Organización de Estados Iberoamericanos Para la Educación, la Ciencia y la Cultura |
Revista Iberoamericana de Educación Número 3 Descentralización Educativa (1) |
(*) Manuel de Puelles Benítez, Decano de la Facultad de Filosofía y Ciencias de la Educación de la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED), España, y profesor titular de Política y Administración de la Educación. |
Posiblemente no haya problema administrativo sobre el que se haya polemizado más que el de la descentralización. Aunque podríamos caer en la tentación de decir que, en realidad, el problema de toda organización reside en saber dotarse de los medios necesarios para conseguir sus objetivos, así como en su capacidad de adaptación al medio en que se desenvuelve, sin embargo la solución al problema de su estructura orgánica -centralizada o descentralizada- está lejos de haberse resuelto en la mayoría de los países del mundo actual. Como veremos, es un problema que excede notablemente el campo de la organización o de la pura administración.
Su conceptualización no es difícil. Decimos comúnmente que una organización está centralizada cuando el poder de decisión se concentra en el corazón de la organización, formándose a partir de ese núcleo básico una estructura piramidal, de arriba a abajo, donde los diversos escalones que la forman son instancias estrictamente ejecutivas. Por el contrario, se dice que estamos ante una organización descentralizada cuando el poder de decisión es compartido por uno o varios niveles de la organización. No obstante, para muchos autores la idea de la descentralización va ligada a la existencia de varias entidades territoriales que comparten decisiones con el centro, existiendo incluso una tendencia más exigente que une la descentralización a la autonomía local, es decir, al reconocimiento de poderes de decisión a las comunidades territoriales que constituyen el primer escalón de decisión -comunas o municipios-. Según esta concepción, para hablar de descentralización no bastaría con la existencia de un poder de decisión compartido por varios niveles de la organización, ni siquiera sería suficiente una distribución del poder de decisión entre el Estado y otros entes intermedios -llámense estos Estados federados, regiones, departamentos, comunidades autónomas, etc.- sino que sería necesaria una cesión de poderes a las llamadas comunidades territoriales básicas -comunas o municipios-. Esta primera aproximación nos indica, pues, que el tema de la descentralización no es en sí mismo uniforme, sino que admite, en la teoría y en la práctica, diversos grados de realización: desde la existencia de estancias de poder centralizadas, pero con tendencias descentralizadoras, hasta la máxima autonomía local compatible con la unidad nacional.
Ha sido tradicional, por otra parte, tratar el tema de la descentralización desde la consideración de sus ventajas y de sus inconvenientes. Aunque no sea éste el enfoque que se adopta en este documento, tampoco nos parece superfluo recordar muy brevemente las tesis de los autores clásicos.
Desde la perspectiva citada, dos son los argumentos que suelen reconocerse como beneficios de la descentralización: mayor participación ciudadana y mayor eficiencia (se aunan así argumentos políticos y técnicos):
a) desde el punto de vista político, se dice que la descentralización refuerza el sistema democrático al acercar la decisión de los asuntos a órganos locales elegidos democráticamente. Se unen, pues, descentralización y participación.
b) desde el punto de vista de la eficiencia, la descentralización descongestiona el poder central, agobiado por innumerables problemas, permitiéndole centrarse en los asuntos más importantes. Por otra parte, la descentralización facilita la gestión de los asuntos al entregarlos a unos órganos que, por su proximidad, pueden conocerlos mejor y resolverlos con más prontitud.
Pero, como los autores clásicos no dejaron de poner de relieve, la descentralización no está exenta de graves riesgos y peligros, debiendo nosotros subrayar ahora aquellos que explican y justifican el fenómeno tan extendido de la centralización:
a) la descentralización puede exacerbar el sentimiento particularista en detrimento de la conciencia nacional y en perjuicio de los intereses generales (ello explica, entre otras cosas, la necesidad de un minimum de uniformidad en los Estados, conseguido gracias a una organización centralizada que vela por los intereses comunes a toda la nación).
b) la descentralización puede estar condicionada por su propio entorno. Las relaciones personales o las influencias de los grupos de presión suelen ser más difíciles de obviar a la hora de tomar decisiones. En cambio, la objetividad y la imparcialidad se presumen como propias de los órganos centrales.
Pero estas consideraciones, aun encerrando en su seno gran parte de verdad, no dejan de ser abstractas. Los pueblos no eligen fórmulas centralizadas o descentralizadas por un análisis objetivo de sus ventajas e inconvenientes. En realidad, se trata de una opción sobre la que pesan factores históricos y factores políticos que condicionan fuertemente la opción escogida.
Obviamente, ocuparse de los factores históricos que han incidido en este fenómeno nos llevaría demasiado lejos. Pero sí resulta preciso recordar que la centralización fue el instrumento del Estado liberal para la modificación de las estructuras políticas, sociales y económicas del ancien régime, incluyendo aquí los privilegios y fueros locales; pocos autores niegan que la centralización fuera entonces un instrumento de progreso. Por el contrario, cuando, por ejemplo, se implanta la Restauración en Francia (1815), la descentralización fue la bandera de los legitimistas, deseosos de ver florecer de nuevo las libertades locales, es decir, la influencia comunal de la gran propiedad territorial. Casi todos los países pueden presentar ejemplos parecidos.
Las consideraciones históricas explican, pues, por qué la mayoría de los países actuales viven en un régimen de centralización, bien por las dificultades que el moderno Estado nacional encontró en su desenvolvimiento, bien, en el caso actual de los países descolonizados, por la necesidad de hacer frente a las fuertes tendencias centrífugas.
No obstante lo anterior, la historia nos enseña también que ni la centralización ni la descentralización son situaciones estáticas. En los países centralizados, incluso en los férreamente centralizados, no muere nunca la tendencia contraria, la que aspira a una mejor distribución territorial del poder político. Sin salir de la época que convencionalmente designamos como contemporánea, un país tan centralizado como España conoció intentos descentralizadores en 1823, 1836, 1854, 1873, 1931 y 1978. Por el contrario, en países descentralizados desde su nacimiento no han faltado tendencias que han buscado fortalecer el poder central frente a la autonomía de otros entes territoriales: quizá el ejemplo más clásico sea el de los Estados Unidos de América donde desde sus comienzos se percibe una tendencia ascendente, relativamente triunfante, inclinada a incrementar el poder de la Federación frente al de los Estados miembros.
La conclusión es clara: la distribución territorial del poder no es una cosa fijada desde siempre, algo que los pueblos deciden de una vez por todas en el acta de su nacimiento político; no es algo estático sino algo fundamentalmente dinámico. Diríamos más, es una cuestión dialéctica en el sentido hegeliano del término: a mayor poder centralizado se enfrenta siempre una tendencia descentralizadora; a mayor descentralización se opone siempre una fuerza centralizadora. El poder político, desde la perspectiva de su organización territorial, vive así inevitablemente asediado por fuerzas antagónicas, por fuerzas de signo contrario, centrífugas y centrípetas. Posiblemente la propia realidad política así lo exige. De ahí que los Estados centralizados tiendan a utilizar técnicas de desconcentración como respuesta a las fuerzas centrífugas que exigen tal o cual grado de descentralización; por el contrario, los Estados descentralizados tienden a utilizar técnicas de planificación, coordinación y cooperación como respuesta a las fuerzas centrípetas que piden un mayor grado de centralización.
Estas brevísimas reflexiones históricas nos llevan a otra conclusión: el problema de la descentralización es un problema fundamentalmente político, es un problema ligado a la organización territorial del poder del Estado, y es precisamente por esto que la descentralización resulta siempre un tema polémico, mítico a veces, conflictivo siempre. Por eso decíamos al principio que no bastan consideraciones abstractas sobre las ventajas o inconvenientes de la descentralización -los pueblos no eligen por esta u otra razón esta o aquella organización más o menos centralizada-, ni son razones de eficiencia y racionalidad las que deciden el peso de la balanza. Los pueblos eligen una organización centralizada o descentralizada por razones fundamentalmente políticas, y ello se refleja en la carta magna que es la Constitución. De ahí que el tema de la descentralización educativa no pueda desligarse de otro tema mayor, el de la Constitución política del Estado.
En la moderna teoría del Estado hay un término reservado para delimitar ese amplio fenómeno que constituye hoy la organización estatal: la orientación política. Con tal denominación se alude a la determinación de los fines del Estado y a su organización interna, fijado todo ello en el texto básico que es la Constitución. Por tanto, es la Constitución la que nos indica si las formas de organización de un Estado determinado responden a moldes centralizadores o descentralizadores. Pero, al mismo tiempo, la orientación política de ese Estado no es un molde fijo sino que viene formada por las grandes líneas constitucionales que delimitan fines y medios: cabe, pues, dentro de la organización impuesta por la Constitución, un mayor o menor grado de centralización o descentralización.
Según la orientación política de un Estado podríamos decir que sólo hay dos formas de organización territorial, las que responden a las estructuras típicas del Estado unitario y las del Estado federal. Ciertamente, dentro del Estado unitario habría diversos grados (siendo Francia y España, por ejemplo, Estados unitarios tienen, sin embargo, distinto grado de centralización), del mismo modo que dentro del Estado federal no puede hablarse de uniformidad (siendo Suiza y Alemania Estados federales, es evidente que no tienen ambos el mismo grado de descentralización).
Pero los politólogos nos indican también que no es suficiente con la orientación política que se refleja en las constituciones de los pueblos. Utilizando una clásica distinción, podríamos decir que hay diferentes tipos de constituciones: constituciones semánticas -la organización del poder político es puramente formal y tiene poco que ver con la realidad-, constituciones nominales -tienen sólo una aplicación parcial- y constituciones normativas -la organización formal coincide con la realidad-. Es decir, no basta con conocer la constitución de un país, es preciso conocer su realidad política (el ejemplo típico sería el de la URSS antes de la perestroika, un Estado Federal según la Constitución y, sin embargo, un país fuertemente centralizado por la dictadura de un partido único).
Las consideraciones hasta aquí expuestas deberían permitirnos enmarcar el tema de la descentralización educativa dentro de un contexto más amplio, un contexto que arroje luz sobre los diversos problemas mencionados. Por otra parte, tales consideraciones deberían permitirnos apartarnos de una clasificación puramente formal de los sistemas educativos para tratar de ahondar en la realidad de los mismos. Para ello utilizaremos varios modelos, construidos de acuerdo con los tipos ideales de corte weberiano.
Desde que Max Weber utilizara los tipos puros para explicar o representar la realidad, su utilización en las modernas tipologías se ha convertido en un hecho usual. No obstante, conviene hacer varias precisiones al respecto a fin de facilitar la comprensión de los diferentes modelos educativos que se van a exponer a continuación.
En primer lugar, los tipos ideales se conciben como instrumentos intelectuales, herramientas de trabajo que sirven para construir un arquetipo que, en rigor, no existe en la realidad, pero cuya construcción nos permite analizar, ordenar, sistematizar y clasificar esa misma realidad que queremos aprehender. En estos arquetipos incluiremos, pues, aquellos sistemas educativos que respondan en general a las características básicas de cada uno de ellos.
En segundo lugar, debe añadirse que toda elaboración de modelos ofrece cierto grado de subjetividad por parte de quien los construye, tanto por lo que concierne a la fijación de los tipos ideales como, en nuestro caso, a la clasificación de los sistemas educativos de acuerdo con ellos. Esta es, sin embargo, una limitación propia de las ciencias sociales, cuya metodología actual no permite aún mayores grados de precisión en el análisis de la realidad social: la dificultad de acomodar un instrumento de análisis social o político a la realidad, o la complejidad que supone acomodar la realidad al modelo elaborado, no es hoy superable. Pero sí es posible recordar estas limitaciones y revelar las dificultades metodológicas que vayan surgiendo.
La tipología que se propone trata de captar los caracteres de los sistemas educativos desde la perspectiva de la descentralización. Para ello se intenta alcanzar la realidad describiendo los modelos no en función de la organización formal de los Estados -aunque no deje de tenerse en cuenta- sino de la situación real de la distribución territorial del poder. Los modelos se insertan, pues, en una tipología que parte de una situación de gran centralización para llegar a un estadio final de máxima descentralización, pasando por una gama de situaciones intermedias. Obviamente, es aquí, en la inserción de los sistemas educativos en los respectivos modelos, donde se puede rozar la arbitrariedad, pues aun cuando algunos casos no admiten duda alguna, otros presentan rasgos a caballo entre uno u otro modelo. En estos casos habrá que recordar que los modelos siguen siendo solamente tipos puros, herramientas de trabajo, que nos ayudan a comprender la complejidad de la realidad social.
En tercer lugar, existen unos cuantos aspectos esenciales, desde el punto de vista de la toma de decisiones, que tendrían aquí el papel de claves fundamentales para la determinación de un modelo, sea éste centralizado o descentralizado y, en este último caso, para la delimitación de los diversos grados de descentralización. Aun a riesgo de que la elección de estas claves pueda bordear también el subjetivismo, nos parece que hay un alto grado de consenso en los autores alrededor de las siguientes claves fundamentales:
a) ¿quién toma la decisión sobre la ordenación básica de la educación?, es decir: ¿quién determina el número de niveles educativos (primaria, secundaria, etc.) que constituirán el sistema educativo, el número de cursos académicos que integrarán los niveles, la duración de la escolaridad obligatoria, los requisitos de acceso de un nivel educativo a otro?
b) ¿quién establece las condiciones para obtener los correspondientes títulos académicos; quién expide los títulos?.
c) ¿quién toma la decisión sobre el currículo, es decir, el conjunto de objetivos, contenidos, métodos y criterios de evaluación de cada uno de los niveles educativos que componen el sistema educativo?
d) ¿quién controla, inspecciona o supervisa el sistema educativo?
e) ¿quién financia el sistema educativo?
Lógicamente, cuando la contestación a todas estas claves remite a la organización nuclear del Estado, el resultado es indefectible: estamos ante un sistema estrictamente centralizado. Por el contrario, cuando algunas o todas las respuestas remiten a otras instancias o a otras comunidades territoriales, intermedias o de base, podemos estar ante sistemas centralizados con tendencias descentralizadoras, o ante sistemas descentralizados en mayor o menor grado, según el número de claves que respondan en un sentido u otro.
Finalmente, la descripción de modelos se centra fundamentalmente en la organización pública de la educación, pues se estima que la existencia de una organización privada de la enseñanza no afecta, stricto sensu, a la distribución territorial del poder y a la decisión competencial en materia de enseñanza. Tampoco se considera que la participación en la organización de la educación sea un hecho que afecte a la descentralización (aunque sí a su democratización), pues la participación sólo se convierte en un factor real de descentralización cuando alcanza a los niveles de decisión, hecho éste poco común si remitimos la participación a las claves fundamentales que para la descentralización vamos a manejar.
De acuerdo con todo lo expuesto, vamos a considerar como tipos ideales en los que podemos encajar la realidad de los sistemas educativos los siguientes: modelo centralizado, modelo de descentralización intermedia, modelo de descentralización federal, modelo de descentralización federal y comunal, modelo de descentralización comunal y académica.
La educación centralizada constituye hoy el modelo predominante en casi todo el mundo. En este modelo se incluyen países de muy diversas áreas geográficas y con grandes diferencias entre sí, tanto desde el punto de vista de su desarrollo económico como de sus estructuras políticas y sociales. Sin embargo, hay un rasgo común que los une y los caracteriza: todos estos países tienen no sólo un Estado unitario, sino también un Estado fuertemente centralizado. La orientación política de la Constitución suele establecer una organización de los poderes del Estado que apenas permite flexibilidad en la política territorial. El examen real de las instituciones suele señalar que, de hecho, la centralización es asfixiante y que, en general, centralización y democracia no se corresponden (hay notables excepciones como la que representa Francia, país impecablemente democrático y sometido a una organización muy centralizada del poder). Obviamente, cuando la estructura constitucional y real del Estado es fuertemente centralizada, resulta muy difícil que en ese marco pueda darse no ya una organización descentralizada de la educación, sino incluso tendencias descentralizadoras auténticas.
A pesar de las premisas políticas señaladas, podríamos decir que, desde el punto de vista de la educación, no estamos ante un modelo puro. Partiendo de un enfoque descentralizador, podríamos establecer una subdivisión del modelo en dos grandes grupos: de una parte, un conjunto de países que mantiene una organización centralizada de la educación con absoluto rigor; de otra, países que, teniendo un sistema centralizado, presentan ciertas tendencias hacia la descentralización. Entre los primeros incluiríamos los países del área africana, que han seguido el modelo clásico francés como consecuencia de una larga tradición colonial, la mayoría de los países árabes, la mayoría de países de Asia y Oceanía, algunos países europeos (bien por el tamaño, como Luxemburgo, o por una tradición constante, como Irlanda o Grecia), así como determinados países de Iberoamérica (Bolivia, Ecuador, Paraguay, etc.). En el segundo grupo podríamos incluir a países muy distintos y heterogéneos, tales como Portugal o la Francia actual, un número relativamente elevado de países latinoamericanos (Costa Rica, Panamá, Perú, etc.) y un número muy escaso de países de Asia, Africa y Oceanía.
Sin embargo, a pesar de lo expuesto, pensamos que el modelo en todos estos países sigue siendo fundamentalmente centralizado y que la falta de distribución territorial del poder político -de competencias educativas en nuestro caso- es lo que les caracteriza. Efectivamente, en todos y cada uno de los países señalados habría que preguntarse: ¿dónde está el poder real de decisión, en el gobierno central, en sus dependencias periféricas, en las comunidades territoriales intermedias o en las autoridades locales y académicas? ¿Qué tipo de respuesta merecen las claves fundamentales a las que nos referíamos en el epígrafe anterior? En todos los casos la respuesta es inequívoca: el poder de decisión se residencia en el gobierno central. De ahí que, aun a riesgo de cierta simplificación de la realidad, mantengamos un solo modelo de organización de la educación, el modelo centralizado, aunque diferenciemos, porque nos parece importante, los países férreamente centralizados de aquellos que, siendo centralizados, aspiran a un mayor o menor grado de descentralización.
Desde el punto de vista de la organización de la educación, todos estos países tienen un Ministerio de Educación que, con este u otro nombre, forma parte del Gobierno. El Ministerio de Educación es el máximo responsable de la organización. Es frecuente también la existencia de organismos consultivos de ámbito nacional, pero estos son normalmente meros apéndices del Ministerio. La organización administrativa suele articularse en diversos escalones territoriales -regiones y departamentos o provincias-, donde tienen su sede unidades orgánicas del Ministerio, pero tales unidades son pura y simplemente agentes del poder central del Estado, responsables por tanto de la ejecución de las decisiones que se toman en el centro de la organización. Normalmente, todos los Ministerios de Educación disponen de unos servicios de control, inspección o supervisión que garantizan el cumplimiento de las disposiciones emanadas del poder central. En conclusión: todo se decide desde el centro, todo se ejecuta por los órganos locales del Estado y todo se supervisa por los agentes del poder central. Obviamente, las comunidades territoriales básicas carecen de competencias sustantivas en educación.
En este modelo parece inevitable hablar del caso francés, no sólo porque su organización centralizada de la educación ha servido de ejemplo en el pasado a múltiples países de todo el mundo, sino también porque en la actualidad nos presenta un modelo vivo de cambio -o de propensión al cambio, según los escépticos-. Lo que nos parece interesante del modelo francés no es, obviamente, la descripción de una organización que encaja perfectamente en el modelo clásico centralizado -responde afirmativamente y sin duda alguna a todas las claves fundamentales ya enunciadas-, sino la persistencia de una tendencia descentralizadora en el país más centralizado de Europa (algún autor ha dicho que Francia tiene la mayor centralización posible en un régimen democrático).
Pero no sólo la centralización, también la crítica constante e ininterrumpida de la centralización forma parte de la tradición de Francia. En educación, no obstante, los primeros intentos hay que remitirlos al mayo francés del 68. Nos referimos a las medidas descentralizadoras de Edgar Faure, Ministro de Educación Nacional después de 1968, aunque su rápido paso por el Ministerio no le permitió cambios importantes. Es preciso, por tanto, esperar la llegada del Gobierno socialista y de la ley de 1985, relativa a la administración de los establecimientos escolares en relación con las comunidades territoriales. Con anterioridad se habían tomado medidas importantes (en un país como Francia, recordémoslo) tales como la transferencia de la formación profesional a la région (circunscripción territorial nueva que no siempre coincide geográficamente con la demarcación educativa clásica que es la académica), así como la transferencia del transporte escolar a los departamentos.
¿Cuál ha sido el alcance de la ley de 1985? A tenor literal de la ley, su objetivo era el de establecer competencias compartidas entre el Estado y las comunidades territoriales sobre la gestión de la educación (se exceptúa la educación superior o universitaria). La descentralización ha consistido, pues, en atribuir a la región, al departamento y a las comunas o municipios una mayor intervención en la gestión de determinadas materias educativas, fundamentalmente en la construcción, equipamiento y conservación de centros docentes, así como en el funcionamiento de los mismos.
¿Corresponde esta tendencia a una auténtica descentralización? Dicho de otro modo, ¿afecta este cambio político a las claves señaladas más arriba -ordenación básica de la enseñanza, títulos académicos, currículo, supervisión, autonomía financiera?- La respuesta es inevitablemente negativa. Más bien podríamos decir que se trata de medidas correctoras similares a aquellas que los gobiernos centralizados suelen adoptar para corregir los defectos excesivos de la centralización. Como el poder de decisión sobre materias claves permanece, en el caso francés, en el centro, los demás escalones territoriales de la organización sólo reciben una desconcentración de funciones, esto es, una transferencia de tareas, una transferencia de la gestión, pero no facultades decisorias, que siguen reservadas al poder central. Estamos, pues, ante una desconcentración, no ante una descentralización.
Lo cierto es que resulta altamente problemático un cambio legislativo orientado hacia la descentralización sin alterar profundamente la orientación centralizadora de la Constitución. Y aunque dicha orientación deja normalmente un amplio campo para una política legislativa de mayor o menor centralización, esta tarea menos ambiciosa tampoco resulta fácil. Incluso la puesta en marcha de las medidas francesas de desconcentración parece que tampoco ha encontrado un camino hábil para su realización. En el informe que el Ministro francés Monory encargó a Jacques Lesourne en 1987 (informe publicado después en 1989), no sólo se sigue considerando como una característica francesa el centralismo burocrático y jerárquico, sino que se presentan como graves insuficiencias, entre otras, la persistencia de una gestión excesivamente centralizada y la falta de autonomía administrativa, financiera y pedagógica en todos los escalones educativos del Estado.
La descentralización admite muchos grados. De ahí que, para aquellos países de tradición centralizada pero con fuertes tendencias hacia la descentralización, el modelo regional o autonómico presenta posiblemente un gran atractivo. Es un modelo de tipo intermedio entre el centralizado y el federal; comparte con el primero una larga tradición y la atribución de una buena parte de las competencias educativas al Estado, mientras que se asemeja al segundo por la existencia de una comunidad territorial con competencias propias interpuesta entre el poder central y las comunidades locales tradicionales -distritos o provincias y comunas o municipios-. No obstante, debe aclararse que el paso de un modelo centralizado a otro intermedio como el que se presenta, exige normalmente un cambio constitucional y una implantación gradual.
Es, pues, la Constitución la que autoriza la creación de una entidad territorial interpuesta entre el poder central y las comunidades locales, basándose para ello en características históricas, lingüísticas, geográficas, o, simplemente, en la voluntad de la población expresada mediante un procedimiento establecido normalmente en la misma norma constitucional. La creación de esta entidad interpuesta supone, aunque no siempre, una nueva distribución territorial del poder y, en consecuencia, un nuevo reparto de competencias. Pero, aunque ese reparto competencial suponga una fuerte descentralización, nunca llega al grado que se registra en los Estados verdaderamente federales, donde los estados miembros suelen tener competencia exclusiva o cuasi exclusiva sobre la educación.
Durante algún tiempo los autores solían citar aquí el caso de Italia. En efecto, Italia, en la Constitución de 1947, creó una nueva demarcación territorial con entidad y autonomía propias: le regioni. No obstante, esta posibilidad constitucional no empezó a ser aplicada hasta 1972, y sólo llegó a tener cierta virtualidad en 1977, fecha en que se concretó la transferencia de poderes desde la administración central a la administración regional.
Sin embargo, mientras la transferencia de poderes ha sido plena en materias como sanidad o urbanismo, no podemos decir lo mismo en educación. Si nos formulamos las preguntas decisivas, aquellas que tratan de las cuestiones claves que manejamos para la formulación de los modelos educativos, las respuestas son indubitables: el poder central sigue teniendo la competencia sobre la ordenación básica del sistema educativo italiano, regula y expide los títulos académicos, determina el currículo para toda la nación, inspecciona toda la enseñanza y, finalmente, financia la totalidad del sistema educativo.
Entonces, ¿las regiones no tienen competencias educativas? No sobre los extremos mencionados, sí sobre otras materias de menor relevancia. Así, las regiones tienen competencias legislativas y de planificación sobre las construcciones escolares, las ayudas a los alumnos y la formación profesional, aunque la ejecución corresponde a las provincias y a las comunas. La competencia sobre construcciones escolares se centra fundamentalmente en la planificación y reparto de la financiación que se recibe del gobierno (que se reserva el establecimiento de las normas arquitectónicas de carácter general); la de ayudas al estudio se circunscribe a becas para el transporte y comedor escolares; la formación profesional se reduce a la que tiene carácter extraescolar, es decir, a la que depende del Ministerio de Trabajo italiano.
El examen de la realidad muestra, pues, que ni la creación de las regiones ni la promulgación de los llamados decreti delegati han alterado el hecho tradicional de que todas las decisiones importantes se tomen en Roma. En la administración educativa siguen siendo clave los provveditori agli studi y los mismos directores escolares siguen siendo nombrados por la autoridad central. Es cierto que en Italia se ha dado un paso importante regulando la participación de padres, profesores y alumnos en los consejos escolares, pero es una forma de participación que no incide directamente en las verdaderas decisiones del sistema educativo italiano.
El caso italiano es, por tanto, un ejemplo típico de lo que se señalaba al principio. Si nos atenemos al estudio de las instituciones formalmente descritas en la Constitución, sin duda está bien incluido en el modelo que estudiamos, pero si nos atenemos al funcionamiento real podríamos decir que estamos ante un modelo centralizado con tendencia hacia la descentralización, tal y como ocurre en el caso francés. ¿Estamos entonces ante una constitución semántica que nada tiene que ver con la realidad? No, más bien estamos ante una constitución nominal o de aplicación parcial a la realidad. Es precisamente la implantación parcial de la administración regional la que nos invita a matizar su inclusión como modelo educativo. Lo incluimos como modelo intermedio porque, a diferencia del caso francés, tiene un respaldo constitucional que esconde en sí una virtualidad propia, una fuerza expansiva cuya realización no puede descartarse del todo en un futuro próximo; en realidad, el caso italiano ocuparía un puesto intermedio entre el modelo centralizado con tendencia hacia la descentralización y el modelo auténticamente regional, es decir, ocuparía un puesto intermedio entre el caso francés y el caso español.
Ya se hizo somera mención al principio de que España ha sido no sólo un país de fuerte tradición centralizadora, sino también de tendencias descentralizadoras no menos fuertes (recuérdese, por ejemplo, que en 1873 España estuvo a punto de tener una constitución federal). Esa larga tradición no debe olvidarse a la hora de explicar la Constitución de 1978, constitución que se inspira en parte en la de la II República de 1931, la que creó el Estado regional como forma intermedia entre el Estado unitario y el Estado federal.
El caso español es antitético del italiano por varias razones. En primer lugar, es un proceso dinámico que se produce inmediatamente después de promulgada la Constitución de 1978; así, mientras en Italia transcurrieron treinta años hasta que se produjeron los primeros traspasos, en España se producen prácticamente al día siguiente de promulgarse la Constitución (la primera transferencia educativa, una de las más difíciles políticamente, comienza a efectuarse en 1981, es decir, tres años después de la Constitución). En segundo lugar, la Constitución española ha ido seguida de la publicación de los estatutos de autonomía (tantos como regiones o comunidades autónomas), que delimitan y precisan, junto con la Constitución, el reparto competencial entre el Estado y las comunidades autónomas. En tercer lugar, es un proceso abierto a futuros cambios y modificaciones: los estatutos, por ejemplo, reconocen al Estado la potestad de dictar normas básicas de desarrollo de los preceptos constitucionales en materia de enseñanza, lo que supone que, en virtud de esta potestad legislativa del Estado, algunas competencias educativas pueden sufrir modificaciones o precisiones, ampliaciones o restricciones (un ejemplo de ampliación de competencias viene dado por la nueva Ley de Ordenación General del Sistema Educativo, aprobada en 1990, que ha reconocido a las comunidades la facultad de expedir títulos académicos, competencia que no tenían con las normas básicas anteriores). En cuarto lugar, aunque todas las comunidades autónomas tienen las mismas competencias, reconocidas por la Constitución y sus estatutos, no todas acceden al mismo tiempo (en la actualidad sólo siete de las diecisiete comunidades existentes han accedido a la plena competencia en materia de enseñanza).
Lo más significativo del modelo, sin embargo, es el reparto de competencias entre el gobierno central y las comunidades autónomas. Un examen de dicho reparto, a la luz de las claves fundamentales que estamos utilizando, indica que nos encontramos ante un modelo intermedio: el Estado se reserva las normas básicas sobre la ordenación general del sistema educativo, la regulación de las condiciones para la obtención de los títulos académicos y la fijación de una parte del currículo nacional; en cambio, las comunidades autónomas tienen autoridad plena sobre los centros docentes, profesores y alumnos; expiden los títulos académicos, supervisan o inspeccionan el subsistema educativo que se les ha transferido y gozan de una amplia autonomía financiera. Quizás sea importante destacar que la Ley de 1990, anteriormente citada, atribuye al Estado la fijación del currículo nacional básico, siendo competencia de las comunidades autónomas completar este currículo de acuerdo con sus propias necesidades. A estos efectos, el currículo nacional básico en ningún caso requerirá más del 55 por 100 del horario escolar en el caso de las comunidades autónomas que tienen lengua propia distinta del castellano (Baleares, Cataluña, Galicia, País Vasco y Valencia), y del 65 por 100 para aquellas que no la tengan.
Del examen del reparto competencial se deduce que las competencias que el poder central se ha reservado son importantes desde el punto de vista de las decisiones básicas que afectan a un sistema educativo. Por ello, la fórmula española está lejos de los Estados federales, donde el poder central apenas tiene competencias en educación. Pero, por otra parte, el caso español, desde el punto de vista de la descentralización, no supone la existencia de medidas meramente correctivas del poder central, medidas puramente desconcentradoras: el Estado ha suprimido sus direcciones provinciales en las comunidades autónomas que ya han recibido sus transferencias, ha traspasado a las autoridades autonómicas todo el profesorado y todos los centros docentes -incluidas las universidades-, ha transferido en su totalidad la inspección técnica, ha dado amplia intervención a las regiones en la delimitación del currículo nacional, ha traspasado la competencia relativa a la expedición de títulos académicos y ha otorgado autonomía financiera a las comunidades mediante los procedimientos previstos especialmente en la Constitución. Diríamos que el caso español supone una cuasi total descentralización administrativa y una parte significativa de descentralización política. La descentralización administrativa no es total porque el Estado sigue conservando algunas, muy pocas, competencias en las comunidades autónomas (por ejemplo, la administración de los centros docentes extranjeros radicados en las comunidades). La descentralización política es significativa porque las comunidades, respetando las normas básicas del Estado, tienen amplia potestad legislativa, lo que, unido a la autonomía financiera, permite a las comunidades la adopción de políticas educativas diferentes, distintas incluso a las del gobierno central.
Pero quizás lo más interesante del caso español es que a pesar de haber sido un país de una fuerte tradición centralizadora, el modelo esté funcionando realmente (la séptima transferencia, la que corresponde a Navarra, se culminó en septiembre de 1990). Ciertamente, el modelo funciona no sin tensiones entre el gobierno central y los gobiernos de las comunidades autónomas, en parte por la tensión inevitable que existe siempre entre las fuerzas centrífugas y centrípetas de un país, en parte por cierta ambigüedad de las leyes descentralizadoras que ha motivado múltiples conflictos ante el Tribunal Constitucional (obviamente, el poder central tiende a dar una interpretación restrictiva de dichas leyes, mientras que las comunidades autónomas se inclinan siempre por una interpretación expansiva). La tentación centralizadora, sin embargo, sigue presente. Y lo está no sólo en el Ministerio de Educación, sino también en los gobiernos de las comunidades autónomas, que han reproducido en su esfera territorial los modelos centralizados de la Administración del Estado, dando escasa o nula participación a las demás comunidades territoriales que se integran en el mismo ámbito regional -provincia y municipio-.
Queda como incógnita del modelo saber cómo funcionará cuando se haya realizado la transferencia de servicios educativos a las diez comunidades restantes, proceso que culminará en esta década. En este sentido hay que decir que las fórmulas de coordinación y cooperación previstas hasta el momento son pobres y de escaso funcionamiento (el gobierno central no se ha preocupado demasiado de este problema al poder ejercer aún toda la competencia sobre parte del territorio nacional). De estas fórmulas sólo merece destacarse la Conferencia de Consejeros de Educación de las Comunidades Autónomas, presidida por el Ministro de Educación, organismo de influencia alemana pero que carece del vigor institucional y de la repercusión del modelo en que sin duda se inspira (por otra parte, hasta el momento no ha sido objeto de regulación).
Los Estados federales ocupan un lugar minoritario en el concierto mundial. Más aún, dentro de ellos, no todos los Estados tienen una constitución normativa, es decir, no siempre la organización y atribuciones de los poderes previstos en la carta fundamental coinciden con la práctica política. Nosotros vamos a limitarnos ahora a examinar el tipo de descentralización que se da en los Estados federales con constituciones normativas y, dentro de ellos, sólo a aquellos Estados federales cuya descentralización se agota básicamente en los Estados miembros. De este modo, siguiendo con la metodología de los tipos ideales, después de haber analizado los países de régimen centralizado pero con tendencias descentralizadoras, y los que han dado un paso importante en el camino de la descentralización -modelo intermedio-, daremos otro paso más en la construcción de los tipos ideales para explicar la situación de aquellos países que poseen un grado mayor de descentralización, no sólo porque han dotado a unos entes territoriales de autonomía, sino también de cierta soberanía.
En este modelo, los entes territoriales que han visto reconocer su condición estatal en la Constitución federal han conseguido también que se les atribuya la educación prácticamente en exclusiva. Pero, por otra parte, son países en los que la educación aparece centralizada en los Estados miembros, sin que las demás comunidades territoriales tengan un papel importante en los asuntos educativos. Habría, pues, una descentralización por arriba -el gobierno central, la Federación carece de competencias constitucionales en educación- y una centralización por abajo -los distritos y comunas carecen de competencias decisorias en la enseñanza-. No obstante, ésta no es una solución estática. Las fuerzas centrípetas, aquellas que tratan de robustecer el poder de la Federación, no han cesado de aumentar, del modo que sea, las competencias educativas del gobierno de la nación, sin que se pueda decir lo mismo respecto de las fuerzas centrífugas de las comunidades territoriales inferiores, a las que les resulta difícil aumentar sus competencias.
Responden a este modelo, por ejemplo, Australia o la República Federal Alemana (de los países iberoamericanos federales -Argentina, Brasil, México y Venezuela- parece que es Brasil el que más ha avanzado en el camino de la descentralización federal). A veces se incluye también a Suiza que, sin embargo, nos parece que responde a un modelo más descentralizado y por ello más complejo. Pero, sin duda, es la República Federal Alemana quien de todos ellos constituye hoy un paradigma (no entramos ahora en la repercusión que tendrá en un futuro inmediato la unificación alemana y la posible reconversión o no del sistema educativo de la fenecida República Democrática Alemana).
En el caso alemán, es la misma Constitución, la Ley Fundamental de 1949, la que reconoce a los Länder o Estados miembros la soberanía en materia de enseñanza y de cultura, soberanía que los Estados guardan celosamente. La realidad también confirma las previsiones constitucionales: la aplicación de las claves fundamentales que estamos manejando da una respuesta positiva a todas ellas si las relacionamos con los Länder. En efecto, los Estados miembros ordenan el sistema educativo de su territorio, regulan y expiden los títulos académicos, establecen el currículo, supervisan y financian el sistema. El punto clave se encuentra ahora en la relación entre el Land y las autoridades locales de su territorio. Se puede decir que es norma general, de acuerdo con una tradición establecida en los siglos XIX y XX, que las cuestiones externas a la escuela son competencia de las autoridades locales (construcción de centros docentes, su mantenimiento y su equipamiento), mientras que las cuestiones internas están reservadas a los Länder (estructura del sistema educativo, organización escolar, programas de estudio, selección, formación y retribución del profesorado, control, etc.). Es decir, que las autoridades locales no tienen participación alguna en las decisiones básicas, propias de los Estados miembros, a pesar de que realizan una importante aportación financiera respecto de las llamadas cuestiones externas. En síntesis, el modelo alemán presenta una gran descentralización en los Länder por parte de la Federación o poder central, y una gran centralización si se examina el problema desde la perspectiva de las comunidades locales.
Pero incluso la descentralización operada en los Länder por la Ley Fundamental de 1949 no es tampoco una situación estática. No lo es porque la tendencia centrípeta que representa el poder central, el poder de la Federación, no ha dejado de presionar sobre los Estados miembros para asumir competencias (tendencia que, como sabemos, se revela en todos los Estados federales prácticamente desde su fundación). El camino recorrido por las fuerzas centrípetas lo evidencia con creces:
a) Antes incluso de que la Alemania Occidental tuviera su constitución política, los Ministros de Educación de las diversas zonas de ocupación se reunían formalmente para resolver problemas de coordinación, creándose en 1948 un secretariado permanente.
b) En 1949 se pone en marcha la Conferencia Permanente de Ministros de Educación, con una estructura orgánica muy desarrollada (un pleno, una mesa directiva, un presidente, comisiones y un secretario general). Aunque nace como organismo de coordinación de las diversas políticas educativas, es también, sin duda, un instrumento que trata de evitar una excesiva descentralización.
c) En 1953 se crea el Comité Alemán de Educación y Cultura, integrado por un grupo de expertos independientes, con la misión de formular recomendaciones y elaborar informes. Que el Comité era sensible a la preocupación de determinados sectores de la población ante la creciente diversidad del sistema educativo alemán lo muestra su trabajo más importante, el que dio a la luz en 1959 con el título de Plan de conjunto para la transformación y unificación de la enseñanza. El Comité desapareció en 1964.
d) En 1965 se crea el Consejo Alemán de Enseñanza, integrado ahora por autoridades educativas, profesores y destacadas personalidades, con una finalidad parecida a la del Comité desaparecido en 1964.
e) En 1969 se aprueba una enmienda constitucional que reconoce a la Federación el derecho a dictar normas básicas en cuanto a los principios generales de la enseñanza superior, así como la posiblidad de cooperación con los Länder en materia de planificación educativa.
f) En el mismo año de 1969 se crea el Ministerio Federal de Educación y Ciencia con atribuciones muy delimitadas y precisas -fundamentalmente relativas a la enseñanza superior o universitaria-, pero pronto el gobierno central mantendrá una interpretación extensiva de estas atribuciones. Fruto de la labor del Ministerio Federal han sido la Ley General Universitaria, la Ley de Enseñanza a Distancia y la Ley de Promoción de Puestos de Aprendizaje.
g) En 1970 se establece una Comisión Federación-Estados para la Planificación Educativa y la Promoción Científica, cuyo principal fruto ha sido el famoso Plan Global de Educación, que encierra en sí un plan de desarrollo educativo y unas directrices comunes hasta 1985. No debe omitirse aquí que dicho plan ha encontrado serios obstáculos para su realización.
Si hemos pormenorizado el proceso en el que se manifiestan las tendencias centrípetas es porque nos parece paradigmático para las relaciones, siempre difíciles, entre el poder central y los poderes de las demás comunidades territoriales. La tensión entre la uniformidad y la diversidad se hace quizás más patente cuando se cierne sobre el sistema educativo. De una parte, los Estados miembros son lógicamente muy celosos de sus competencias, pero, de otra, tienen que hacer frente a las inquietudes de amplios sectores de población que no desean una diversidad que promueva sistemas escolares muy distintos, con los subsiguientes problemas de convalidaciones de títulos académicos, diferencias importantes en los currículos, diversas edades de acceso a los niveles educativos, etc. Los Estados miembros saben que, a la postre, estas divergencias pueden dificultar de hecho la libertad de circulación dentro de la nación, y que su acentuación puede poner en peligro la necesaria cohesión nacional. Por su parte, el poder central, que tiene la responsabilidad de garantizar la igualdad básica de todos sus ciudadanos, no puede permanecer ajeno a las dificultades de todo tipo que surgen cuando conviven dentro de un mismo territorio nacional sistemas educativos muy dispares. Esta tensión explica que con relativa frecuencia salga a la palestra pública el tema de la reforma de la Ley Fundamental a fin de reforzar los poderes de la Federación. En esos momentos los problemas que se discuten son casi siempre los mismos: conveniencia de unificar la duración de la escolaridad obligatoria, necesidad de homogeneizar el tránsito de la enseñanza primaria al primer ciclo de la enseñanza secundaria -y de éste al segundo ciclo-, validez de los títulos en toda la nación, contenidos básicos de la formación profesional, etc.
No obstante, estos problemas tratan de resolverse normalmente sin acudir a fórmulas políticas, no siempre posibles, como sucede con la reforma constitucional. En efecto, los países incluidos en este modelo suelen arbitrar fórmulas de coordinación y de cooperación. Sin embargo, la coordinación suele ser vista con recelo por los Estados miembros, aunque se cubra con el manto de la planificación, porque temen que debajo de esas técnicas se oculte la voluntad centrípeta del poder central (lo que explica, en el caso alemán, las dificultades, por ejemplo, del Plan Global de Educación). Por otra parte, las técnicas de cooperación no se han desarrollado lo suficiente, quizás porque resulte difícil cooperar cuando en el fondo de las cosas late un conflicto de poderes o, en el mejor de los casos, una distinta interpretación de lo que se considera el interés general de la nación.
Existen pocos países en los que funcione realmente una estructura federal que otorgue plenas competencias a los Estados miembros y, al mismo tiempo, facilite o permita una descentralización en otras entidades territoriales más pequeñas. Constituye un fenómeno minoritario que haya países que tengan una auténtica tradición federal o que posean una fuerte tradición comunal, pero que aunen estas dos características es sumamente escaso, posiblemente porque pocos países, sin una larga tradición para ello, pueden asumir la triple tensión que representa este tipo de organización: la tensión competencial que se produce entre las aspiraciones del gobierno federal, las del gobierno de los Estados y las de las autoridades locales. Obviamente, no se trata sólo de una cuestión de tradición -en definitiva de una historia vivida juntos de una determinada manera-, sino también de tener una constitución y una praxis políticas que avalen o posibiliten esta forma de descentralización federal y comunal. A este respecto, pensamos que hay dos países, Suiza y los Estados Unidos de América, que pueden simbolizar todas las características de este modelo.
No es muy usual ocuparse de Suiza como modelo, ni siquiera entre los estudiosos de la educación comparada, salvo algunas referencias generales. Quizás porque se considere que en cada cantón, en cada estado miembro de la Confederación, la realidad escolar es distinta, sin que existan normas generales de ámbito nacional. Por eso suele afirmarse que Suiza no posee un sistema educativo sino veintiséis sistemas educativos, tantos como cantones. Sin embargo, por debajo de esa heterogeneidad, complicada por la existencia de competencias educativas en las comunas o municipios, puede observarse la presencia de unos principios generales que informan el sistema educativo suizo.
El primer principio que debemos destacar es que, como a veces se ha indicado, la educación es en Suiza una cuestión de Estado fruto de un doble pacto: un pacto constitucional que reconoce la soberanía de los cantones en materia de enseñanza, y un pacto social que reconoce la contribución de la escuela a la identidad nacional suiza. Aunque ambos pactos operan de modo latente y continuo, a nosotros sólo nos interesa ahora ocuparnos del primero.
El pacto constitucional arranca de 1815, cuando los cantones suizos se unieron en una confederación de carácter contractual que exigía la unanimidad para la toma de decisiones. En 1848, después de una guerra civil, una nueva constitución política transformaba la confederación en una federación, donde las decisiones se tomarían por mayoría (pertenece a la singularidad suiza, y a su espíritu de pacto, el hecho de que formalmente siga manteniendo la denominación de Confederación, cuando de iure es una federación desde hace más de un siglo). La Constitución actual data de 1874, aunque haya sufrido más de noventa revisiones, muchas de ellas relativas a la educación.
El segundo principio general estriba en las características del reparto constitucional de competencias educativas y su triple nivel de atribución:
a) Competencias de la Confederación: la Constitución de 1874 sólo atribuía competencias a la Confederación en el nivel superior o universitario, sin perjuicio de que ésta debía velar por el cumplimiento de las obligaciones educativas que tienen los cantones. Posteriormente, en sucesivas reformas constitucionales, se ampliaron las competencias de la Confederación, sobre todo por lo que respecta a la formación profesional y a los títulos académicos. No obstante, no existe en Suiza el Ministerio Federal de Educación.
b) Competencias de los cantones: aunque la Constitución sólo les otorga competencia en el nivel de enseñanza primaria, tradicionalmente han ido extendiendo su competencia a los demás niveles, incluido el universitario (lo que sin duda constituye hoy lo que los politólogos llaman una convención constitucional, es decir, un uso con fuerza similar a la de una norma constitucional). Los cantones reciben subvenciones de la Confederación para el desarrollo de sus competencias.
c) Competencias de las comunas: aunque la Constitución federal helvética no contiene prescripción alguna al respecto, las constituciones de los cantones suelen establecer distintos grados de descentralización comunal o municipal. Generalmente las comunas tienen amplia competencia en la educación preescolar y en la educación obligatoria (la competencia puede abarcar, según los distintos cantones, desde la construcción de escuelas hasta la selección y administración del profesorado). En las grandes ciudades, las comunas suelen ser titulares de centros docentes de enseñanza secundaria, de formación profesional y de enseñanza artística. Finalmente, las comunas reciben subvenciones de los cantones para el desarrollo de estas competencias.
Se trata, pues, de una descentralización a tres bandas, si bien el examen competencial de las claves fundamentales inclina la balanza a favor de los cantones; en rigor, tendríamos que decir que se trata de un modelo estrictamente federal, pero, en virtud de las leyes descentralizadoras dictadas por los cantones, este modelo es también, en no pequeño grado, comunal. Ello no quiere decir que no existan tensiones, especialmente por lo que se refiere a las relaciones del gobierno central y el gobierno de los cantones (con ello Suiza, a pesar de su peculiaridad, rinde tributo a lo que es una constante de todos los Estados federales). La tendencia centrípeta, propia de los poderes centrales, también se ha manifestado aquí en diversas ocasiones, especialmente en 1973 cuando, al amparo de una opinión pública favorecedora de una uniformidad mínima, se intentó revisar la Constitución federal para establecer que la enseñanza es de dominio común de la Confederación y de los cantones. Aunque esta enmienda fuera rechazada, el problema está lejos de haber sido resuelto, aunque tanto en el pasado como en la actualidad la coordinación ha sido siempre una cuestión a la que los cantones han sido especialmente sensibles.
La coordinación está asegurada por la Conferencia Suiza de Directores Cantonales de Instrucción Pública. Creada en 1897, reune a los ministros de educación de los diferentes cantones, y sus decisiones, aunque no son obligatorias, constituyen un compromiso para los respectivos cantones. Precisamente es esta Conferencia permanente la que dio a luz en el año 1970 al Concordato sobre la coordinación escolar, una institución intercantonal de derecho público que regula la relación entre los cantones y entre éstos y la Confederación. Entre otras cosas de interés, el Concordato estableció unas normas comunes de obligado cumplimiento para todos los cantones, relativas a la edad de entrada en el nivel de educación primaria, a la duración de la escolaridad obligatoria, a la duración de la educación secundaria y a la fecha de inicio del curso académico.
El caso de los Estados Unidos de América resulta más conocido. Pero también aquí la primera impresión es la de una extraordinaria variedad, a veces muy próxima al caos. Ello es así porque no sólo hay tantos sistemas educativos como Estados miembros de la Federación, sino también tantos como comunidades locales existen. De ahí que algún autor haya hablado de una constelación de sistemas educativos, de una pluralidad que es no sólo cuantitativa, sino también cualitativa. Sin salirnos del tema que nos ocupa, podemos registrar, por ejemplo, que la ciudad de Nueva York tiene un sistema educativo altamente centralizado, mientras que el Estado de Nueva York se divide en más de quinientos distritos, todos ellos dotados de una notable autonomía.
Estamos, pues, ante una diversidad de sistemas. Pero por debajo de esta diversidad podemos constatar la existencia de tres instancias de poder que, de un modo u otro, deciden en materia de educación.
La primera instancia es la que constituye el Gobierno federal. Ciertamente, la Constitución estadounidense no atribuye poder alguno a la Federación en materia de enseñanza. Más aún, la enmienda décima otorga indirectamente esta competencia a los Estados miembros. Sin embargo, también aquí se manifiesta esa tendencia centrípeta propia de los poderes centrales, hasta el punto de que una de las características de este modelo es precisamente el creciente intervencionismo de la Federación en ésta y en otras materias.
Aunque en 1867 se creara la Oficina Federal de Educación con fines muy delimitados de información y asesoramiento a los Estados, la Oficina fue progresivamente accediendo a mayores responsabilidades a través de las subvenciones a los Estados, la administración de programas federales y la prestación de servicios. Este intervencionismo se hizo especialmente visible después de la segunda guerra mundial, culminando en 1979 con la transformación de la Oficina en un ministerio federal, el Departamento Federal de Educación.
La segunda instancia viene representada por los Estados miembros. La mayoría de las constituciones de estos Estados les atribuye expresamente la responsabilidad en el establecimiento, mejora y ordenación del sistema educativo. Aunque, como sabemos, la tradición de autonomía local de las comunidades básicas fue siempre muy fuerte en los Estados Unidos de América, también fue creciente el grado de intervencionismo de los Estados miembros, primero a requerimiento de las organizaciones de profesores, más tarde a instancias de las propias autoridades locales, cuyas demandas de financiación estatal las hacía cada vez más vulnerables y, finalmente, por propia iniciativa de los órganos legislativos y de gobierno de los propios Estados (en la actualidad, es raro el candidato que en su campaña electoral para la proclamación de gobernador no incluya la educación en su programa).
Pero el peso fundamental del sistema educativo estadounidense recae sobre las comunidades locales, esto es, sobre las famosas juntas de distrito. Esta tradición de gestión y administración locales se remonta a la época colonial, en que la lejanía de las autoridades metropolitanas obligaba a las pequeñas localidades a resolver sus problemas por sí solas. Esta tradición impuso a los Estados el reconocimiento de la autonomía escolar de sus distritos, autonomía que va desde la libre contratación de profesores hasta la elaboración de sus propios planes de estudios, sin que quepa olvidar competencias tan importantes como el diseño arquitectónico y la construcción de escuelas o la supervisión escolar. Fuerza es, pues, reconocer que el examen del caso estadounidense a la luz de las claves fundamentales presenta un grado mayor de descentralización que el suizo, porque la autonomía de las autoridades locales es aquí mayor. Este caso presenta, posiblemente, el mayor grado de descentralización que puede permitirse una nación sin quebrar la cohesión interna de su organización política.
¿Qué decir, entonces, de los que creen que más que ante una constelación de sistemas estamos muy cerca de un caos? La verdad es que el entrecruzamiento de estas tres instancias -federal, estatal y local- no está exento de importantes interconexiones. Así, por ejemplo, una comunidad local puede contratar libremente al profesorado, pero sólo puede hacerlo de entre aquellos que estén en posesión de la licencia que otorgan los Estados; un Estado puede pretender que los contenidos mínimos del plan de estudios de determinadas escuelas se ajusten a ciertos puntos que estima necesarios, pero, a la vez, se verá obligado a insertar otros para beneficiarse de la financiación federal. Las mismas juntas de distrito que se autofinancian en gran parte (alrededor de un 40 por 100) tienen necesidad de acudir a la financiación del Estado (que suele aportar hasta otro 40 por 100), siendo inevitable en último término acudir a la financiación federal. Posiblemente, las subvenciones federales y estatales hayan sido el medio más eficaz para imponer cierta homogeneidad, sin la cual no son posibles ni los sistemas educativos ni las organizaciones políticas.
Se ha dicho que en Francia la dirección de la educación la ejercen los funcionarios del Estado, en la antigua URSS el comisario político, en Estados Unidos el pueblo -las juntas de distrito- y en Inglaterra los profesores. Esta consideración del caso inglés, sólo válida antes de la promulgación de la Education Reform Act de 1988, ponía de relieve un hecho singular: la descentralización en Inglaterra ha tenido su base no sólo en las autoridades locales, sino que ha llegado también hasta el interior de los centros docentes (hablamos de Inglaterra cuando en realidad tendríamos que hablar del Reino Unido: hay tres subsistemas educativos -el de Inglaterra y Gales, el de Irlanda del Norte y el de Escocia-, si bien no deberíamos olvidar que todos juntos totalizan una población de 56 millones de habitantes, de los cuales 47 pertenecen a Inglaterra; si a ello unimos la influencia ininterrumpida del espíritu inglés, se justifica que nos fijemos en el sistema educativo de Inglaterra como subsistema predominante).
No deja de ser también altamente significativo que durante el largo siglo XIX Inglaterra haya carecido de un sistema nacional de educación, a diferencia de los demás países europeos y americanos. Esto, sin duda, forma parte de la llamada peculiaridad inglesa.
En efecto, no es hasta la ley Balfour de 1902, la ley que crea las famosas Local Education Authorities -las LEAs-, que puede hablarse en Inglaterra de un sistema público de educación. Este sistema, basado fundamentalmente en las competencias de las autoridades locales, será consagrado por la Education Act de 1944 como un sistema nacional administrado localmente. Pero, paradójicamente, en 1944 se crea también el Ministerio de Educación. La ley de 1944 trata ya de guardar un difícil equilibrio encomendando al nuevo Ministerio la política nacional de educación y a las autoridades locales la ejecución de esa política. Ciertamente, del contexto de la ley se deduce que la autonomía de las autoridades locales permanece intacta, pero ello no impide constatar el ascenso de la tendencia centralizadora, nunca ausente del todo en la sociedad inglesa.
El Ministerio de Educación creado por la ley de 1944 era, sin duda, muy diferente a los demás ministerios europeos. El Ministerio inglés no era titular de los centros públicos, no los administraba, no nombraba su profesorado, no determinaba los libros de texto, los métodos de enseñanza o el currículo. Estas funciones seguían correspondiendo a las LEAs, que tenían plena competencia académica en todos los niveles educativos, salvo la educación universitaria, junto con otras relativas a la construcción de escuelas, incluidas las de nivel superior -se exceptúan las universidades que son autónomas-, las becas y ayudas a los alumnos, el transporte escolar, etc. No obstante, el poder central, como en los otros modelos que hemos examinado, ejerció una gran influencia mediante una intervención cada vez mayor en la financiación de los gastos locales, bien por medio de la subvención global -el Rate Support Grant- para gastos corrientes (distribuida mediante una negociación con las autoridades locales), bien por medio de subvenciones específicas.
Pero, como sabemos, el grado de descentralización existente en Inglaterra no acababa en las autoridades locales. Estas descargaron siempre buena parte de sus responsabilidades en los centros docentes, es decir, en los directores escolares y en el profesorado. La élite docente intervenía, pues, en los programas y planes de estudio, en la elección de los libros de texto, en los criterios de evaluación, en la organización escolar, en los asuntos de disciplina, etc. Lo cierto es que a la amplia autonomía de las autoridades locales había que añadir la no menos amplia de los centros docentes.
Sin embargo, a medida que aumentaba la complejidad del sistema educativo, aumentaba también la labor ministerial, posiblemente por esa necesidad propia de los sistemas descentralizados de establecer criterios básicos que impongan una mínima uniformidad al sistema. Así iban apareciendo normas básicas para la construcción de centros docentes, para la formación del profesorado y para su titulación, para la unificación de los sueldos de los profesores, para las subvenciones, para evitar discriminaciones importantes, etc. La culminación de esta carrera uniformadora ha sido la Education Reform Act de 1988.
La ley de 1988, con independencia de las razones que le asistan, ha supuesto un rudo golpe a la descentralización. Es cierto que la sociedad inglesa clamaba por una reforma de la vieja ley de 1944, insuficiente para proceder a la actualización del sistema educativo inglés, pero esta puesta al día ha traído un cambio radical en la distribución de competencias entre el poder central y las autoridades locales, reforzando en grado sumo la autoridad de la Secretaría de Estado de Educación y Ciencia y recortando seriamente los poderes de las autoridades locales, de las famosas LEAs.
La ley de 1988, una ley desusadamente larga, muy detallada y sumamente prescriptiva, autoriza al poder central para la ejecución de las múltiples normas que contiene, establece un currículo nacional para todos los niños desde los cinco hasta los dieciseis años, impone unos controles regulares en diversas etapas de la educación primaria y secundaria y, lo que no ha pasado inadvertido, ofrece a las juntas de gobierno de los centros docentes (elegidas por los padres, profesores y representantes de la comunidad local) la posibilidad de deshacerse de la tutela de las LEAs y pasar a ser financiados directamente por las autoridades del Estado. No parece una exageración decir, como se ha dicho, que las autoridades locales pueden convertirse en meros agentes del poder central.
La creación de un currículo nacional no es, por otra parte, una novedad que irrumpa bruscamente en la vida escolar inglesa. Desde hacía muchos años la inexistencia de un currículo básico, aceptado por todos, era sumamente criticado por amplios sectores de la sociedad inglesa, incluidos padres de alumnos y expertos en la materia. Un primer paso importante fue el establecimiento, en 1965 del General Certificate of Education y la generalización a todos los alumnos en el curso 1981/1982 de un common system of examinations. El último paso, previo a la ley, sería la publicación de un documento gubernamental en 1987 -The National Curriculum 5-16: a consultive document- que predeterminaría lo que iba a ser el currículo nacional en la ley de 1988.
El documento establecía un currículo prescriptivo para todos los alumnos, basado en la distinción entre materias esenciales -el inglés, las matemáticas y las ciencias- y materias básicas -historia, geografía, tecnología, música, arte, educación física y, en la secundaria, una lengua extranjera-. Establecía además que entre el 30 y el 40 por 100 del tiempo lectivo debería ser dedicado a las materias esenciales, y que éstas y las materias básicas deberían ocupar del 80 al 90 por ciento del horario escolar (en el debate parlamentario se rebajó esta pretensión, estableciéndose en la ley que las materias esenciales y básicas ocuparían al menos el 70 por 100).
A la vista de la ley de 1988, ¿qué se puede decir de la descentralización educativa en Inglaterra?, ¿podemos seguir incluyendo el caso inglés en el modelo que siempre le ha caracterizado de descentralización local y académica? Quizás sea pronto para saberlo. Un famoso comparatista inglés ha dicho que esta ley es un cataclismo para la educación inglesa, sobre todo para el reparto de poder entre las autoridades centrales y las autoridades locales. Lo cierto es que dada la brusca alteración que supone, la situación actual sólo puede calificarse de extraordinariamente confusa. Por otra parte, el currículo nacional no ha dejado de suscitar críticas entre profesores y educadores. Incluso uno de los ministros de Educación, Kenneth Clarke, consideró que el currículo era demasiado rígido y propuso aplicarlo sólo para las edades 5-14, quedando el tramo 14-16 a la discrecionalidad del centro docente y del alumno. No sería, pues, inusual una adaptación de la ley a la realidad inglesa, fuertemente instalada en el modelo de descentralización que todos hemos conocido. Pero, en cualquier caso, es bastante probable que el modelo inglés deje de ser uno de los elementos que constituyan lo que se ha llamado desde hace siglos la peculiaridad inglesa.
Posiblemente la conclusión más relevante de este estudio es que no hay modelos buenos o malos de descentralización, sino modelos producto de un conjunto de factores que incide resueltamente en la manera de organizar un sistema educativo. Nosotros nos hemos detenido especialmente en los factores históricos y políticos porque probablemente son los más relevantes, los que más condicionan, en un sentido u otro, la organización de la vida de un pueblo, de la cual la educación es una parte importante. Sin subestimar, pues, otros factores, parece empíricamente comprobado que la tradición y las formas de organización política son decisivas a la hora de determinar cómo se va a organizar la educación. No es posible, por ejemplo, que en una organización férreamente centralizada florezcan formas auténticamente descentralizadas; a veces ni siquiera es viable la aparición de tendencias de este signo. Tampoco parece posible cualquier implantación brusca de un modelo organizativo, aunque en su país de origen haya dado espléndidos frutos, si carece de la adecuada base social y política sobre la que echar raíces.
Por otra parte, la experiencia de múltiples países que se han adentrado por la senda de la descentralización nos enseña que no podemos hablar tampoco de organizaciones centralizadas o descentralizadas como modelos puros, sino que dentro de aquellas hay un grupo importante de pueblos que ensayan diversas fórmulas de descentralización, tanto más numerosas si tomamos el término en un sentido amplio, mientras que dentro de estas existen diversos grados y diversos tipos de descentralización. No hay, pues, modelos puros, y no hay uniformidad ni dentro de la centralización ni dentro de la descentralización.
En tercer lugar, la organización de la educación, como la organización política de los diferentes países, no es algo que se determine de una vez para siempre. Aunque la organización de la educación se regule incluso en la Constitución, no puede olvidarse que las constituciones se reforman con el paso del tiempo. Y aunque la tradición avale una forma centralizada o descentralizada, las tradiciones no son tampoco bloques monolíticos, sino un conjunto de pautas, creencias y costumbres que muchas veces alimentan en su seno a sus contrarios. Es decir, que posiblemente no se pueda hablar de tradición sino de tradiciones, algunas más pujantes que otras. El caso inglés, que todos hemos conocido siempre como un modelo casi imperturbable, ha demostrado que también él se somete a las leyes de la vida, dominada por el sentido de la permanencia pero también por el del cambio. Para decirlo en otras palabras, un país puede estar organizado por formas centralizadas o descentralizadas... hasta que deja de estarlo. Todo depende de la relación, equilibrada o no, de las fuerzas centrífugas y centrípetas obrantes en su seno.
A este respecto no deja de ser significativa la pugna, a veces soterrada, pero siempre latente, de las fuerzas centrífugas y centrípetas que operan en todo modelo organizativo, incluidos, como hemos visto, los modelos educativos. Hasta los países con una tradición varias veces centenaria de organización centralizada -recuérdese el caso francés- ven nacer en su interior tendencias descentralizadoras y, a la inversa, países como el caso estadounidense, de fuerte tradición federal y comunal, ven ascender con fuerza tendencias centrípetas. La tensión centralización versus descentralización nunca es estática, incluso en países que parecían fijados desde hacía siglos en una forma determinada.
Una cuarta consideración nos llevaría de nuevo a lo que se decía al comienzo de este documento: el problema de la descentralización no es nunca un problema abstracto, algo que los pueblos eligen teniendo en cuenta los pros y los contras, las ventajas y los inconvenientes, los aspectos de eficiencia o los de conveniencia. La descentralización es fundamentalmente una opción política, bien porque se quiera acceder a formas rigurosas de descentralización -de cesión de poder por parte del gobierno central-, bien porque se trate de medidas correctoras de la centralización -medidas de desconcentración o de delegación-. En el primer caso el camino obligado es el de la reforma constitucional o el de la aplicación real de los mecanismos constitucionales favorecedores de la cesión de competencias; en el segundo, más propio del campo administrativo, las medidas correctoras no podrán remontar la oposición de las fuerzas centrípetas si detrás de ellas no existe una auténtica voluntad política. La historia de este siglo está llena de ejemplos de uno y otro signo.
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