Organización de Estados Iberoamericanos Para la Educación, la Ciencia y la Cultura |
Revista Iberoamericana de Educación Número 3 Descentralización Educativa (1) |
(*) Roberto Mur Montero, Subdirector General de Relaciones con las Comunidades Autónomas y de la Alta Inspección. Ministerio de Educación y Ciencia (España). |
Durante los últimos años los sistemas educativos están sometidos, de forma prácticamente generalizada, a un proceso de crisis que afecta a muchos de los aspectos que durante décadas no habían sido cuestionados. Las causas de esta crisis son muy diversas; unas extrínsecas al sistema (políticas, económicas, sociolaborales, etc..) y otras referidas al funcionamiento del propio sistema (objetivos, contenidos y métodos de la enseñanza, organización escolar, participación de la comunidad escolar, gestión del sistema en su conjunto y de los centros, en particular etc...).
Las soluciones adoptadas o proyectadas han dependido en cada caso de la mayor o menor incidencia que en la crisis haya tenido alguna de las causas indicadas, pero en la reflexión impuesta por la crisis ha estado siempre presente la necesidad de definir con la máxima nitidez posible las responsabilidades y cometidos que deben corresponder a cada uno de los agentes que intervienen en la educación (poderes públicos, administración, centros, profesores, alumnos y sociedad). A partir de esta reflexión han surgido, como vía eficaz -aunque no única- para superar la crisis, planteamientos de descentralización y de desconcentración que frecuentemente aparecen tan estrechamente unidos que resulta difícil caracterizar de modo inequívoco si el modelo de organización adoptado responde a lo que estrictamente debe entenderse como descentralización o bien se trata de un esquema organizativo centralizado con un alto nivel de desconcentración. Si bien desde una perspectiva pragmática la distinción puede parecer irrelevante, no por ello carece de importancia el intentar situar en el marco que les corresponde las medidas e iniciativas que en este sentido se están llevando a cabo, aunque sólo sea para evitar equívocos que puedan entorpecer el proceso de renovación iniciado.
Uno de los obstáculos, quizá el más significativo que se presenta, es la frecuente transposición de los términos descentralización-desconcentración que, aunque conceptualmente pueden delimitarse con suficiente nitidez, se utilizan indistintamente para describir realidades diferentes. En la mayoría de los casos esta supuesta confusión nace de la indudable dificultad para distinguir entre descentralización real o teórica, por una parte, y simple desconcentración, por otra. Cierto es que la complejidad de los sistemas educativos, tanto en sus aspectos cualitativos como en el volumen de gestión que requieren, ha exigido en las últimas décadas nuevos modelos de organización y gestión, basados fundamentalmente en la diversificación y especialización de responsabilidades y funciones, que han conducido a la creación de órganos en cuya constitución, composición y atribuciones se han aplicado simultáneamente criterios que responden tanto a principios descentralizadores como desconcentradores. Puede afirmarse que esta situación es la más frecuente y se corresponde con el modelo tipificado como centralizado o, quizá más exactamente, con los países que teniendo un sistema centralizado presentan ciertas tendencias hacia la descentralización, aunque no estará exenta de críticas fundadas la propuesta de incluir en un mismo análisis a países con un incipiente grado de desconcentración junto a otros con una notable organización desconcentrada e incluso con tendencias o realidades descentralizadas, aunque éstas afecten sólo a determinados aspectos y con un alcance limitado.
Estas consideraciones parece que pueden justificar suficientemente la conveniencia de prestar una especial atención a las posibles soluciones desconcentradoras, entendidas como principio de organización administrativa que puede dar respuestas concretas a alguno de los requerimientos que los sistemas educativos hoy plantean.
Con el término desconcentración se suelen definir modelos de organización administrativa que, aunque coinciden en unos principios genéricamente comunes, presentan en la práctica diferencias significativas. En todos los casos se supone la existencia de una Administración centralizada que opta voluntariamente, pero mediante un soporte legal, por atribuir determinadas funciones a otros órganos que guardan con ella una relación de dependencia jerárquica más o menos intensa.
A partir de este supuesto, la discusión doctrinal sobre el alcance del concepto ha sustentado distintas orientaciones, que van desde la consideración de desconcentración y descentralización como dos modalidades de la misma institución, según que la atribución de competencias se efectúe en favor de la Administración directa o indirectamente, hasta quienes entienden que la desconcentración ni siquiera es un principio de organización, sino el reflejo de una alteración competencial.
Sin perjuicio del indudable valor interpretativo que ofrece la discusión doctrinal, es necesario, por razones metodológicas, aceptar convencionalmente una definición a partir de la cual, con todas las matizaciones que sean precisas, pueda articularse un análisis sobre el sentido y alcance de los procesos de desconcentración. A estos efectos, podríamos considerar que la desconcentración consiste en la atribución, dentro del propio ordenamiento jurídico, de una competencia o función a órganos que no ocupan la cúspide en la jerarquía administrativa.
Con otros términos, puede decirse que, según este concepto de desconcentración, el reparto cae sobre competencias funcionales, no sobre competencias normativas y se lleva a cabo por razones prácticas organizativas de eficacia y simplificación de los procesos administrativos; en último término con vista a un mejor servicio a los administrados. En la desconcentración así entendida el reparto no atiende necesariamente a intereses o razones políticas, sino a capacidades técnicas de los órganos a los que se encomienda de modo permanente el desempeño efectivo de determinadas funciones, el encargo de determinados cometidos, la realización de determinadas tareas. Los órganos que, en razón de su supuesta capacidad o competencia técnica, asumen en virtud de una norma de estructuración orgánica de la administración la realización de determinadas funciones, que constituyen el ámbito de sus competencias administrativas en sentido objetivo, gozan de su correspondiente margen de autonomía funcional y, por lo mismo, dentro de éste cuentan con verdadera capacidad decisoria, ya que de lo contrario resultarían frustrados los objetivos de agilización y eficacia a los que la desconcentración pretende servir, sin perjuicio del sometimiento de su actividad y de sus resoluciones al control de legalidad y cuantos otros considere necesarios el órgano del que dependa. Así pues, desde un punto de vista objetivo, puede considerarse que una Administración responde al criterio de organización desconcentrada:
Esta delimitación de la desconcentración permite suficientemente su diferenciación de la descentralización, al menos desde una perspectiva formal. En la práctica, los distintos matices o gradaciones que pueden darse en ambas figuras suponen que ambos conceptos están imbricados hasta tal punto que, en ocasiones, difícilmente podrían identificarse con seguridad rasgos que permitan la distinción entre una administración con un alto nivel de desconcentración y otra descentralizada.
Por otra parte, conviene también advertir sobre las diferencias entre desconcentración y delegación, por cuanto trata ésta de un procedimiento usual en las administraciones, especialmente en las centralizadas, y frecuentemente confundido con la desconcentración, hasta el punto de que determinados sectores de la doctrina administrativista la denominan desconcentración impropia. La delegación, según la doctrina más comúnmente aceptada, consiste en un acto por el cual un órgano administrativo confiere a otro jerárquicamente subordinado, -supuesta naturalmente la permisión del ordenamiento jurídico-, la facultad de ejercer parte de sus funciones. En virtud de ello, el órgano delegado realiza unas funciones cuya titularidad no posee. La titularidad permanece en el delegante: el ejercicio, en cambio, se traspasa al delegado. La distinción entre ambas figuras -desconcentración y delegación- parece evidente: la desconcentración supone atribución de competencia por el ordenamiento jurídico, mientras que en la delegación opera la voluntad del órgano delegante y el ordenamiento jurídico se limita a permitir el acto; consecuentemente, en el acto de delegación se actúa con competencia ajena, mientras que en la desconcentración se ejercita competencia propia.
No obstante las inequívocas notas diferenciadoras entre descentralización, desconcentración y delegación, los vínculos que sin duda concurren en estas tres figuras explican -y en gran medida justifican- las posibles confusiones que con cierta frecuencia se producen. Confusiones que se ven incrementadas cuando se trata de describir algunas administraciones en las que están presente las tres figuras.
La tipificación de una administración como desconcentrada viene dada por la presencia en su organización de las condiciones antes señaladas pero es evidente que, dentro del cumplimiento de esos requisitos formales, pueden darse situaciones muy distintas en cuanto a la mayor o menor amplitud de la desconcentración tanto en aspectos cuantitativos (volumen de las funciones desconcentradas en relación con las que se reserva la administración central) como en los cualitativos (relevancia y alcance de las funciones desconcentradas). Con todo, cabe considerar que formalmente los procesos de desconcentración administrativa se rigen por dos principios o reglas generales:
2.1. Es habitual que cuando en una Administración se formula un programa de desconcentración se expliquen y justifiquen las medidas que se proponen en razón de una mejor gestión y de una mayor participación ciudadana en los asuntos que son objeto de la desconcetración. Se trata, en definitiva, de fundamentar el sentido de la desconcentración en la consecución de unos fines que en sí mismos son incuestionables: eficacia y participación.
Entendido así el sentido de la desconcentración, coincidiría plenamente con el que se atribuye a la descentralización, puesto que sus fines son los mismos. Sin pretender llegar a un análisis profundo sobre las diferencias que subyacen tras esa coincidencia formal, sí parece conveniente apuntar ya que las iniciativas de desconcentración, pese a sus explícitas declaraciones de intenciones, no necesariamente suponen un mayor grado de participación efectiva de la sociedad en el sistema educativo. Los modelos participativos vienen determinados más por la estructura política y social del país que por la organización de la administración educativa, lo cual lleva a concluir que los principios que rigen la participación de la sociedad en el sistema educativo son consecuentes en términos generales con los que rigen la vida social y política del país.
2.2. La eficacia de la gestión es posiblemente la finalidad prioritaria que persigue todo programa de desconcentración. En ocasiones se ha querido ver en determinados procesos desconcentradores un intento de respuesta de los Estados centralizados ante las tendencias centrífugas que con distinto carácter e intensidad son una constante en la mayoría de los países con organización centralista. Sin duda, esta razón no ha sido ajena a algunas iniciativas desconcentradoras pero también es cierto que esta respuesta, por muy amplia que sea, se ha demostrado insuficiente cuando la presión centrífuga está respaldada por una amplia base y, si no lo está, no parece que por sí sola pueda ser considerada causa suficiente para explicar la adopción de medidas desconcentradoras.
Así pues, podría afirmarse con seguridad que la desconcentración persigue fundamentalmente conseguir más eficacia en la gestión y a esta finalidad se han orientado la práctica totalidad de las reformas de las administraciones educativas a partir de la década de los cincuenta. En un principio, las iniciativas respondieron a una necesidad inmediata de sustituir los tradicionales esquemas de la gestión pública por nuevas formas que pudieran atender las exigencias derivadas de una creciente presencia de la Administración (del Estado) en todos los sectores de la vida del país. En la educación se produce -con pequeñas diferencias de tiempo entre unos países y otros- una extensión sin precedentes de la enseñanza a sectores de la población que hasta entonces habían permanecido marginados. Bajo principios esencialmente economicistas-desarrollistas -la educación es la mejor inversión de un país- se multiplicaron los recursos destinados a educación. Los ministerios o departamentos responsables de la educación pasaron a ser una de las primeras empresas de sus países, tanto por el volumen de sus presupuestos como por el número de empleados.
Ante estas circunstancias, las administraciones de los países con tradición descentralizada pudieron asimilar más fácilmente las nuevas responsabilidades que el incremento de su gestión requería. Por contra, los países con una organización centralizada tuvieron que improvisar medidas de reordenación de su aparato administrativo; medidas que por atender, en la mayoría de los casos, a razones coyunturales, quedaban rápidamente superadas por el desarrollo del propio sistema y, consecuentemente, eran modificadas o sustituídas por otras. (Un análisis diacrónico de las disposiciones de carácter organizativo en estos países, por más que a cada una de ellas se las proclama como solución definitiva, ilustra sobradamente sobre lo que aquí, por razones de espacio, solamente se apunta).
Las anteriores consideraciones llevan -o, al menos, permiten- suscitar un interrogante: ¿la desconcentración surge como opción voluntaria para incrementar la eficacia o se trata de una decisión inevitable para evitar el colapso de la administración?
Pero con independencia de cuáles fueran las causas y circunstancias que en cada caso motivaran las iniciativas, lo cierto es que a partir de esa crisis inicial se suscita un interés general -e, inevitablemente, una polémica- sobre los distintos modelos y procedimientos aplicables a una organización educativa, invocando en todos los casos el mismo principio de eficacia que aparece en el origen inmediato de la cuestión.
En esta situación sobrevienen a mediados de la década de los setenta nuevas circunstancias que condicionan totalmente las políticas educativas, y cuyos efectos con mayor o menor intensidad persisten hasta nuestros días:
A esta relación de circunstancias -que, por supuesto, no pretende ser exhaustiva- deben añadirse las específicas de carácter político y social que en cada país han concurrido durante la última década y que previsiblemente estarán presentes en los próximos años (piénsese en los países del este europeo, en la Alemania unificada...).
El reto que se plantea a las administraciones educativas o, quizá más apropiadamente, a las políticas educativas está, por lo tanto, determinado por factores distintos a los que aconsejaron un determinado modelo de administración.
No se trata tanto de disponer de una organización capaz de gastar (criterio predominante en los momentos de expansión económica) sino de conseguir una administración capaz de contribuir a establecer criterios prioritarios y procedimientos adecuados para utilizar los escasos medios disponibles. Quizá sea una excesiva simplificación de un problema complejo, pero, con todas las matizaciones que el caso requiere, en esta simplificación se contiene en gran medida el sentido y alcance que se quiere dar al término eficacia.
Las tentativas para dar respuesta a este reto han sido múltiples y de muy diversa orientación durante los últimos años, pero difícilmente podría afirmarse que alguna de ellas haya supuesto una solución definitiva a la totalidad de las demandas que se formulan hoy a los sistemas educativos. Podría, en todo caso, hablarse de soluciones parciales a problemas concretos. Y aún más difícilmente podría aventurarse que esas tentativas son susceptibles de ser trasladadas válidamente de unos países a otros, puesto que la garantía de su viabilidad exigiría una identidad de contextos socioeconómicos, políticos y culturales, circunstancias éstas del todo improbables.
2.3. Respecto al otro de los fines utilizados habitualmente como razón de los procesos desconcentradores (y descentralizadores), ya se ha hecho referencia a la relación existente entre participación en y dentro de la organización educativa y participación en una acepción más amplia, entendida como forma de intervención ciudadana en la vida pública, que obviamente está condicionada por la organización política de cada país.
La participación de la sociedad y más concretamente de la comunidad escolar en la organización educativa, es una de las cuestiones que más interés -y bibliografía- ha suscitado en la última década, pero, al mismo tiempo, es quizá la cuestión que más distanciamiento presenta entre las formulaciones teóricas y los resultados prácticos. No sería este el momento para poder abordar el tema con la mínima profundidad necesaria. No obstante, quizá convenga formular algunas consideraciones que puedan suscitar una reflexión sobre esta cuestión que, sin duda, ocupa un lugar relevante en los planteamientos de cualquier política educativa.
En primer lugar, las sociedades actuales, con independencia del modelo político que las rija, exigen una mayor presencia en el sistema educativo (desde la reivindicación concreta de determinados servicios escolares hasta la intervención en la planificación de los centros, en la organización escolar, en la definición de los currículos....). Esta actitud evidencia, sin duda, una mayor madurez y formación de la sociedad pero, al mismo tiempo, debe advertirse que legítimamente la sociedad acude al sistema educativo esperando que de él provengan soluciones a los múltiples problemas y de muy distinta naturaleza que se le plantean; problemas que frecuentemente desbordan las posibilidades y fines propios de los sistemas educativos, al menos en su actual concepción.
En segundo lugar, cualquier reforma educativa, tanto si se refiere a aspectos académicos como si afecta a cuestiones organizativas, es vista con recelo o indiferencia, cuando no con rechazo, por la sociedad, especialmente por quienes juegan un papel decisivo en su implantación: profesores y administradores. Si no existe por parte de administradores y profesores una identidad con los principios y objetivos del proyecto, puede con mucha probabilidad estar llamado al fracaso cualquier intento de cambio. Para que exista esa identidad las premisas son información y coparticipación. Sólo desde ellas puede generarse un sentido de corresponsabilidad en quienes, en definitiva, van ser el instrumento que ejecute los proyectos.
Por último, el lugar que corresponde a los alumnos en un planteamiento participativo. Es un hecho que los avances de los medios de comunicación, por una parte, y la extensión cultural de cada vez más amplios sectores de la población, por otra, han anticipado la edad en que se puede considerar que un adolescente adquiere madurez. Esa madurez implica capacidad de respuesta, de compromiso y de responsabilidad. Si no se facilitan los cauces para realizar esas posibilidades, se está propiciando el que puedan manifestarse de la forma más imprevista y, lo que es más grave, se están desaprovechando unas cualidades potenciales que justamente constituyen el eje de la dimensión formativa de la educación.
No sin razón puede pensarse que estas consideraciones incurren en un excesivo pragmatismo y obvian los aspectos más relevantes de la participación. Intencionadamente se ha optado por evitar el análisis -sin duda de gran interés- de los modelos participativos y sus relaciones con el concepto democracia y la consecuente tipificación de sistemas. Sólo se pretende suscitar una reflexión: ¿es posible conseguir eficacia sin participación?
2.4. Se ha aludido a los múltiples intentos de organización descentralizada-desconcentrada planteados en los últimos años en distintos países y aun dentro de un mismo país. Lamentablemente no existen evaluaciones rigurosas que permitan afirmar que un determinado modelo se ha revelado como paradigma de lo que se debe hacer. Sólo en aspectos parciales y referidos a situaciones concretas puede considerarse -y aun así con ciertas reservas- que existen conclusiones aceptablemente válidas. Estas carencias no son imputables a la metodología utilizada en los estudios realizados sino fundamentalmente a la insuficiencia, cuando no carencia, de datos tanto sobre la situación en el momento en que se realiza el estudio como, especialmente, sobre el punto de partida al inicio de la experiencia.
Por otra parte, existen estudios comparados sobre soluciones adoptadas en distintos países, tanto si responden a planteamientos similares como si han sido concebidas desde diferentes perspectivas. En estos casos, dado que es imposible que en los términos de la comparación se den las mismas circunstancias, las conclusiones solo tienen un valor relativo.
Esta ausencia de referentes fiables explican que en la polémica centralización/descentralización-desconcentración aparezca con mucha frecuencia una fuerte dosis de subjetivisimo, de argumentaciones teóricas... que quizá responden más a una actitud ideológica que a un análisis objetivo. Por ello, probablemente la actitud más adecuada sea rechazar tanto la idea de que la descentralización es la solución de todos los problemas como la de quienes sostienen que la unidad en las decisiones constituye la condición indispensable para garantizar la unidad del sistema y la igualdad de los ciudadanos en el acceso a la educación. Volvemos, inevitablemente, a situar la cuestión en el plano en el que la voluntad política, en la más amplia acepción de la expresión, es determinante.
En cualquier caso, no parece arriesgado afirmar que en una concepción actual de la Administración y con la complejidad propia de los sistemas educativos, una organización que no se fundamente en una distribución de responsabilidades y cometidos -sea con criterios de descentralización, sea con criterios de desconcentración- está inexorablemente condenada al fracaso.
3.1. Previamente a la consideración de posibles opciones sobre modelos organizativos desconcentrados o incluso con tendencias descentralizadoras, convendría tener presente algunas conclusiones comúnmente aceptadas y que no por conocidas resulta ocioso su comentario.
En primer lugar, no existe un modelo puro de organización que sea válido en todos los casos, y podría afirmarse, tal como anteriormente se indicó, que existirán tantos modelos como países o, lo que es lo mismo, cada país debe buscar su propio modelo.
En segundo lugar, las experiencias e iniciativas que lleve a cabo un país, aun en el supuesto de una probada valoración positiva, sólo tienen utilidad como punto de referencia para las decisiones que deba adoptar otro país y, en el mejor de los casos, la traslación de parte de la experiencia requerirá un meditado proceso de reelaboración para adaptarlo a las circunstancias concretas que supongan diferencias con las correspondientes del país que formuló el programa.
En tercer lugar, un programa de reorganización o reforma es esencialmente un proceso dinámico que se desarrolla en el tiempo hacia unos objetivos finales. En razón de ello, aparte de la necesaria planificación de etapas y objetivos intermedios, debe tener la suficiente flexibilidad o adaptabilidad para hacer frente a requerimientos imprevistos, sin que ello afecte a los objetivos finales. Consecuentemente, no parece conveniente considerar el plan como la panacea definitiva. La mitificación de un plan deviene habitualmente en su petrificación y consiguiente inutilidad.
Por último, las innovaciones en educación han de formularse con suma cautela y sus resultados sólo se perciben suficientemente a medio plazo, salvo cuando se trata de cuestiones de estricta gestión. No parece, por tanto, que deban adoptarse medidas que supongan una ruptura total con la situación existente ni introducir innovaciones revolucionarias si previamente no se han constatado sus efectos a través de una fase experimental aplicada en un ámbito reducido pero que por sus características sea extrapolable al conjunto del sistema.
3.2. Factores que condicionan la organización educativa
La diversidad de soluciones que presenta la organización educativa y las opciones para configurar un proceso de toma de decisiones con criterios territoriales o institucionales está determinada, por una parte, por la tradición del propio país y, por otra, por toda una serie de factores que en el momento de diseñar el modelo constituyen elementos de especial relevancia en la vida del país. Todo ello forma un complejo entramado de razones y fuerzas, a veces contradictorias, que dificultan la comprensión de cada modelo si se analiza prescindiendo de los antecedentes que en el tiempo lo han ido configurando. De entre esos múltiples factores podrían señalarse, por su generalidad, los siguientes:
a) Condicionamientos históricos
Los sistemas educativos son el reflejo de las circunstancias históricas y culturales de los países y de sus sociedades. En la medida en que esas circunstancias evolucionan, el sistema educativo cambia. Se trata, por tanto, de un proceso cuyo análisis quedará incompleto si se considera de forma estática prescindiendo de los antecedentes que han condicionado la situación en un momento dado. Así pues, sólo el análisis desde la perspectiva de una evolución temporal permitirá distinguir la importancia, la magnitudd de cada uno de los momentos del proceso.
b) Geográficos y demográficos
Las relaciones combinadas de ambos factores explican cómo desde una misma concepción político-administrativa se llega a soluciones y organizaciones totalmente diferentes. Un país con organización descentralizada de tipo federal, con una gran extensión poco poblada y con un importante núcleo de población concentrado en la capital, propenderá a un centralismo de facto aunque no se corresponda con la formulación político-administrativa. Por contra, un país compuesto por regiones naturales de difícil comunicación entre sí y que cuentan con niveles suficientes de recursos, mostrará una constante tendencia hacia una articulación descentralizada, con independencia del modelo político-administrativo vigente.
c) Culturales y lingüísticos
La presencia en un país de regiones con una identidad cultural y lingüística propias se convierte en factor diferencial que no sólo condiciona el modelo de organización sino que tiene una influencia notable en el proceso de toma de decisiones. Si las circunstancias señaladas tienen un arraigo en la tradición histórica, es innegable que deben tener un reflejo en la organización político-administrativa del país y, en cualquier caso, no parece que desde una perspectiva educativa deban ignorarse esas peculiaridades.
d) Económicos
Quizá sea en este punto en el que más se coincida hacia una tendencia centralizadora en todos los países, incluso en los de corte federal. El tema es ciertamente complejo y su tratamiento desborda ampliamente la finalidad de estas notas, pero sí cabe apuntar la influencia decisiva que en los sistemas educativos tiene el modelo de financiación, desde la propia titularidad de la recaudación de tributos (todos el Estado o también otros entes territoriales: prescriptiva reserva de un porcentaje de los mismos para educación...) hasta los procedimientos utilizados para la elaboración de los presupuestos, pasando por la consideración del grado de participación que pueda tener la iniciativa privada...
e) Constitucionales
Las posibilidades de reorganización del sistema educativo, en cuanto se refiera a una redistribución de facultades decisorias, están obviamente condicionadas por el marco constitucional. En los casos de las denominadas constituciones semánticas y nominales es evidente que los poderes públicos disponen, al menos jurídicamente, de unas posibilidades más o menos amplias para emprender reformas de la propia organización administrativa dentro del marco constitucional. En otros supuestos será el alcance de las medidas que se pretendan adoptar las que señalarán la necesidad o no de reformar la constitución. En cualquier caso, difícilmente se podrán aducir impedimentos constitucionales para emprender reformas de estricta autoorganización administrativa como pueden ser los tipificables dentro del concepto de desconcentración.
f) Político-ideológicos
La existencia de un pluralismo político y el grado de coincidencia o discrepancia que respecto a los temas educativos adopten las fuerzas políticas explican muchos aspectos de la organización institucional y territorial de los sistemas.
g) Geopolíticos
La influencia cultural y económica de países dominantes sobre los situados en su ámbito o área de influencia, condiciona en gran medida la opción de un modelo de organización, tanto si se trata de razones históricas como si se ejerce una presión más o menos encubierta sobre los gobiernos y sobre los estilos de vida de la sociedad.
Estos factores, entre otros muchos que podrían citarse, no concurren simultáneamente y con el mismo peso en cada país. La interrelación de fuerzas entre ellos y la relevancia que en un momento dado hayan podido tener condicionan y, a su vez, explican el por qué de una opción, de tal modo que para introducir cualquier modificación de ese status debe analizarse previamente la repercusión que en la misma van a tener estos factores.
3.3. Aspectos-funciones objeto de desconcentración
La cuestión que quizá con más frecuencia formulan quienes están proyectando un proceso de desconcentración se refiere a qué aspectos-funciones se han desconcentrado en otros países y, a continuación, qué resultados pueden concluirse de esa desconcentración. Ciertamente la respuesta es sencilla, al menos en su primera parte, pero no menos cierto es que la utilidad para quien la recibe es bastante escasa puesto que, por las razones ya apuntadas, siempre surgen condicionantes que hacen difícilmente viable el traslado, sin más, de la experiencia de un país a otro. Posiblemente la actitud más adecuada de quienes acometen un proyecto de desconcentración sea partir del principio de subsidiariedad (el órgano superior no debe desempeñar funciones que puedan ser atribuídas a un órgano inferior con garantía de que, al menos, se mantenga el mismo nivel de eficacia) y a partir de él, analizar pormenorizadamente el conjunto de funciones-tareas que habitualmente se realizan en la administración educativa y quiénes las realizan. Con toda seguridad aparecerá concurrencia de funciones sobre un mismo asunto y, al mismo tiempo, surgirán funciones no previstas que son esenciales para el correcto funcionamiento de la organización educativa.
Sobre estos supuestos podrían establecerse tres grandes grupos de funciones siempre presentes en los sistemas educativos: planificación, gestión y ordenación académico-curricular y pedagógica.
Las funciones de planificación, entendida ésta en una dimensión general, no parece que sean susceptibles de desconcentración en un Estado con organización centralizada, e incluso en países con organización descentralizada figura frecuentemente una reserva más o menos genérica a favor del poder central en materia de planificación general. Lo cual no obsta para que, tanto en uno como en otro tipo de organización política, existan órganos representativos de los distintos sectores de la sociedad y de las instituciones a quienes se atribuyen funciones relativas a la planificación, al menos con carácter consultivo.
Sin duda, son los otros dos grupos de funciones los que más comúnmente son objeto de desconcentración.
Por lo que respecta a la gestión, nada parece impedir en principio que las funciones relativas a construcciones escolares, equipamiento de los centros, determinadas cuestiones de gestión de personal docente y no docente, transporte y comedores escolares, ayudas a los estudiantes... sean atribuídas con la máxima amplitud posible a unidades desconcentradas de la administración central, en ámbitos territoriales que, por una parte, hagan viable esa gestión con eficacia y, por otra, supongan un acercamiento de la administración al ciudadano.
La desconcentración de estas funciones implica necesariamente definir normativamente el alcance de cada una de ellas y de modo muy especial el establecimiento de las bases generales que garanticen la propia unidad del sistema y eviten posibles desviaciones que puedan derivarse de actuaciones discrecionales. Son numerosos los países que desarrollan políticas en este sentido y, aunque la casuística es muy diversa, puede establecerse con carácter general que las reservas a favor del poder central en las indicadas funciones se refieren a: límite máximo del coste del puesto escolar en las construcciones; características, dimensiones, instalaciones que deben reunir los centros; tipo de equipamiento que, según el nivel al que atienda, deben disponer los centros; requisitos para ejercer la docencia, retribuciones y condiciones para la promoción profesional; procedimientos que garanticen la coordinación entre los órganos periféricos y centrales...
Una consideración aparte requiere el tema de la financiación y sus relaciones con las políticas de desconcentración. Cabe, en principio, afirmar que en este tipo de procesos la intervención de los órganos desconcentrados se limita a la utilización de los recursos provenientes del Estado de acuerdo con unos criterios que le vienen impuestos y con un riguroso sistema de justificación del gasto. El margen de iniciativa puede en algunos casos referirse al trasvase de conceptos o redistribución de los créditos entre los distintos programas en función de las concretas necesidades, y aun así esta función suele tener sus limitaciones a través del control o autorización previa por parte de los correspondientes órganos centrales.
Las razones de esta cierta rigidez financiera en los sistemas centralizados-desconcentrados reside justamente en los argumentos que fundamentan la organización centralizada: distribución equitativa de los recursos, evitar que puedan generarse situaciones de desigualdad y arbitrar medidas (económicas, fundamentalmente) que compensen las desigualdades existentes entre regiones o entre sectores de la sociedad. No suele citarse entre éstas una de las razones que quizá sea la más decisoria en este sentido: en los sistemas centralizados es el Estado el que recauda los impuestos o al menos los más significativos. Consecuentemente, es el que asume el coste de la mayoría de los servicios públicos y su principal preocupación es evitar el déficit, utilizando para ello todos los mecanismos posibles de control y, entre ellos, el más efectivo es la determinación con la máxima concreción de los requisitos para la utilización de los recursos.
A este propósito, quizá sea oportuno indicar que en ocasiones, ante las dificultades para asumir los gastos del servicio educativo, algunos gobiernos han planteado políticas de descentralización-desconcentración que en realidad han consistido en transferir sus problemas financieros a otros entes públicos que se han visto desbordados por una situación en la que los recursos recibidos del Estado eran insuficientes para atender las responsabilidades que asumían y no se habían previsto otros medios para complementar esa financiación. Parece que una iniciativa en estos términos no sólo supone una traslación de problemas sino que puede contribuir a un aumento de las desigualdades en perjuicio justamente de las regiones con menos recursos.
No es preciso señalar que sobre cada uno de estos aspectos-funciones susceptibles de desconcentración sería preciso un análisis pormenorizado en el contexto de todo el conjunto en el que se sitúan y solo a partir de ese análisis podrían determinarse los términos exactos y el alcance en que sería aconsejable su desconcentración.
Queda, por último, comentar algunos aspectos de la desconcentración en el plano académico-curricular y pedagógico. Desde el análisis de una posible distribución de funciones es conveniente advertir que siempre se suelen señalar tres niveles de decisión que a menudo se describen como contrapuestos: el nivel central, el regional, provincial o local, según los casos, y el del centro escolar-profesor. A esos tres niveles se les relaciona con los conceptos de unidad, diversidad cultural e iniciativa-libertad de cátedra, respectivamente. No parece que la cuestión deba plantearse en términos de colisión de intereses entre los tres niveles y cuando así ha sido, el único resultado de ello ha sido una estéril polémica que en nada ha beneficiado al propio sistema.
Aunque en cada país concurren circunstancias muy diversas y en los aspectos curriculares concretamente la tradición juega un papel decisivo, se está produciendo en los últimos años una tendencia centralizadora o quizá más exactamente, unificadora de los currículos en aquellos países en los que, por tradición, existía la máxima flexibilidad y autonomía, tanto a nivel local como de centro. Las razones de esta tendencia apuntan fundamentalmente a aspectos cualitativos de la enseñanza. Con independencia de que no está probado que exista una necesaria relación entre diversidad o libertad curricular y bajos niveles de calidad en la enseñanza, lo cierto es que esta reconducción unificadora es un hecho constatable que, al menos, suscita interrogantes.
Cualquier decisión en este aspecto requiere una serena y profunda reflexión. Lo cual no quiere decir que no pueda atenderse la necesaria diversidad, que es plenamente compatible con la garantía de una formación básica común para todos los ciudadanos, en condiciones de igualdad. A partir de la definición del contenido y alcance de esa formación común, caben todas las peculiaridades propias de cada región, comarca o etnia y caben también las adaptaciones e iniciativas que los centros propongan. No parece que pueda plantear excesivas dificultades técnicas articular un sistema que atienda debidamente estos tres niveles y las dificultades de su desarrollo práctico -evidentemente, mayores que las técnicas- tienen su solución mediante los oportunos recursos pedagógicos.
Lo que sin duda puede provocar resistencias es que los objetivos y contenidos curriculares de las peculiaridades propias de la cultura y de la tradición de una región se determinen desde el centro.
4.1. Ateniéndonos al concepto de desconcentración, para que ésta pueda producirse es necesaria una previa voluntad en tal sentido por parte de la administración-poder central del Estado y que exista -o se cree expresamente para estos fines- una organización periférica, dependiente de la central, a la que puedan atribuirse tanto algunas de las funciones que venían ejerciéndose desde la organización central como otras nuevas que vendrán exigidas por el nuevo modelo organizativo adoptado.
Aunque la desconcentración, en su estricto sentido, se sitúa en el ámbito de la organización administrativa, no deja de tener un componente político, tanto mayor cuanto más centralizada es la organización del Estado. Esta es quizá una de las razones que explique las frecuentes polémicas surgidas ante iniciativas desconcentradoras, e incluso simplemente reorganizativas, gestadas dentro de la propia administración. Esta misma consideración puede aplicarse a las cautelas adoptadas en algunos países mediante el sometimiento a debate y consulta nacional de la propuesta de reformas aun en los casos en que éstas afectan fundamentalmente a aspectos organizativos.
Podría, por tanto, entenderse que, con independencia de la interpretación formal del concepto, la garantía de éxito de un programa de desconcentración en una organización acusadamente centralizada requiere, en primer lugar, un amplio consenso político y social.
Si difícil es establecer una tipología de programas de desconcentración, mayores dificultades presenta el intentar un análisis sistemático de los distintos procedimientos que se han seguido para su elaboración. En unos casos, porque más que un programa global, se trata de medidas adoptadas en distintos momentos; en otros, existe un programa formal originario que poca o ninguna relación tiene con la realidad... y así, hasta una multiplicidad de situaciones que difícilmente podrían ser objeto de una valoración en su conjunto; sólo en determinados casos podría ser fiable el análisis de aspectos concretos que tengan una cierta consolidación en la práctica.
Con el riesgo propio de toda generalización, podrían sugerirse algunos aspectos que comúnmente son considerados en el diseño de estrategias para planificar procesos de desconcentración, tales como: a) objetivos o fines que se pretenden; b) qué desconcentrar; c) cuándo desconcentrar, y d) cómo desconcentrar.
4.2. Los objetivos de la desconcentración coinciden, obviamente, con el fin genérico de este tipo de procesos, la eficacia. Aunque entre las razones habitualmente utilizadas en los planes de desconcentración ocupa un lugar preeminente el propósito de conseguir la participación de la sociedad, son excepcionales los casos en que pueda entenderse esa participación como auténtica y efectiva, tanto por los procedimientos previstos para articularla como por el alcance de las funciones-responsabilidades que se asignan a los distintos sectores de la comunidad escolar. Así, en el desarrollo de los procesos desconcentradores generalmente acaba prevalenciendo como único objetivo el lograr una mayor eficacia en la gestión.
No obstante, tras esta simplificación del problema se puede observar que en las políticas de desconcentración llevadas a cabo subyacen una serie de factores que matizan esa finalidad y, consecuentemente, condicionan la articulación y el alcance de la desconcentración. Entre esos matices, a veces decisivos, pueden señalarse los siguientes: desconcentrar para ... -descongestionar una administración central colapsada,... -agilizar el funcionamiento de una administración lenta;... ...-conseguir una mejor utilización de los recursos,... -contrarrestar/atender las presiones centrífugas,... -preservar la unidad articulando cauces para la diversidad,... -acercar la administración al ciudadano,... -promover/articular formas de participación...
Innecesario es señalar que estos matices o aspectos no se excluyen entre sí sino que, por el contrario, se complementan, pero en todos los casos siempre aparece uno con carácter preeminente y desde ése ha de interpretarse el sentido que para esa concreta desconcentración tiene el concepto de eficacia.
4.3. La respuesta a qué desconcentrar viene dada, en gran medida, por el objetivo que se pretenda alcanzar. Anteriormente, a título indicativo, se han señalado algunas de las parcelas o funciones en que generalmente mayor coincidencia se da en los programas de desconcentración (Vid. 3.3).
Quizá sea conveniente subrayar en este punto que los problemas más frecuentes en la ejecución de los proyectos de desconcentración son, por una parte, la insuficiente nitidez en la divisoria que separa las funciones que se desconcentran de las que se reserva el poder central y por otra, la falta de previsión de mecanismos efectivos de coordinación entre las distintas instancias administrativas.
Aunque, como repetidamente se ha indicado, desbordaría el propósito de estas notas intentar describir las variadas situaciones que la realidad ofrece en los distintos países, sí parece oportuno aludir a aquellos supuestos en que coinciden una organización acusadamente centralizada en los niveles administrativos con un cierto grado de descentralización en los municipios y comunas. Los procesos de desconcentración, cuando concurren estas circunstancias, han optado generalmente por atribuir al órgano desconcentrado una parte de las funciones que, en relación con los poderes municipales venía desempeñando el poder central. Sin duda se trata de un planteamiento altamente ilustrativo y sugerente de cómo es posible compatibilizar centralización-desconcentración-descentralización, si bien puede fácilmente advertirse que desde un análisis teórico habría serias dificultades para aceptar que se trata de situación descentralizada.
4.4. La cuestión cuándo desconcentrar no espera tanto una respuesta sobre el inicio del proceso como una información sobre los distintos momentos del proceso. Parece evidente que el inicio del proceso, con toda la urgencia que el caso requiera, sólo se produce -o debiera producirse- cuando se disponga de todas las condiciones, especialmente medios, para garantizar su ejecución.
Los ritmos o calendario para la ejecución de un programa de desconcentración constituyen un factor determinante de su viabilidad, de su éxito. Su fijación está generalmente condicionada por otra serie de factores (disponibilidad de infraestructuras adecuadas, presión para rentabilizar políticamente la ejecución de un programa, aplicación de criterios funcionales o sectoriales...), pero en todos los casos la experiencia ha proporcionado dos conclusiones fundamentales: la precipitación en la aplicación de un programa provoca inevitablemente fallos que son utilizados como argumentos por las fuerzas, siempre existentes, contrarias a estos procesos. La formulación de plazos muy dilatados genera una falta de credibilidad en la auténtica voluntad desconcentradora del poder central.
4.5. La última cuestión: cómo desconcentrar, tiene un carácter predominantemente técnico pero, sin duda, de una gran complejidad.
En su respuesta deben decidirse cuestiones tan variadas como:
Por último, y quizá lo más decisivo: ¿qué estrategia puede conseguir la implicación convenida en el proyecto de la sociedad, especialmente de funcionarios y profesores?.
De la respuesta a cada una de estas cuestiones depende no sólo que un programa de desconcentración pueda desarrollarse sino, lo que es más importante, que pueda alcanzar los objetivos que lo justifican.
Con estas notas más que abordar el tema de la desconcentración de un modo sistemático, se ha pretendido apuntar cuestiones concretas que puedan suscitar la reflexión e incluso la polémica sobre los problemas que deben afrontar quienes tengan la responsabilidad de iniciar un proceso en este sentido o quienes se encuentren inmersos en él. Valga esta consideración para justificar la ausencia de un discurso teórico sobre la desconcentración, del que intencionadamente se ha prescindido.
La exigida brevedad de un informe de estas características aconseja sacrificar la profundización en favor de la inclusión de cuestiones muy diversas, con el riesgo de omitir, por inadvertencia, algunas sobre las que pudiera existir un interés general y con el convencimiento de que este método dificulta la sistemática ordenación de conceptos.
Con todo, podrían apuntarse, a modo de conclusiones, las siguientes consideraciones:
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