órgano de publicación oficial, Child Abuse and Neglect: The International Journal, ofrece una amplia cobertura de las investigaciones y las medidas políticas que afectan al bienestar de los niños a lo largo y ancho del mundo. El tema central de su último congreso versó sobre las necesidades del trabajo en equipo como una manera de mejorar la posición de los niños en la sociedad (1987). El Año Internacional del Niño (1979) reavivó el interés por la situación de los menores que, entre otras cosas, se plasmó en la reedición de la Declaración de los Derechos del Niño, de las Naciones unidas, y sentó las bases para la elaboración de informes a cargo de la UNICEF, como The State of the World's Childen (1986). Los estudios comparados de los derechos humanos no se limitan a definir los derechos de los niños, sino que, además, identifican las circunstancias que suponen una amenaza o incluso una infracción de los mismos. Una de estas fuentes ofrece asimismo una evaluación de la legislación laboral infantil vigente en Estado Unidos, y de su aplicación, como parte integrante de un esquema general para valorar los derechos humanos en todas las naciones del mundo (Gastil, 1986). Otro especialista ha afirmado que dicha legislación refleja una acción clasista de los adultos contra los niños (Boulding, 1979, pp. 63, 97).

Incluso después de una introducción tan breve como ésta debería quedar claro que los abusos y la violencia que se ejercen sobre los niños han merecido el reconocimiento nacional e internacional en cuanto problema social. ¿Qué ha motivado ese amplio consenso? ¿Debemos suponer que han aumentado los niveles de los malos tratos y de la explotación infantiles? Las valoraciones empíricas de la evidencia disponible no apoyan tal supuesto (Briners y Gordon, 1983; Strauss y Gelles, 1986). Por ejemplo Strauss (1987) descubrió que el índice de homicidios de menores no aumentó entre 1960 y 1980. Otras comparaciones históricas más amplias revelan un claro aumento de la posición social y de las esperanzas de vida de los niños (Goode, 1963; Langer, 1974). No es necesario aceptar en su totalidad la tesis de que la historia de la infancia está plagada de miseria y sufrimiento (de Mause, 1974) para darse cuenta de que la evidencia histórica es contraria, en su mayor parte, a cualquier afirmación sentimental sobre los crecientes padecimientos de los niños a lo largo del tiempo (Sommerville, 1982).

Los debates sobre los niños en peligro constituyen un elemento importante de lo que se reconoce como discurso público sobre el significado de la infancia y la posición social de los niños, que resalta la creciente importancia de ambas. No es propósito del presente capítulo explicar la forma que dicho discurso ha adoptado en las últimas décadas en relación con los niños en peligro (2). Particularmente me interesa más aclarar el aumento de la preocupación general por todas las cuestiones relacionadas con la infancia y los niños.

Para comprender por qué se han convertido los niños y sus problemas en una cuestión social reconocida internacionalmente, es necesario identificar otros elementos inherentes al creciente consenso nacional y transnacional sobre la infancia y los niños. Sobre las premisas siguientes el consenso es unánime: a) La infancia es una etapa distintiva e importante del ciclo vital del desarrollo humano; b) los niños son humanos; y c) los niños tienen derechos en cuanto seres humanos y miembros de un grupo social distintivo e importante basado en la edad. Estas premisas se han convertido progresivamente en parte integrante de lo que Berger y Luckman (1966) llamaron conocimiento lógico. Consideradas globalmente, reflejan una tendencia ascendente tanto en el significado social de la infancia como en la posición social de los niños.

Es esta evolución, y no un incremento de la proporción de niños maltratados, lo que ha impulsado la ideología de los niños en peligro. A medida que la infancia adquiere mayor importancia social, lo que les sucede a los niños en esa etapa deja de ser una cuestión de trato familiar para convertirse en un asunto público transfamiliar. A medida que se dota socialmente a los niños de más derechos, aumentan también las posibilidades para incumplirlos o infringirlos. De este modo, el debate sobre los derechos de los niños opone a los abogados especialistas en temas infantiles contra quienes tildan a éstos de profesionales descaminados al servicio de sus propios intereses (Lasch, 1977), y contra quienes se ocupan preferentemente de los "niños acelerados" (Elkind, 1981), contraponiendo a todos ellos a quienes culpan a los pedagogos teóricos progresistas de haber creado una generación de analfabetos culturales (p. ej., Ravith, 1985).

Ciertamente existe un fuerte desacuerdo sobre el tipo de derechos que deberían reconocerse a los niños, sobre los colectivos que deberían actuar en su nombre, sobre las actividades y las políticas que redundan más en interés de los niños, etc. Sí existe, en cambio, un amplio acuerdo implícito sobre el significado social de la infancia: nadie afirma seriamente que los debates son triviales o que el camino emprendido como adultos, con sus correspondientes ramificaciones sociales, no tiene relación alguna con las experiencias de la infancia. La infancia se considera relevante no sólo para los niños y los adultos relacionados directamente con ellos, sino también para la sociedad en general, tanto en el presente como en el futuro. No obstante, los niños no son relevantes para la sociedad simplemente como otra forma de fuente productiva. De hecho puede afirmarse que los niños, en cuanto tales, contribuyen hoy día a la sociedad menos que cuando desempeñaban actividades más productivas en fábricas, molinos y otras antiguas empresas "diabólicas".

Ello nos lleva directamente a una de las ironías centrales de la vida moderna, identificada por Zelizer (1985): la aparición del niño económicamente inútil, pero emocionalmente invalorable. Aunque Pricing the Priceless Child ofrece un análisis interesante de la forma en que los cambios en la actitud emocional frente a la infancia modificaron el mundo infantil, no está tan claro por qué se produjeron esos cambios ni por qué se "sacralizaron" las vidas de los niños. Zelizer (1985) equipara el significado sentimental con el religioso y afirma que "el nuevo ideal normativo del niño en cuanto bien exclusivamente emocional y afectivo excluyó cualquier consideración instrumental o fiscal" (p. 11). Zelizer formula asimismo la pregunta exacta: -"Además de asistir a la escuela, ¿qué hicieron los niños en otro tiempo útiles cuando dejaron de trabajar?" (pp. 12-13)- pero la plantea de forma tan retórica que no estimula un análisis en profundidad. Su análisis ignora el papel que la implantación institucional de la escolarización masiva desempeñó en la creación de la nueva persona individual y del nuevo ciudadano, que tanto contribuyeron al progreso nacional. La base cognitiva del nuevo sentimiento colectivo hacia la infancia aparece asimismo infravalorada en su argumentación. (Como explico más adelante, el cambio de valoración de los niños está ligado a una nueva interpretación de la teoría de la persona que debe verse en un ámbito macrosociológico con especial atención sobre la escolarización masiva).

Mientras Zelizer adoptó la actitud social constructivista en relación con la infancia y los niños, Pollock (1983) se opuso abiertamente a dicha orientación, defendiendo la teoría de que la infancia había sido reconocida desde siempre como una etapa específica del desarrollo humano y de que los padres habían estado siempre ligados a sus hijos por lazos afectivos. En los diarios y autobiografías ingleses y americanos del siglo XVI en adelante, Pollock encuentra datos que confirman en parte su teoría. Con todo, en el último capitulo de Forgotten Children reconoce que "a partir del siglo XVII se puso un énfasis mayor [igual que hace la autora] en la naturaleza abstracta de la infancia y los cuidados paternos". Poolock (1983) dice también:

A partir del siglo XVIII, los padres empezaron a ocuparse cada vez más de que los niños recibieran una "formación" (la autora hace también hincapié en ello) que les garantizaran el correcto aprendizaje de los valores y las creencias para, de este modo, convertirse en ciudadanos modelo. Tanto las madres como los padres se enfrentaban a su papel de progenitores con inquietud y en este sentido les preocupaba que su forma de cuidar a los hijos fuera o no correcta y si estarían suficientemente capacitados para educarlos... Durante la primera parte del siglo XIX los adultos exigieron mayor obediencia y conformidad, sobre todo en las escuelas (p. 269).

Parece como si Pollock quisiera rebatir ante todo a los historiadores (p. ej., Shorter, 1975) que afirman que, en épocas pasadas, los padres no se ocupaban de sus hijos. Incluso en el supuesto de que la mayoría de los progenitores se hayan ocupado siempre de sus hijos, la obra de Pollock pone de manifiesto una tendencia histórica creciente en la preocupación de los padres por proporcionar a sus hijos una educación correcta y competente, lo que presupone no sólo que la infancia se reconoce como una etapa de la vida socialmente importante, sino también que existe un mayor consenso sobre lo que significa ser buenos padres (3).

Probablemente, el señor y la señora Smith se pusieron tristes cuando su pequeño Adam cayó enfermo, pero ante la inexistencia del conocimiento lógico del significado de la infancia y de una norma general relativa a la socialización infantil, sus sentimientos, reflexiones y estrategias para hacer frente a situaciones fueron más idiosincráticas y estuvieron menos sujetos al discurso público y al análisis. En gran parte del mundo occidentalizado los Smith sabrían qué sentimientos, consideraciones y actuaciones son más inteligibles para los demás, qué los distingue como buenos padres y qué los convierte en tontos y/o esclavos.

El modelo occidental de sociedad nacional y el lugar reservado a los niños en él

Para comprender el lugar que los niños ocupan en la sociedad, es necesario conocer el modelo cultural de ésta, es decir, los mitos fundamentales que la legitiman. Esta perspectiva suele utilizarse en estudios antropológicos de sociedades no occidentales, pero se omite con frecuencia en las investigaciones referidas a Occidente (véanse, no obstante, Thomas, Meyer, Ramírez y Boli, 1987). Esta omisión ha provocado en parte la ambivalencia teórica mencionada con anterioridad en este mismo capítulo, y que permite a los investigadores seleccionar las realidades que pueden ser conceptualizadas como construcciones sociales y las que deben considerarse entidades naturales. Como resultado de todo ello, la constitución o modelo cultural de la sociedad occidental no ha recibido la atención adecuada. En un intento de abordar directamente este problema, estudios anteriores sobre la aparición de la ideología de la escolarización masiva (Ramírez y Boli, 1987) y la desaparición de la clase cultural como sistema a tener en cuenta (Ramírez, 1987) han identificado cinco mitos legitimadores interrelacionados que, en su opinión, constituyen la base común del modelo occidental de sociedad nacional. Estos mitos son los siguientes:

  1. El mito de la persona individual.
  2. El mito de la nación como agrupación de personas individuales.
  3. El mito de la socialización de la infancia.
  4. El mito del progreso.
  5. El mito del Estado como defensor de la nación y garante del progreso.

Entre las sociedades nacionales existe, no obstante, diversidad de opiniones sobre el carácter central de algunos mitos y su relación con los demás. Aunque el presente capítulo analiza sobre todo la base común, la última parte del mismo se detiene brevemente en tales diferencias en la medida en que afectan a la infancia y a los niños. La expresión mitos legitimadores se utiliza a lo largo del texto para hacer referencia a las descripciones ideológicas más amplias de lo que es real, de lo que es bueno, de lo que puede cambiarse y de los límites del cambio (Therborn, 1980).

Individualismo universalista y autoridad estatal colectiva

Antes de abordar la forma en que los citados mitos estructuran la infancia y reconstituyen a los niños, es conveniente analizar las tensiones existentes entre el individualismo universalista y la autoridad colectiva de los Estados. Estas tensiones son patentes e impregnan la obra del triunvirato sociológico: entre las especies existentes y el partido dominante con el Estado en Marx; entre impaciencia racional y "jaulas de hierro" burocráticas en Weber, y más explícitamente en Durkheim, entre el culto al individuo y la autoridad moral de la sociedad. Con todo, ello no impidió a Durkheim escribir lo siguiente:

El Estado ha rescatado al niño de la dominación patriarcal y la tiranía familiar; el Estado ha liberado al ciudadano de los grupos feudales y más tarde también de los grupos comunales; el Estado ha liberado al artesano y al maestro de la tiranía gremial... (el Estado) debe penetrar también en todos aquellos colectivos secundarios, como la familia, el comercio y las asociaciones..., que tienden.. a absorber la personalidad de sus integrantes. Tiene que hacerlo para prevenir esa absorción y liberar a los individuos. (Durkheim, 1958, pp. 64-65).

Pero también esto otro:

Una nación sólo puede mantenerse si entre el Estado y el individuo se intercala una serie de colectivos secundarios suficientemente próximos a los individuos como para atraerlos fuertemente a su esfera de acción y arrastrarlos, de este modo, al torrente general de la vida social. (Durkheim, 1964), p. 28).

Durkheim retomó más tarde la idea de la tensión original entre el individuo y la colectividad y, en un intento de resolverla, afirmó que el culto al individuo no era producto de un individualismo egoísta exacebardo, sino, antes bien, una consecuencia social:

En realidad, la religión del individuo es una institución social, igual que todas las religiones conocidas. La sociedad es quien nos asigna ese ideal como el único fin común capaz de proporcionar hoy día un epicentro a los deseos de los hombres... La razón de todo ello es que el individualismo es un producto social, como todas las morales y todas las religiones. El individuo recibe de la sociedad incluso las creencias morales que lo deifican. (Durkheim, 1969, p. 28) (4).

No todas las sociedades se dedican a construir individuos divinizados y poderosos en un sentido universalista, es decir, no todas las sociedades postulan como mito legitimador la idea de que todos los individuos poseen cualidades trascendentales comunes que deber ser veneradas, alimentadas y protegidas y para las que deben abrirse cauces para su expresión. Tampoco todas las sociedades están obligadas a comprometerse en un proyecto de construcción tan importante. No todas postulan como otro mito legitimador la idea de que la agrupación de la actividad individual en una esfera participativa y manejable contribuye al bien común. Entre las sociedades existen diferencias sobre la importancia que se asigna a estos principios fundamentales, pero, lo que es más importante, esas diferencias son aún más notorias si las contemplamos desde una perspectiva temporal y, por ejemplo, comparamos el valor que tales mitos legitimadores tienen en el mundo de hoy, en conjunto, con su situación ideológica en mundos históricamente anteriores.

En el mundo occidentalizado, el individualismo universalista pone el acento en las teorías sobre la mediación humana, en las estrategias terapéuticas y en los acuerdos internacionales. La demanda de individuos con determinadas facultades tiene un alcance universalista. Las teorías discriminadoras, según las cuales habría que excluir de los procesos habilitadores a determinadas categorías de individuos, parecen tan irracionales como demoníacas. El potencial humano sobre el que actúan las estrategias terapéuticas es, al menos en principio, el potencias abstracto de todos los seres humanos. Los obstáculos que impiden la realización del potencial humano se consideran cada vez más problemas sociales. Aunque el respeto a la diversidad es uno de los temas dominantes en los foros internacionales, existe un amplio consenso implícito sobre lo que constituye la humanidad común y, en consecuencia, sobre lo que constituye una violación de los derechos humanos. La clave de la discusión radica en que los derechos humanos se refieren a los derechos de los individuos y no a los derechos de los cabezas de familia y de los jefes en el ámbito profesional, municipal, etc. Por supuesto, existen gravísimas violaciones de los derechos humanos. No obstante, el presente capítulo resalta ante todo el creciente consenso sobre los criterios que identifican tales violaciones sobre la base de concepciones más amplias de lo que constituyen derechos humanos, sin pretender en ningún momento minimizar tales infracciones.

En el mundo occidentalizado está muy institucionalizada la autoridad colectiva del Estado. A ningún colectivo le afecta tanto el triunfo del individualismo universalista como al Estado o, dicho con otras palabras, de ningún colectivo se espera tanto como del Estado que actúe en nombre de los individuos o que se abstenga de actuar sobre ellos. Por su parte, los individuos y sus actividades diarias están implicados cada vez más en la autoridad expansiva del Estado. Una teoría un tanto cínica afirma que los Estados son gigantescas estafas de protección con la ventaja adicional de la legitimidad (Tilly, 1985). Otra teoría anterior vinculaba la formación del Estado con los procesos de construcción de una nación, es decir, con la creación política de una comunidad de ciudadanos delimitada territorialmente (Bendix, 1964). Más recientemente, Mann (1986a) afirmó que el Estado "encarnaba una singular combinación de coacción y comunidad" (p. 58).

Esta singular combinación refleja la tensión entre el individualismo universalista y la expandida autoridad colectiva de los Estados territoriales. Tanto Mann como Hall (1985) demostraron que esa tensión forma parte del modelo occidental de sociedad nacional en su desarrollo histórico. La historia del poder de Mann es en parte la historia de la transformación de aventureros con ambiciones territoriales en naciones-estados y de la relación entre este desarrollo y el triunfo de la universalización de lo individual (véase el capítulo 10 de The Sources of Social Power). Ambos desarrollos se produjeron antes en Occidente, convirtiéndose en rasgos constitutivos del modelo occidental de sociedad nacional. Los Estados se apropiaron de la ventaja adicional de la legitimidad hasta el punto de organizarse para encarnar el mito de que son los protectores de la nación y los garantes del progreso.

Es importante señalar que esta presentación organizativa del Estado presupone un amplio consenso sobre lo que constituye el progreso y sobre la posibilidad de acceder a él a través de una acción deliberada. Quienes defienden otros enfoques teóricos, incluso opuestos, coinciden en que en Europa occidental ha cristalizado el mito del progreso y en algunas de sus consecuencias legitimadoras (p. el., Ferraroti, 1985; Nisbert, 1980). Del mismo modo, en la transformación histórica de aventureros con ambiciones territoriales en naciones-estados subyacía la presunción de que las naciones estaban formadas cada vez más por comunidades de individuos. Ciertamente, el concepto inicial del individuo tenía un significado más restrictivo que en la actualidad. Entre los candidatos excluidos de la condición de individuos figuraban, obviamente, las mujeres y los niños. Con todo, la dinámica universalizadora, acabaría minando no sólo los criterios religiosos y étnicos que determinaban la pertenencia a la nación, sino también los relativos al sexo y a la edad. La nación concebida como agrupación de individuos se convertiría en el mito legitimador dominante y en el nexo de unión entre los individuos y el Estado.

Progreso nacional y socialización de la infancia

El progreso nacional pasó así a depender en gran parte del progreso de los individuos. Para crear una nación más fuerte, mejor integrada y más desarrollada se necesitaban ciudadanos buenos, leales y trabajadores. Poco a poco fue extendiéndose la idea de que el éxito y el desarrollo nacionales eran básicamente consecuencia del éxito y del desarrollo de los individuos. Otros mitos alternativos que definen el interés nacional de forma menos universalista imputan su realización a actividades específicas de familias elitistas y grupos privilegiados ("La batalla de Waterloo se ganó en los campos de juego de Eton"). El mito contemporáneo del progreso nacional sustituye la idea del honor familiar y comunal por la moderna construcción de la dignidad del individuo (Berger, Berger y Kellner, 1973) y por los correspondientes pilares institucionales que sustentan la imagen de que el progreso nacional está impulsado por la acción que emana de los individuos y, de forma más o menos coordinada, por los Estados.

¿Cómo se consigue entonces que los individuos se conviertan en ciudadanos mejores, más leales y más productivos? El carácter universalista de esta pregunta sólo adquiere sentido en el contexto de los supuestos que hemos identificado como mitos legitimadores y, en ese sentido, constituyen dimensiones importantes del modelo occidental de sociedad nacional. La respuesta histórica a dicha pregunta se ha llamado la teoría del descubrimiento de la socialización en el siglo XVIII (Sommerville, 1982). Del mismo modo que el desarrollo nacional dependía del desarrollo individual, así también el desarrollo de los adultos debía estar ligado a las experiencias de la infancia. Las teorías que subrayan la fuerza de la socialización infantil y la continuidad de la personalidad a loa largo de la vida se han visto institucionalizadas no sólo en las nuevas especialidades académicas (psiquiatría infantil, por ejemplo), sino también en la cultura popular (los traumas infantiles como explicación de los desajustes de la personalidad adulta) (Meyer, 1986). Si los niños de hoy serán los hombres del mañana y si el bienestar de la nación depende de cómo actúen éstos, es evidente que la infancia debe ser tema de estudio y de reflexiones profundas. Incluso el valor experimental del papel que desempeñan los niños está sujeto a indagaciones eruditas (p. ej., Rubin, 1980); por otra parte, cada vez son más frecuentes los debates políticos sobre los recursos que necesitan los niños y sobre quién debe suministrarlos (p. ej., Bridgeland y Duane, 1982; Heath y McLaughlin, 1987).

Los cambios en el significado social de la infancia y en la identidad social de los niños se han relacionado con los cambios de actitud frente al sexo, en cuanto sistema a tener en cuenta, y con los experimentados por la posición social de la mujer. Con anterioridad incluso a la incorporación política de las mujeres a través de la ampliación del derecho de voto, la necesidad de mejorar la calidad de los cuidados maternos mediante la escolarización se convirtió en un asunto público. Inicialmente no se reconoció a esta necesidad un alcance muy amplio: si se pretendía que las madres fueran elementos de socialización eficaces, debían estar mejor informadas. A medida de que las mujeres adquirieron la condición de individuos de pleno derecho potencialmente desarrollados y no sólo como madres potenciales de individuos varones, el bienestar de la nación empezó a asociarse con las acciones tanto de los hombres como de las mujeres. Por otro lado, como la personalidad adulta depende de las experiencias infantiles, cuanto acontecía a los niños durante la infancia se convirtió, a partir del siglo XVIII, en tema de preocupación y estudio para loa antecesores de Pollock y la creación de un ciudadano modelo, en el objetivo de la formación (Pollock, 1983).

El nuevo valor asignado al niño refleja sin duda un cambio en los sentimientos, reflejo, a su vez, del nuevo papel que los niños pasaron a desempeñar en el modelo occidental de sociedad nacional. El reino de la infancia se relacionó con el bienestar nacional a través de una teoría de la persona que centraba la atención en la futura contribución del niño a la nación en su conjunto. Esta teoría se impuso sobre las que se concentraban en las contribuciones inmediatas de los niños a unos hogares concretos. El nuevo enfoque podría considerarse una versión primitiva de lo que hoy se denomina teoría del capital humano, pero mientras ésta se limita a analizar la capacidad productiva de los individuos, la teoría occidental de la persona asigna a ésta una "identidad cívica" y una "conciencia interior" (Carrithers y cols., 1985). Al margen de sus deficiencias y sus méritos empíricos, la nueva teoría de la persona encaja perfectamente en el contexto del modelo occidental de sociedad nacional. Sus hipótesis acerca de las relaciones existentes entre la socialización infantil, la participación y productividad de los adultos y el progreso político y económico de la nación, son todavía hoy elementos fundamentales de la ideología moderna. Dentro de este contexto se impulsó el significado social de la infancia y se mejoró la posición social de los niños.

Tendencias transnacionales

El modelo occidental de sociedad nacional resalta los derechos individuales del ciudadano, la autoridad de las naciones-estados y la importancia pública de la infancia. En la medida en que Occidente ha dominado el mundo, su modelo de sociedad nacional debería haberse impuesto a lo largo y ancho del mismo. En general cabría esperar el predominio tanto de los derechos de los individuos como de la autoridad de los Estados, así como una mayor elaboración del significado social de la infancia y de un mayor respeto a los derechos de los niños. La primera parte de este subcapítulo resume anteriores investigaciones transnacionales sobre los supuestos patrones de cambio. A continuación se examina empíricamente la institucionalización educativa de los niños desde tres perspectivas diferentes: a) análisis del crecimiento de la población en edad escolar; b) análisis del aumento de las leyes obligatorias relacionadas con la educación, y c) análisis de los cambios introducidos en el tiempo curricular asignado a las diferentes asignaturas que configuran las ciencias sociales en la enseñanza primaria. Todo ello tiene como objeto aclarar los cambios que se han producido en el proceso de socialización de los niños. Por último y precisamente porque la extensión de la condición de persona y ciudadano a los niños está relacionada con los cambios operados en la posición social de la mujer, se examina también la ampliación universal del derecho de voto a las mujeres.

Derechos de ciudadanía, autoridad estatal y significado de la infancia

Boli-Bennet (1976) ha analizado en profundidad el contenido de las constituciones recopiladas por Blaustein y Flanz (1971). Con los indicadores de la instauración constitucional de los derechos de ciudadanía, de la autoridad estatal y del reconocimiento del significado de la infancia, clasificados en períodos de veinte años desde 1870 a 1970, se elaboran diversas escalas, en las que cada país recibe una puntuación correspondiente a cada uno de los períodos de tiempo. Los hallazgos más relevantes de estos análisis se han publicado en diversas fuentes y, más recientemente, en Thomas y cols. (1987). Los hallazgos son concluyentes: entre 1870 y 1970 ha habido en todo el mundo una clara tendencia ascendente en la puntuación media nacional de las escalas correspondientes a los derechos de ciudadanía y la autoridad estatal. El desarrollo de unos y de otra en los países occidentales no ha inflado artificialmente dicha tendencia, sino que ésta se da en todo el mundo, tal como se desprende del análisis de las tendencias regionales, lo que, entre otras cosas, parece indicar que el modelo occidental está siendo adaptado cada vez más por la ideología oficial reflejada en las constituciones nacionales. Las tensiones existentes entre el individualismo universalista y la autoridad del Estado impregnan también muchas de las leyes fundamentales que rigen a lo largo y ancho del mundo (5).

Estos análisis reflejan asimismo cambios en el significado social de la infancia: en 1870 tan sólo un 2,4 por 100 de las constituciones nacionales (N=47) reconocían que el Estado tenía cierta responsabilidad hacia los niños; en 1970, el 69,4 por 100 (N=142) confirmaba esa responsabilidad. Esta tendencia ascendente es común a todas las regiones del mundo: la infancia se define con más claridad cada vez en términos de programa nacional, es decir, ya no se considera una mera cuestión doméstica. En su evaluación de la posición constitucional de la infancia, Boli-Bennet y Meyer (1978) constataron un creciente reconocimiento de las distintas etapas de la infancia diferenciadas en función de la edad, así como un aumento paralelo del ámbito de la jurisdicción estatal que limita el trabajo de los menores. Los cambios en los sentimientos hacia los niños tienen sus raíces en las nuevas definiciones oficiales de la infancia y en la obligación del Estado de regular el trabajo infantil. Estos cambios no son exclusivos de un país, por lo que las explicaciones de carácter nacional deben complementarse con el comentario general de que los distintos países adoptaron progresivamente un modelo similar de sociedad nacional, en el que la infancia desempeñaba más o menos el mismo papel.

La institucionalización educativa de la infancia

Una respuesta obvia a la pregunta retórica formulada por Zelizer: "además de asistir a la escuela, ¿qué otra cosa hicieron los niños en otro tiempo útiles cuando dejaron de trabajar?" es la siguiente: los niños se convirtieron en alumnos y apenas hicieron nada que tuviera consecuencias públicas. Esta transformación de la identidad social no fue una mera cuestión sentimental. Al estar sujetos al rito institucional de aprobar los cursos, los niños adquirieron la identidad común de alumnos. La infancia como tal empezó también a mostrar una homogeneidad mayor a medida que un nivel de edad más o menos universal empezó a diferenciar a los niños en edad escolar de los más pequeños. La edad escolar se convirtió así en una parte concreta de la vida (Erikson, 1968). Esta estandarización de la infancia vinculaba a los niños con la autoridad pública, a menudo, a través de la creación de ministerios de educación y de la promulgación de leyes obligatorias en materia de escolarización. En el contexto del modelo occidental de sociedad nacional, los niños se convirtieron en alumnos para ser mejores personas y mejores ciudadanos. Dado el triunfo internacional de este modelo, cabría esperar similitudes notorias en los currículos de los distintos países, a pesar de las enormes diferencias en los niveles de industrialización y urbanización, formas de gobierno y patrones etnolingüísticos. Uno de los desarrollos curriculares más relevantes que se analiza en el presente capítulo es el carácter cambiante de los currículos de las ciencias sociales, al que están expuestos los niños que cursan enseñanza primaria.

TABLA 8.1

Cambios mundiales a largo plazo en los porcentajes de matriculaciones nacionales en enseñanza primaria, porcentaje de países con legislación obligatoria en materia de educación, porcentaje de tiempo-curricular nacional asignado a la historia, la geografía y los estudios sociales

1870

1890

1910

1930

1950

1870

1985

1. Porcentaje de
matriculaciones

33,5

(40)

31,9

(75)

33,7

(103)

37,3

(123)

59,9

(128)

72,0

(140)

89,0

(155)

2. Educación
obligatoria

32

(41)

57

(42)

64

(50)

77

(62)

77

(79)

77

(114)

80

(155)

3. Historia (N=27)

3,3

2,4

1,9

4. Geografía (N=27)

3,5

2,9

1,8

5. Estudios Sociales (N=27)

0,7

1,7

3,7

6. Historia (N=37)

3,0

2,1

7. Geografía (N=37)

3,7

2,7

8. Estudios Sociales (N=37)

0,6

2,6

9. Historia (N=74)

2,3

1,3

10. Geografía (N=74)

2,6

1,3

11. Estudios Sociales

2,1

4,8

La tabla 8.1 muestra las tendencias mundiales en la institucionalización educativa de los niños a lo largo de los últimos años. La primera fila recoge el crecimiento del porcentaje de matriculaciones en la enseñanza primaria desde 1870 hasta el presente en los países en que se ha podido encontrar información al respecto. (Este porcentaje se refiere al grupo de edad comprendido entre cinco y catorce años). En ella se reflejan las tendencias de la época anterior a la Segunda Guerra Mundial presentadas en Benevot y Riddle (1988) y el período de posguerra, tal como aparecen en Ramírez y Boli (1982). Los datos referentes a la posguerra se han tomado de publicaciones estadísticas de la UNESCO y los de la época anterior, de varias fuentes, entre ellas, Flora (1983) y Mitchell (1980, 1982, 1983). La tendencia general es de franco crecimiento, desde un porcentaje del 33,5 por 100 en 1870 hasta cerca del 89 por 100 en 1982. [No es ningún secreto que los países más ricos han conseguido una escolarización primaria universal, pero, en cambio, no es tan conocido que el promedio de matriculaciones en los países más pobres (N=90) era del 80 por 100 en 1975]l La tendencia ascendente se hizo aún más evidente después de la Segunda Guerra Mundial, lo que sugiere la existencia de un mayor consenso internacional sobre el valor de la escolarización masiva para el desarrollo individual y nacional (Fiala y Gordon, 1987). Las tendencias regionales reflejan, a su vez, el esquema general.

La segunda fila de la tabla 8.1 indica el porcentaje de países que implantaron la enseñanza obligatoria en un momento determinado, a la vez que muestra el crecimiento de esta medida desde 1870 hasta 1975 en aquellos países sobre los que se dispone de información en relación con esta variable. Los datos se han tomado de diversas fuentes, entre las que figuran los World Survey of Education Handbooks (1955-1971). La tendencia general es también de crecimiento. En 1870, tan sólo el 32 por 100 de los países habían implantado la escolarización obligatoria; en 1940 eran cerca de la mitad y en 1985 la habían adoptado cerca del 80 por 100. (Estas cifras son más bien conservadoras, pues de ellas están excluidos los países donde la escolarización obligatoria no tiene carácter nacional, sino subnacional, por ejemplo, Estados Unidos y otros países que la implantarán en un futuro próximo, como algunas naciones de Africa). Tal como pone de manifiesto esta tendencia, la autoridad estatal que se manifiesta en forma de leyes obligatorias se relaciona de forma creciente con la escolarización de la población infantil. El rito de pasar de curso se convierte así en un tema público por su significado y en un asunto de alcance nacional por su situación organizativa.

¿Qué es exactamente a lo que, con toda probabilidad, quedan expuestos los niños cuando son conducidos en manada a escuelas sometidas directa o indirectamente a las sagradas influencias de la autoridad estatal?. Aunque el debate intelectual centra en gran parte su atención en los currículos ocultos y sus funciones putativas, las investigaciones sobre los currículos oficiales son más bien escasas. No obstante, un proyecto reciente ha analizado los horarios currriculares nacionales y clasificado a una serie de países por la forma en que han distribuido el total de horas lectivas entre distintas asignaturas a lo largo de tres período de tiempo: 1920-1944, 1945-1969 y 1970-1986 (Meyer, Kamens y Benavot, 1987) (6). Asimismo se ha calculado el promedio de horas lectivas que en cada país se ha asignado a determinadas asignaturas en los distintos período de tiempo. De acuerdo con los resultados de esta investigación, no existen variaciones importantes en las horas lectivas que en los distintos países se asignan a las ciencias sociales, pero sí destacan algunas diferencias interesantes en los componentes particulares de los programas de las asignaturas de historia, geografía y estudios sociales. Estas diferencias se recogen también en la tabla 8.1.

El desarrollo de los estudios sociales en los currículos de la enseñanza primaria

En este apartado se analiza la evolución de las asignaturas de historia, geografía y estudios sociales en cuanto materias de los currículos de la enseñanza primaria en tres paneles constantes de países. El primer panel abarca 27 países sobre los que se dispone de información fiable sobre los tres períodos citados. Es importante señalar que en el primer período se dedicaba un 3,3 por 100 del tiempo curricular al estudio de la historia. Entre 1970 y 1986, este porcentaje se redujo al 1,9 por 100- La asignatura de geografía ha tenido una evolución similar, pasando de un 3,5 por 100 en el primer período a un 1,8 por 100 en el más reciente. El porcentaje de tiempo curricular dedicado a los estudios sociales aumenta, sin embargo, de forma espectacular en la quinta fila: el 0,7 por 100 de la época anterior a la Segunda Guerra Mundial se ha convertido en 3,7 en el período contemporáneo. En el segundo se observan cambio similares en 37 países durante los dos primeros períodos. El porcentaje de tiempo curricular asignado a las asignaturas de historia y geografía descendió igualmente, pero, en cambio, aumentó el correspondiente a los estudios sociales. En el tercer panel, que analiza los dos últimos períodos, el número de países sobre los que se dispone de información aumenta a 74. Los cambios que se observan reflejan asimismo un descenso en las asignaturas de historia y geografía y un aumento en los estudios sociales. En cada período de tiempo, las intercorrelaciones entre los escasos porcentajes de horas lectivas dedicadas a la historia, la geografía y los estudios sociales muestran una correlación positiva entre la historia y la geografía y una correlación negativa entre cada una de estas asignaturas y los estudios sociales. Parece como si se pretendiera sustituir el tiempo curricular asignado a las asignaturas más tradicionales, como historia y geografía, por el dedicado a loa estudios sociales.

En Estados Unidos, el declive de la historia y la geografía y el ascenso concomitante de los estudios sociales se denomina irónicamente el triunfo de la "sociología de los bebés" (Ravitch, 1987). Esta crítica forma parte de un movimiento más general que aboga por una reforma educativa más "tradicional". Aplicado a los currículos de las ciencias sociales, este argumento viene a decir que el regreso a las materias más tradicionales salvaría a Estados Unidos de caer en el abismo del analfabetismo cultural. La historia y la geografía se citan a menudo como ejemplos de materias que unen directamente a los estudiantes con su herencia cultural. Por otra parte, se considera que los estudios sociales centran demasiado la atención en el niño, es decir, están demasiado restringidos en su orientación a los intereses y al entorno inmediato del niño. Este análisis de las tendencias mundiales pone de manifiesto que el triunfo de los estudios sociales quizá tenga un carácter demasiado global. Como ya se ha apuntado con anterioridad, una similitud transnacional tan amplia en la dirección de los cambios no puede justificarse simplemente mediante explicaciones nacionales específicas o, lo que es peor, echando la culpa a un puñado de intelectualoides americanos. Parece como si quienes toman las decisiones en materia de educación en todo el mundo se apoyaran cada vez más en un modelo común de socialización en el que el aprendizaje sobre uno mismo y sobre cómo comportarse con los demás ha ganado la partida a los viejos modelos en los que reinaban los héroes y las leyendas. La dignidad de los individuos universales y no el honor de unos pocos con madera de héroes parece ser el esquema cultural de los estudios sociales modernos.

La extensión de la igualdad formal a las mujeres

Las antropólogas feministas suelen afirmar que la falta de reconocimiento público de las mujeres, en comparación con el de los hombres, se debió en parte a su asociación con los niños, cuya posición pública en cuanto grupo era todavía más insignificante (véase Ortner y Whitehead, 1981 y Rosaldo y Lamphere, 1974). Lo que se discute no son simplemente las actividades de las mujeres y los niños, sino la interpretación cultural que se da a esas actividades dentro de la constitución más amplia de la sociedad (Scott, 1986). Al margen de cualquier análisis sobre la dirección causal, es lógico suponer que la mejora de la posición pública de las mujeres debe asociarse positivamente con el aumento del significado social de la infancia y la posición de los niños. A principios del presente siglo, la mujer carecía de una posición política autónoma en la mayoría de los países del mundo. En 1980 había ganado el derecho a votar y a ocupar cargos públicos, excepto en un puñado de países. Según un estudio, tal sólo el 1 por 100 de la población femenina mundial está privada del derecho de voto (Newland, 1975). No obstante, ello no significa que las mujeres hayan conseguido la igualdad total, sino que han logrado cierto grado de igualdad formal frente al Estado, lo que induce a suponer que las desigualdades persistentes entre el hombre y la mujer serán consideradas públicamente injusticias. Del mismo modo, tanto las desigualdades persistentes entre niños y adultos como la calidad asimétrica de sus interacciones han perdido parte de su legitimidad tradicional a través de un proceso similar (Boulding, 1979).

Bien directamente a través de su propio encumbramiento en cuanto "el futuro de la nación" o bien indirectamente a través de su asociación con mujeres que han conseguido mejorar su posición política, de un lado, los niños gozan hoy de mayor identidad social y, de otro, el mundo de la infancia se ha convertido en un asunto socialmente importante de los programas públicos nacionales.

Hasta aquí, el presente capítulo ha analizado las crecientes similitudes transnacionales en la reconstitución de los niños y las ha relacionado con el creciente individualismo universalista y la acrecentada autoridad estatal. A continuación examinaremos algunas diferencias constatadas entre las distintas sociedades y formularemos algunas preguntas para futuras investigaciones.

Las diferencias transnacionales como tema de investigación

Las diferencias de intereses giran en torno a las formas de incorporación política, las características de los derechos de ciudadanía y los tipos de regímenes. La tensión entre los mitos del individualismo universalista y la autoridad estatal refleja también tales diferencias. Entre las preguntas más relevantes figuran las siguientes:

  1. ¿La incorporación de los niños se hace atendiendo a su condición de individuos o como miembros de un grupo determinado basado en la edad?
  2. ¿A qué se da más importancia: a los derechos civiles y políticos de los niños o a sus derechos sociales?
  3. ¿Existe una relación sistemática entre los tipos de regímenes (p. ej., liberal frente a corporativo) y las formas de incorporación/características de los derechos en la medida en que éstos afectan a los niños?

Formas de incorporación y tipos de derechos

Si la incorporación política de los niños se hace atendiendo básicamente a su condición de individuos, las indagaciones eruditas y el discurso político versarán ante todo sobre la extensión de los derechos de los adultos a los niños. Si los adultos tienen derecho a un hombre y a una nacionalidad, los niños también deben tenerlo. Por el contrario no se prestará tanta atención a los derechos pertenecientes a los niños en cuanto grupo de edad específico, por ejemplo, el derecho a tener plenas oportunidades para jugar y divertirse. (Ambos derechos están recogidos en la Declaración de los Derechos de los Niños de las Naciones Unidas). Si el acento se pone en los derechos civiles y políticos, el interés se centrará en las pautas de participación de los niños y en la forma de liberarles de las coacciones ancladas en las costumbres o las leyes, lo que, a su vez, desembocará en debates sobre si las juntas escolares y los bibliotecarios deben prohibir a los niños que lean determinados libros y sobre el tipo de sanción que los padres u otras autoridades pueden imponer a los niños desobedientes, indisciplinados y alborotadores. Esta perspectiva no exige que el Estado actúe directa o indirectamente en nombre de los niños, sino que delimita los tipos de acciones que el Estado u otras organizaciones pueden imponer a los menores.

Por otro lado, si el énfasis se pone en los derechos sociales, interesarán ante todo los derechos de los niños que obliguen a actuar a las autoridades estatales. Si el derecho a una educación elemental impone al Estado la obligación de establecer, financiar y gestionar la escolarización, ese derecho será un derecho social. Sin embargo, si no se reconoce al Estado la facultad de prohibir que otras partes interesadas funden escuelas, ese derecho podría considerarse un derecho civil, por ejemplo, como extensión del derecho de asociación. Los derechos sociales son derechos a obtener recursos, mientras que los civiles y políticos son básicamente derechos de participación (Marshall, 1964).

Regímenes liberales y corporativos

Los sociólogos políticos probablemente afirmarían que los regímenes liberales (p. ej., Estados Unidos) tienden a ocuparse ante todo de los derechos civiles y políticos de los niños y fomentar su incorporación en cuanto individuos, mientras que los regímenes corporativos (p. ej., Suecia) tienden a incorporarlos en cuanto grupo social basado en la edad y a centrar su atención en los derechos sociales. Si estas premisas son correctas, deberían existir diferencias interesantes en relación con la forma en que la infancia y los niños entran en los programas públicos, según sea el régimen. En los regímenes corporativos, por ejemplo, lo lógico sería que el Gobierno dedicara más fondos para financiar programas especiales para niños y que la controversia sobre si las diferenciaciones convencionales entre adultos y niños tienen sentido o son claramente discriminatorias no suscitara demasiado interés público. En los regímenes liberales, las cuestiones relacionadas con la infancia y los niños deberían preocupar más a las instancias del poder judicial que a las de los poderes ejecutivo y legislativo, porque la pregunta clave no es lo que debe hacerse a o para los menores, sino decidir qué comportamientos de los niños y de los adultos que están relacionados directamente con ellos son permisibles. En los regímenes corporativos, la liberación de los niños consistiría en ampliar las medidas protectoras para situarlos más claramente debajo del manto de la autoridad estatal. En los regímenes liberales, ello implicaría probablemente suprimir las barreras que impiden su participación en la sociedad. Desde una perspectiva liberal, las medidas corporativas quizá parezcan demasiado paternalistas, pero, de otra parte, las liberales dejan a los niños excesivamente expuestos a las veleidades del mercado, según criterios corporativos.

La naturaleza del discurso erudito sobre la infancia y los niños debería variar, por tanto, en función del régimen político. En un entorno corporativo, la mejora de las condiciones de vida de los niños debería tener mucha más fuerza en cuanto tema de discusión intelectual, mientras que en las sociedades liberales las corrientes investigadoras deberían tratar ante todo de establecer de qué forma y a qué edad los niños son parecidos a los adultos o deferentes de ellos. En estas últimas hay más probabilidades de que los estudios se centren en la aplicabilidad a los niños de las teorías sobre la personalidad adulta (Thoresen y Pattillo, en preparación) y en la relación coste-beneficios de la infantilización de los adultos. En el primero debería prestarse especial atención a la formación y titulación de profesionales especialistas en cuidados infantiles. El adhesivo "los niños son también personas" resuena en ciertos programas de investigación que reflejan un ambiente liberal. La teoría que afirma que los "niños forman parte de la sociedad" (Overtrup, 1987) y que ésta tiene responsabilidades frente a aquéllos se caracteriza por un tono corporativo más acusado.

A pesar de lo expuesto, no debe darse excesiva importancia a las diferencias constatadas. El enfoque se ha ido ampliando claramente con el paso del tiempo. El mundo de la infancia y la posición de los niños son temas que preocupan a los adultos, sobre los que se ha abierto un debate público en el que abundan las referencias a los derechos individuales, a la autoridad estatal, a la socialización de la infancia, a la participación y productividad de los adultos y al progreso nacional económico y político. Es evidente que para evaluar los cambios y la estabilidad de la posición de los niños a lo largo de la vida se precisarán investigaciones transnacionales e históricas sistemáticas.

Agradecimientos

Esta investigación ha sido realizada con ayuda de la beca SES 8420232 de la National Science Foundation y con el apoyo del Standford Center for the Study of Families, Children, and Youth. Deseo dar las gracias a John Boli, Stanley Brandes, Davi Kertzer, John Meyer, Carmi Dchooler, Aage Sorensen y Maris Vinovskis por los comentarios verbales y escritos a un borrador anterior. Mi agradecimiento especial va dirigido a Marc Ventresca por su ayuda ditorial.

Notas

(*) Universidad de Standford

(1) Maris Vinovskis me indicó que en Fleming existía una versión anterior de esta tesis (1933).

(2) En el libro "The Return of the Bogetman", el criminalista John Irwin afirma que la percepción popular del aumento de los delitos contra los niños forma parte de la reacción general de la sociedad al declive relativo del papel de Estados Unidos en el mundo y al aumento relativo del poder de grupos norteamericanos tradicionalmente subordinados. Iwin arguye también que lo más probable es que los grupos marginados se conviertan en el objetivo de los movimientos de revitalización moral que están surgiendo. Aunque coincido con Irwin en que, históricamente, los grupos marginados han constituido excelentes "cocos" o extraños en el sentido de Simmel, también creo que la vida moderna convierte a cualquiera en un extraño potencial, lo que constituye el paradójico contrapunto a hacer de cada individuo un dios potencial, que es el argumento que Erving Goffman desarrolla en su obra.

(3) Pollock identifica el medio ocupacional de los autores de sus diarios. Aunque obviamente el porcentaje mayor de familias representadas en su recopilación corresponde a las clases más altas, las reflexiones de autores de niveles sociales inferiores son muy similares a las de aquéllas. Es evidente que los autores de estos diarios tenían un nivel cultural mucho mayor que el habitual entre la población de los respectivos períodos relevantes.

(4) Entre los autores que han analizado los escritos de Durkheim sobre el individualismo figuran Giddens (1971), Marske (1987) y Carrithers y cols. (1985).

(5) Existen diferencias regionales en cuanto a la clase de derechos elaborados en las constituciones nacionales. En la Europa del Este, por ejemplo, se da más importancia a los derechos sociales de los ciudadanos (p. ej., derecho a un puesto de trabajo o a una vivienda) que a los derechos civiles y políticos.

(6) No es necesario suponer que entre los planes de estudios oficiales y lo que se enseña hoy día en las aulas a lo largo y ancho de un país existe una clara correspondencia, para reconocer, que tanto los currículos como otras evaluaciones pedagógicas se elaboran sobre la base de los objetivos oficiales y los horarios que figuran en los documentos nacionales. Los dos últimos reflejan metas ideológicas y suministran ayudas para la roma de decisiones, que incluyen categorías a las que hay que amoldar, codificándolas selectivamente, las actividades pedagógicas. Los cambios que se introducen en dichas categorías son, a su vez, reflejo de los cambios en los objetivos oficiales, un proceso que reviste interés por sí solo. La transformación histórica de los currículos nacionales en los estudios sociales y la esfera cívica es el tema de la tesis doctoral de Suk-Ying Wong, School of Education, Standford University.

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