Organización de Estados Iberoamericanos Para la Educación, la Ciencia y la Cultura |
Revista Iberoamericana de Educación Número 4 Descentralización Educativa (y 2) |
(*) Bernardo F. Báez de la Fe, Universidad de La Laguna, Tenerife, España. |
¿En qué medida determina la escuela el rendimiento académico del alumno? ¿Es posible diferenciar entre centros escolares más eficaces y menos eficaces?, ¿con qué criterios? ¿Pueden utilizarse esos criterios para mejorar los resultados de otros centros?...
Estos y otros interrogantes similares agrupan un amplio conjunto de investigaciones evaluativas que utilizan el centro escolar como unidad de estudio y que se conocen bajo la denominación de «movimiento de escuelas eficaces». Sus primeros trabajos se localizan en la década de los años 70 en los países anglosajones, si bien es a partir de los años 80 cuando puede hablarse con propiedad de un área diferenciada de estudio, dado que sólo entonces los datos empíricos disponibles comienzan a ser integrados en modelos explicativos elaborados.
Antes de analizar esas investigaciones conviene señalar algunos argumentos que justifiquen el esfuerzo requerido. Un primer argumento se refiere a la oportunidad de la propia investigación evaluativa en nuestro actual contexto socio-político de preocupación generalizada por los resultados de la enseñanza, de movilización del profesorado por motivos profesionales y de reforma educativa global.
Una segunda razón está relacionada con la anterior. Ante esas demandas de cualificación de los resultados educativos, el «movimiento de escuelas eficaces» constituye una alternativa especialmente interesante, puesto que sus datos evaluativos se articulan en una red de conceptos teóricos. Con ello es posible dar un salto cualitativo en la forma de entender el rendimiento, tradicionalmente abordado desde perspectivas restrictivas y reduccionistas que lo identifican con potencialidades del alumno o del profesor, aislándolo del escenario en el que se produce, es decir, el propio centro educativo.
Una tercera razón del interés por las «escuelas eficaces» tiene que ver justamente con las peculiaridades de ese escenario. La elusiva naturaleza del centro educativo se ha resistido a la explicación teórica propuesta por la literatura organizativa. Las especiales relaciones que vinculan a profesores y alumnos entre sí, y a éstos con unas tareas simbólicas, han chocado con el limitado poder de imágenes tales como la de la «burocracia profesional» proponiéndose la búsqueda de principios explicativos específicamente surgidos del estudio de los centros escolares.
En este sentido, metáforas en ascenso son las que consideran la escuela como una «anarquía organizada», «una autocracia benevolente» o una «entidad cuasi organizada»; imágenes todas que caen bajo la rúbrica genérica de modelos sociales o culturales de funcionamiento organizativo.
Pues bien, el «movimiento de escuelas eficaces» se ha situado por derecho propio en ese debate teórico, al ofrecer explicaciones genuinas de las relaciones que tienen lugar en los centros educativos.
Una última razón de ser de este trabajo tiene que ver con las necesidades de cobertura teórica planteadas al psicólogo escolar o al innovador educativo, cuya comprensión del propio escenario profesional requiere herramientas conceptuales elaboradas y procedimientos rigurosos de intervención. A este fin general contribuye el «movimiento de escuelas eficaces», en la medida en que permite fundamentar la intervención psicoeducativa en una conceptualización razonada y razonable del ambiente escolar.
El presente trabajo está estructurado en seis partes. En primer lugar, se citan los antecedentes inmediatos y los primeros estudios del «movimiento de escuelas eficaces». A continuación se realiza una valoración crítica de esa primera generación de investigaciones. El tercer apartado presenta la convergencia de resultados característica de la segunda generación de los estudios de escuelas eficaces. En cuarto lugar, abordaremos las implicaciones teóricas de estos hallazgos, para comentar en el punto quinto algunas características de los programas de mejora educativa derivados de los mismos. Por último, discutiremos algunas implicaciones sociales del propio concepto de eficacia escolar.
Los estudios del clima escolar y los masivos programas de intervención educativa desarrollados a lo largo de los años 60 constituyen algunos de los antecedentes inmediatos del movimiento de escuelas eficaces.
En el caso de la enseñanza compensatoria, su relativo fracaso supuso un cambio de sensibilidad en la explicación de la «desventaja educativa», complementando el interés por la «educabilidad» del sujeto con el análisis de las propiedades del sistema educativo.
También la investigación sobre el clima escolar proponía el abandono del nivel de análisis individual, sentando bases teóricas y metodológicas para el estudio de los determinantes situacionales, psicosociales y organizativos del rendimiento educativo.
La preocupación por esos determinantes es lo que sitúa el comienzo simbólico del «movimiento de escuelas eficaces» en los estudios prototípicos de Weber (1971) y de Klitgaard y Hall (1974), si bien no es posible soslayar un estudio previo decisivo: el Informe Coleman (Coleman et al., 1966).
La Ley de Derechos Civiles de 1964 preveía en EE.UU. la realización de un estudio sobre la desigual oportunidad educativa con la que contaban los niños de diferente raza y status socioeconómico (SSE). Su finalidad era justificar la reforma educativa con la que se pensaba afrontar el conflicto y la desigualdad social.
El objetivo del estudio, encargado a James Coleman, era determinar el grado de segregación o discriminación existente en las escuelas frecuentadas por distintos grupos raciales, analizando además la relación entre el rendimiento y los recursos disponibles en tales centros.
La muestra estaba compuesta por más de medio millón de alumnos y por unos 60.000 profesores pertenecientes a 4.000 escuelas de todo el país. Los alumnos contestaron pruebas estandarizadas de rendimiento y aptitud. Los profesores contestaron una encuesta sobre su propio historial y su experiencia educativa. Los datos sobre los recursos incluían un amplio rango de variables, desde los salarios hasta el número de libros disponibles en el centro.
El resultado más sorprendente del Informe Coleman, publicado en 1966, era la escasa influencia que ejercían los recursos educativos sobre el rendimiento. Es decir, una vez controlado el efecto del status socioeconómico, ciertos factores como el gasto por alumno, la experiencia del profesorado, la existencia de laboratorio de ciencias o el número de libros en la biblioteca, tenían poco poder predictivo sobre el rendimiento.
Se halló que los alumnos de los mismos centros mostraban mayores diferencias entre sí que los matriculados en colegios distintos. Esto se interpretó como apoyo a la hipótesis de que el centro y los recursos disponibles son pobres determinantes del rendimiento, si los comparamos con las diferencias debidas a las condiciones socioculturales y familiares de los alumnos. En síntesis, la calidad de la enseñanza no parecía guardar una relación consistente y significativa con el rendimiento académico.
Las reacciones no se hicieron esperar, aunque los «reanálisis» no pudieron desconfirmar estos hallazgos, a pesar de las críticas metodológicas planteadas (problemas de muestreo, confusión de diferentes tipos de escuelas y de aulas, infraestimación del efecto de la escuela al introducirla en la ecuación de regresión después de las variables familiares, etc.).
El pesimismo de estas conclusiones se vio reforzado con las tesis jansenistas sobre el carácter hereditario de la inteligencia, que se sumaban a la negación de la eficacia del movimiento de reforma social y educativa. Ante esta situación, los reformistas se movilizaron en dos direcciones: 1) la búsqueda de evidencia alternativa, capaz de situar en sus justos términos algo que parecía inmediato al sentido común: que la escuela influye sobre el rendimiento de sus alumnos; y 2) un análisis en profundidad de los supuestos economicistas y «cajanegristas» implícitos en el Informe Coleman y en el modelo input-output del rendimiento.
Antes de entrar en el análisis de esos supuestos, haremos una breve referencia a dos destacados estudios cuyos resultados contradijeron radicalmente la evidencia obtenida por Coleman.
Dos trabajos destacan especialmente: el de Weber, de 1971, y el de Klitgaard y Hall, de 1974. El punto de partida de Klitgaard y Hall es que si la varianza total del rendimiento no puede ser exclusivamente explicada por las diferencias entre los alumnos (v. gr. aptitudes, motivación, etc.), existen razones para pensar en la posibilidad de mejorar el rendimiento en las escuelas.
Como indicadores de eficacia se utilizaron pruebas de lectura y matemáticas, analizando datos de diversas muestras de escolares a lo largo de los años 60. Los resultados no contradijeron los hallazgos de Coleman; sin embargo, encontraron que cierto número de centros (una proporción cercana al 10 por 100) mejoraba significativamente el rendimiento una vez controlado el historial del alumno.
Por su parte, el de Weber es también uno de los estudios pioneros, haciéndolo especialmente interesante su intento de búsqueda de los procesos que operan en las escuelas urbanas eficaces. Su punto de partida es el rechazo de la tesis de que las dificultades socioculturales o intelectuales son una explicación suficiente del fracaso de los alumnos de bajo status socioeconómico.
Weber pidió a diversos especialistas en lectura, editores y responsables educativos que identificasen escuelas potencialmente eficaces. Los centros elegidos fueron contactados para una posible evaluación externa, utilizando como variable dependiente una prueba sobre el dominio del lenguaje habitual. Además, se practicaron entrevistas y observaciones.
Como criterio de eficacia se tomó la superación de las normas nacionales de lectura en centros no selectivos, es decir, con alumnos representativos de los diferentes estratos socioeconómicos. Las observaciones y las entrevistas, en los pocos centros que pasaron este criterio, mostraron la existencia de las siguientes propiedades organizativas:
Aunque no está exento de limitaciones, este estudio contribuyó a impulsar la investigación sobre los efectos escolares y a fundamentar las insuficiencias del enfoque proceso-producto, que veremos a continuación.
El Informe Coleman y los subsiguientes estudios del mismo corte constituyen lo que se ha denominado un modelo input-output o proceso-producto del rendimiento, puesto que su objetivo es relacionar los inputs o «entradas escolares» (tales como el presupuesto educativo o los recursos didácticos disponibles) con los outputs o resultados (tales como los logros académicos del alumno).
La crítica esencial a este enfoque puede resumirse en el cuestionamiento del modelo economicista implícito: no se trata tanto de si la escuela logra lo que debería alcanzar, cuanto de cómo se relacionan sus recursos con sus resultados.
Este supuesto economicista presenta graves limitaciones para su extensión a la escuela. Por un lado, los modelos industriales de eficiencia se basan en la operación de un sistema de mercado competitivo, lo cual no corresponde obviamente al caso de la enseñanza pública (ni siquiera al de la privada probablemente).
Por otro lado, ese modelo económico asume una clara definición del resultado o del producto, anticipando incluso la demanda y los costos del servicio antes de su producción. Tampoco es éste el caso escolar; basta con que consideremos la naturaleza simbólica o abstracta del producto educativo.
Más concretamente, las críticas del enfoque proceso-producto señalan limitaciones referidas tanto a los criterios de medida como a sus predictores y al diseño mismo de las investigaciones (Madaus, Airasian y Kellaghan, 1980; Walberg y Rasher, 1979).
El problema básico de los criterios utilizados es el siguiente: ¿hasta qué punto representan los resultados en pruebas estandarizadas los conocimientos y habilidades enseñados y adquiridos en el aula?.
Con objeto de certificar con garantía la formación adquirida por los escolares, a lo largo de los años 70 se produjo en EE.UU. la proliferación de «pruebas de competencias mínimas». Su uso vendría a reforzar el viejo debate sobre los sesgos del diagnóstico psicoeducativo, al comprobarse, una vez más, que los distintos grupos sociales quedaban desigualmente representados en los resultados de estas pruebas (Bersoff, 1982; Reschly, 1979; Reynolds, 1982).
De esta forma era nuevamente cuestionada la tradicional representatividad del dominio como criterio de decisión en materia de evaluación educativa, planteándose la necesidad de complementar la validez de contenido con la validez instructiva o curricular (Lerner, 1981) y reconociéndose, por tanto, la naturaleza interactiva y multifacética del proceso de enseñanza-aprendizaje. Dicho de otra forma, ¿hasta qué punto y en qué condiciones se enseña lo que debería enseñarse?.
Se trata de una cuestión compleja, puesto que una conceptualización no reduccionista de los determinantes del rendimiento requiere enfrentar, al menos, dos interrogantes (Báez, 1987). En primer lugar, ¿en qué medida recoge la certificación académica -sean calificaciones del profesor o pruebas estandarizadas- la variedad de experiencias de aprendizaje protagonizadas en el centro escolar? Por lo pronto, esta cuestión plantea el tema de los resultados afectivos y psicosociales, y no sólo del alumno.
En segundo lugar, ¿qué papel juegan en la adquisición de contenidos -y en el resto de experiencias de aprendizaje- los factores que exceden la esfera individual del alumno, tales como la infraestructura física y material, las relaciones interpersonales o la estructura organizativa de la enseñanza? Al situarnos en este punto estamos abandonando el campo de los criterios para entrar en el de los predictores.
El enfoque proceso-producto de los efectos escolares ha utilizado un grupo muy restringido y peculiar de variables predictivas, dando mayor importancia a la infraestructura física y a los recursos financieros que a la vida social en el aula y en el centro.
La dificultad de operativizar las variables de proceso (v. gr. el tipo de agrupamiento de los alumnos, el estilo docente del profesor o la interacción en el seno de la clase), frente a la relativa facilidad para operativizar indicadores estáticos o estructurales, limitaba aún más las posibilidades de seleccionar variables predictivas poderosas.
Otro problema detectado en los predictores es su rango de variación y los artificiales resultados a los que puede llegarse como consecuencia de la agregación de los datos.
En relación con la variabilidad, se ha sugerido (McPartland y Karweit, 1979) que los inputs escolares tienen una pobre conexión con el rendimiento debido al limitado rango de centros participantes en los estudios. El propio Coleman halló que las diferencias de recursos entre los centros eran muy escasas. Esto viene a significar que las escuelas no explican las diferencias de rendimiento, porque las escuelas mismas no son diferentes entre sí, justificándose así el mayor poder predictivo de las variables familiares (las diferencias entre familias «buenas» y «malas» tienden a ser mayores que las diferencias entre centros mejores y peores).
No significa esto que los efectos del centro sean poco importantes. Sin embargo, para captar estos efectos con métodos correlacionales caben dos posibilidades (Wolf, 1979): a) seleccionar muestras que representen y maximicen el rango de prácticas, de ambientes y de estructuras educativas; y b) desarrollar instrumentos capaces de apresar las peculiaridades intracentro.
El primer supuesto ha sido totalmente apoyado por los estudios evaluativos internacionales. Las quejas sobre los escasos efectos del centro sobre el rendimiento proceden de países industrializados (EE.UU., Europa, Japón...), en los cuales la enseñanza es obligatoria y, por tanto, existen condiciones estructurales muy similares. En los países en vías de desarrollo, por el contrario, las variables del centro tienen mayor poder predictivo que las variables familiares.
El segundo supuesto, es decir, la utilización de instrumentos sensibles a la variabilidad intracentro, ha sido apoyado, como luego veremos, por los estudios de la segunda generación, más interesados en la identificación de los procesos y de las interacciones educativas.
En cuanto al problema de la agregación, se refiere a los artificiosos resultados que pueden obtenerse como consecuencia del uso de puntuaciones promediadas por aula, centro o distrito (Fraser y Fisher, 1983; Sirotnik, 1980). El uso de promedios se basa en el falso supuesto de que todos los alumnos de un mismo centro o clase reciben la misma experiencia educativa, minimizando y oscureciendo con ello el hecho de que proceden de distintas condiciones familiares y socioculturales, que reciben clases de distintos profesores (que pueden variar en cuanto a eficacia instruccional) o que son expuestos a contenidos y actividades diferentes, etc.
De esta forma, la varianza «intraescuela» se considera menor que la variación «entre» escuelas, lo cual probablemente invierte los términos reales.
El principal problema de diseño al que se enfrentan los modelos input-output y todas las investigaciones de escuelas eficaces es la imposibilidad de determinar efectos absolutos de la escolaridad.
Dicho de otra forma, cuando los primeros investigadores al respecto afirmaban que la escuela no ejercía una influencia significativa sobre el rendimiento académico, no disponían de un grupo de control equivalente de alumnos no escolarizados en comparación con el cual estimar los efectos de la asistencia y de la no asistencia a la escuela.
La investigación posterior de eficacia escolar pretende aislar efectos relativos y no absolutos. En la práctica, el diseño más utilizado es el correlacional, basado en datos de cuestionarios, que permite soslayar las rigurosas condiciones exigidas por un experimento. A cambio, esta metodología sufre tanto las serias limitaciones que imponen las técnicas correlacionales (i.e., la imposibilidad de establecer conexiones causales), como las debidas al manejo del gran número de variables que suelen incluirse en estos trabajos (representatividad de las personas que contestan, deseabilidad social, covariación y multicolinealidad de los indicadores, problemas para separar la varianza entre factores personales, familiares, escolares, etc.).
Una vez comentadas las principales insuficiencias teóricas y metodológicas de los modelos inputs-outputs, podemos pasar a los estudios de la segunda generación, cuya nota más característica es el refinamiento teórico y metodológico.
Miller (1985) denomina así al conjunto de estudios que no tratan ya de demostrar lo evidente (i.e., que existen escuelas inusualmente eficaces, una vez controlados los factores socioeconómicos e intelectuales), sino que han pasado a ocuparse de cuestiones más sustantivas, tales como la mejora de la calidad de la investigación empírica o el análisis de los procesos de cambio educativo y organizativo.
Entre estos nuevos estudios destacan los del grupo de Rutter (Rutter et al., 1979), en Inglaterra, y los de Brookover (Brookover et al., 1979), en EE.UU. Junto a estas evaluaciones de los centros educativos, hay que citar también los trabajos emprendidos para verificar la eficacia de programas específicos de innovación curricular (Purkey y Smith, 1983), todos los cuales relacionan los mejores niveles de rendimiento con características tales como las altas expectativas del profesorado, la flexibilidad de los agrupamientos y las actividades educativas, los sistemas de evaluación (que contienen efectos correctores sobre el programa), la implicación del director en el proceso de enseñanza (más que su adopción de un rol administrativo), la participación de los padres en la escuela, etc.
Aparecen también importantes elementos nuevos, como un equilibrio entre la autonomía del profesor y el sentido colegiado del trabajo docente, evidenciado por los frecuentes contactos formales e informales para consultarse y observarse mutuamente.
Estas y otras investigaciones han dotado al «movimiento de escuelas eficaces» de una vitalidad claramente ilustrada por la profusión de trabajos de estudio publicados, ya que además de contar con diversas revisiones integradoras (Edmonds, 1982; Miller, 1985; Purkey y Smith, 1983), disponemos asimismo de revisiones de otras revisiones (Deal, 1985; Good y Brophy, 1986; Good y Weinstein, 1986,; Purkey y Smith, 1985a, 1985b).
Todos estos informes demuestran la existencia de centros educativos claramente eficaces. Sin embargo, no hay consenso definitivo acerca de las características que permiten su diferenciación respecto a las escuelas ineficaces.
La lista de elementos prototípicos propuesta por Edmonds (1982) se halla entre las más citadas. A partir de sus propios estudios y de la comparación con los resultados de otras investigaciones, Edmonds resumió en cinco los componentes de las escuelas eficaces:
1) Fuerte liderazgo instructivo del director del centro, que presta gran atención a la calidad de la enseñanza.
2) Altas expectativas entre los profesores sobre las posibilidades de aprendizaje de todos los alumnos, concretadas en la obtención, cuando menos, de los contenidos mínimos.
3) Una atmósfera ordenada y segura, facilitadora y estimulante tanto del aprendizaje como de la enseñanza.
4) Un fuerte énfasis en la adquisición de las habilidades básicas.
5) Frecuentes evaluaciones y controles del rendimiento que se utilizan para mejorar los programas educativos.
En algunos casos se ofrecen descripciones más pormenorizadas que completan esta lista con características como:
Es difícil obtener una relación definitiva y ponderar el peso relativo de cada una de esas características, debido a la diversidad de indicadores y de métodos de investigación utilizados en los distintos estudios.
En cualquier caso, la importancia de estos hallazgos no radica en la calidad de los estudios concretos, sino en el hecho de que diferentes investigadores, que parten de supuestos distintos y que utilizan también métodos distintos, llegan a conclusiones muy similares.
De forma sistemática y convergente, estos estudios ofrecen una lista de características diferenciales de los centros que está asociada a la eficiencia educativa, entendiendo por ello tanto el alcance de resultados académicos superiores, como la existencia de mejores condiciones de trabajo para los profesores, de mayor calidad de las relaciones con los alumnos, de menores problemas de disciplina y de comportamiento, etc.
Aun siendo importantes, esos datos dicen muy poco acerca de cómo se combinan tales elementos para influir sobre el rendimiento: ¿por qué algunos profesores tienen altas expectativas sobre las posibilidades de los alumnos mientras que otros carecen de ellas?; ¿qué hace que algunos centros tengan metas y objetivos «consensuados», bien definidos y asumidos por el conjunto del profesorado, mientras que otros se caracterizan por el conflicto?...
Para que el «movimiento de escuelas eficaces» pueda influir sobre la mejora educativa deberá responder a este tipo de interrogantes, sustituyendo el retrato estático de las escuelas eficaces por imágenes dinámicas sobre sus procesos y funciones. Esto no puede hacerse sin un esfuerzo teórico-explicativo.
Hemos dicho, precisamente, que además de por el refinamiento metodológico, los estudios de la segunda generación se interesan por la elaboración de marcos conceptuales. En tal sentido, la integración de los hallazgos empíricos con la literatura del cambio organizativo y de la innovación educativa está siendo una fuente decisiva de hipótesis de trabajo.
El retrato de las escuelas ha sido articulado por Purkey y Smith en un modelo cultural de las relaciones escolares, integrado por nueve dimensiones generales que establecen el contexto sobre el que operan cuatro procesos (véase tabla 1).
El argumento consiste en que estas dimensiones y estos procesos definen una cultura organizativa fuerte (Deal, 1985; Fuller e Izu, 1986; Purkey y Smith, 1985a, 1985b): entre los profesores de esos centros existe un alto grado de convergencia, tanto en sus creencias sobre las prioridades educativas y los métodos y prácticas instructivas requeridas como en sus expectativas sobre la forma en que van a ser ejecutadas por los alumnos.
También Rutter y Brookover utilizan el concepto de «cultura escolar» para describir el complejo y dinámico sistema social que hace de cada centro un lugar diferenciado de trabajo, con un ethos o una personalidad distinta.
TABLA 1 | |
Características de las escuelas eficaces (Purkey y Smith, 1983) | |
FACTORES (CONTEXTO) | PROCESOS (CULTURA) |
1. Democracia en la Gestión y en la Toma de Decisiones | |
2. Liderazgo | I. Planificación colaboradora y relaciones colegiadas. |
3. Estabilidad del Personal | I |
4. Programas organizados y coordinados | II. Sentido de la comunidad |
5. Formación del Profesorado | III. Metas claras, expectativas comunes y compartidas |
6. Compromiso y Apoyo de los Padres | |
7. Reconocimiento Público del Aprovechamiento académico | IV. Orden y Disciplina |
8. Máximo tiempo de Aprendizaje | |
9. Apoyo Oficial ( a 1, 2, 3, 4, ...) |
Ya hemos repasado las aportaciones del «movimiento de escuelas eficaces»: el afán objetivista de la investigación sobre el rendimiento ha demostrado el menor poder predictivo que tienen los elementos materiales y formales de la enseñanza sobre sus resultados, si los comparamos con la capacidad explicativa que tiene justamente la utilización de esos recursos.
Para entender este uso diferencial de los recursos hay que abordar la compleja red de valores, normas, roles y actitudes que subyace a los procesos de planificación y coordinación educativa y que justifica la elección de una u otra metodología didáctica.
Los resultados de la investigación naturalista, que luego comentaremos, no indican que las escuelas eficaces tengan modos de funcionamiento asimilables a los de las organizaciones lucrativas. De hecho, si las escuelas funcionasen como burocracias racionales (es decir, estableciendo metas y planes intencionales con el fin de salvar la distancia entre sus condiciones actuales y un estado ideal deseado, contando con mecanismos coordinados y con un sistema de control que actuara según el análisis de costos y beneficios), bastaría con situar las innovaciones al alcance de cada centro para que éste las integrase en sus rutinas.
Sin embargo, esta estrategia de innovación «de arriba a abajo» ha conseguido resultados más bien pobres (Fullan, 1982; Sarason, 1980). Frente a esa imagen racionalista, lo que se observa en las escuelas eficaces es un alto grado de consenso entre los profesores acerca de lo que los alumnos pueden aprender; un contexto social que estimula al profesor a reflexionar sobre su actuación en el aula (comparándola con la de los compañeros) y en el que el trabajo se planifica conjuntamente, las decisiones son compartidas y las relaciones interpersonales son característicamente amistosas.
Aquí es donde entran precisamente las aportaciones de la literatura organizativa, que nos permiten concebir la escuela como una «organización socialmente construida». Frente a las metáforas racionales o deterministas (Meyer y Rowan, 1984; Weick, 1976; Willower, 1982), lo que parece ofrecer un mayor juego explicativo para entender el trabajo educativo son las imágenes de corte social, que enfatizan el papel iniciador del sujeto o la dimensión proactiva de su comportamiento (Astley y van de Ven, 1983; Scott, 1984).
Según esta visión, la escuela no es una estructura petrificada o inmutable sino que, por el contrario, tiene un carácter dinámico; es activamente construida, sostenida y modificada por sus miembros mediante procesos de negociación y de influencia social.
En relación con este concepto de «cultura escolar», la literatura sobre la innovación educativa ofrece aportaciones tanto teóricas como metodológicas.
A nivel teórico, esa literatura coincide en la impugnación de la imagen racional-burocrática, ofreciendo conceptos explicativos que permiten conectar la ejecución individual del profesor con el difuso concepto de cultura escolar (Erickson, 1987; Deal, 1985; Fullan, 1985). A nivel metodológico, ofrece herramientas que permiten operativizar rigurosamente las variables y los procesos en los que se sustentan esos mecanismos explicativos (Little, 1982; Wilson y Corbett, 1983).
Probablemente lo más interesante de estas aportaciones sea la posibilidad de refutar las críticas que se hacen desde una «perspectiva objetivista» al concepto de cultura, por considerarlo más intuitivo que explicativo.
Con independencia de si la intuición en sí misma es algo deseable en un campo esquilmado por el empirismo, lo cierto es que la perspectiva cultural o simbólica no carece de instrumentación rigurosa.
Así, por ejemplo, tenemos la propuesta de Miskel, McDonald y Bloom (1983), que integra los conceptos de expectativa y de esquema cognitivo para conectar las variables personales y organizativas desde una perspectiva del procesamiento de información social.
El supuesto fundamental es que los individuos adaptan sus comportamientos, actitudes y creencias al contexto social en el que se desenvuelven. En este sentido, el ambiente del centro orienta la construcción de significados y creencias socialmente deseables, a la vez que ofrece razones aceptables para la acción de profesores y alumnos.
Sobre la base de esta interpretación del ambiente, las personas desarrollan justificaciones para sus conductas, haciéndolas significativas y explicables; por otro lado, esto no implica que siempre las justificaciones precedan a la acción.
En relación con todo ello, lo esencial es que las escuelas eficaces generan un sentido de pertenencia y un conjunto de valores y normas compartidos entre sus miembros. De esa «fuerte cultura organizativa» de la escuela se sigue una cuidadosa coordinación de esfuerzos, de manera que el trabajo de los diferentes profesores es consistente y aditivo, y no interferente o sustractivo.
Sabemos que la escuela es una «organización débilmente interconectada (Weick, 1976), debido principalmente a la incertidumbre que se deriva de manejar tareas abstractas o simbólicas, como son las educativas, y debido también a la propia debilidad de la tecnología educativa. Es aquí donde la cultura organizativa compartida por profesores y alumnos pasa a jugar un papel fundamental como mecanismo de acoplamiento e integración.
Por otra parte, los conceptos personales de expectativa y de esquema cognitivo en los que se sustenta el procesamiento de información social, tienen su réplica organizativa en el concepto de «vínculo» (lazo o enganche, del inglés linkage), con el que se pretende apresar la interrelación de patrones comportamentales y la interdependencia de las distintas partes de la escuela (Louis, Molitor y Rosemblum, 1979). Wilson y Corbett (1983) han propuesto y verificado la utilidad explicativa de vínculos de tipo cultural, estructural e interpersonal.
Los vínculos culturales son los mecanismos organizativos que promueven la creación de patrones similares de comportamiento mediante el desarrollo de definiciones compartidas (v. gr.) el grado de acuerdo colectivo sobre las prioridades del centro. Es interesante señalar que no sólo estos vínculos tienen la función de eliminar la ambigüedad y de fortalecer el consenso, sino que además esas metas comunes ofrecen incentivos motivacionales para pertenecer y contribuir al centro.
Los vínculos estructurales son los procedimientos a través de los cuales el centro controla las responsabilidades y la conducta de sus miembros. Dos indicadores de estos vínculos son la discrecionalidad (grado de influencia personal en las decisiones sobre la enseñanza) y las reglas obligatorias (carácter más o menos estricto de las normas en materia docente).
Por último, los vínculos interpersonales vienen dados por las oportunidades que tienen los miembros de interactuar entre sí respecto a su trabajo (v. gr., el tipo y la frecuencia de discusiones y observaciones).
A partir de estos supuestos, Wilson y Corbett (1983) pudieron demostrar que los patrones de comunicación e interdependencia entre los profesores se hallaban estrechamente relacionados con la «implementación» de innovaciones educativas, haciendo de las hipótesis culturales un instrumento poderoso para explicar y evaluar las propiedades culturales de los centros escolares.
Una fuente alternativa de evidencia que apoya el concepto de «cultura escolar» proviene de algunos estudios de corte naturalista que han tratado de inventariar las prácticas de trabajo de los profesores en centros más o menos eficaces. Lo interesante de estos trabajos es que no parten de la necesidad de verificar conceptualizaciones apriorísticas sobre la vida escolar. Por el contrario, parten de hipótesis abiertas y de métodos semiestructurados para la recogida de datos, que suelen consistir en entrevistas y observaciones relativamente extensivas e intensivas durante períodos significativos de tiempo escolar (de uno a tres o cuatro cursos).
Un ejemplo característico de este tipo de investigación es el estudio de Little (1982), quien categorizó sus datos de interacción atendiendo a criterios como frecuencia, inclusividad, actores (es decir, quién interactúa con quién), localización (pasillos, clases, despachos, seminarios, claustro) y contenidos (intercambio de opiniones, compartir material, diseñar actividades...). Con ello se elaboró un inventario para determinar qué interacciones eran más cruciales para la actualización y formación permanente del profesorado. Algunas conclusiones destacaban especialmente en los centros más eficaces:
En definitiva y para terminar este apartado de implicaciones teóricas del «movimiento de escuelas eficaces», dos son las principales conclusiones que cabe extraer de la perspectiva cultural:
Por un lado, y sin negar el papel de las diferencias individuales (en intereses, compromiso, destrezas o persistencia), el patrón prevalente de interacciones en cada centro educativo crea ciertas posibilidades de actuación.
Por otro lado, algunos centros escolares sostienen expectativas y normas compartidas para el trabajo colegiado y la mejora continua de sus prácticas mediante actividades consistentes de planificación, coordinación, discusión, observación y evaluación. Estas actividades estimulan la iniciativa individual y reconocen la experiencia y el conocimiento de los otros, creando un contexto social caracterizado por la cohesión.
Una primera implicación que se deduce de la discusión previa consiste en que el cambio educativo es una empresa muy compleja, más compleja de lo que se había creído hasta no hace mucho tiempo.
Los centros escolares sólo son similares en apariencia; por tanto, las propuestas de cambio deben ser lo suficientemente diferenciadas y flexibles como para reflejar las peculiares necesidades y los intereses de cada centro.
Desde un punto de vista general, la estrategia más recomendable sería aquella que promoviese la planificación colaborativa y el trabajo colegiado, implicando a las personas afectadas tanto en la «implementación» como en la toma de decisiones.
No debería olvidarse que el profesor forma parte de una organización a la cual le unen lazos estructurales e interpersonales diversos, que resultarán afectados por las propuestas de actuación a nivel individual.
En esta misma línea de razonamiento las propuestas de mejora psicoeducativa que parecen contar con mayor probabilidad de éxito son las que consideran el centro, en su conjunto, como unidad de análisis y sujeto de intervención.
El reto consiste en establecer un equilibrio razonable entre la planificación y el control emanados desde el centro, con las iniciativas individuales y grupales de profesores y equipos docentes. Para ello, las normas que garantizan la autonomía del profesor tras las puertas de su clase deberían tener un peso menor que los objetivos comunes del conjunto del profesorado.
Por otro lado, también es importante que el centro escolar tenga metas claras, públicas y «consensuadas», en base a las cuales seleccionar objetivos, contenidos y materiales.
A un mayor nivel de concreción, el «movimiento de escuelas eficaces» ha venido generando desde finales de los años 70 diversos programas de mejora educativa que combinan la diseminación de los hallazgos de la investigación con la asistencia técnica específica a los centros. Por lo general, estos programas comienzan con una valoración de necesidades para determinar qué características de las que definen las escuelas eficaces deben ser introducidas o fortalecidas en el caso de que ya existan (coordinación docente, relaciones interpersonales, sistemas de evaluación, relaciones familia-escuela, etc.).
Las intervenciones suelen consistir en seminarios y talleres demostrativos, inicialmente conducidos por expertos externos que progresivamente van dejando paso a consultores locales.
Otras características comunes a estos programas son las siguientes (Edmonds, 1982):
Aunque no todos los programas han sido consistentemente evaluados, la evidencia general es positiva, obteniéndose mejoras tanto en el rendimiento como en el propio funcionamiento de los centros.
En cualquier caso, la necesidad de desarrollar evaluaciones sistemáticas es un aspecto más de los que requieren investigación rigurosa, al igual que otros temas como son:
Para terminar el análisis propuesto del «movimiento de escuelas eficaces», veremos finalmente algunas de sus implicaciones sociales.
El «movimiento de escuelas eficaces» ha hecho renacer la confianza pública en el sistema educativo, no sólo considerado en sí mismo, sino también en lo que se refiere a sus posibilidades para disminuir las desigualdades sociales, reformulando el principio de igualdad de oportunidades.
Algunos críticos consideran, sin embargo, que el fundamento de esa confianza es más bien endeble (Acton, 1980; Murphy, 1986) y que este movimiento no es más que una nueva versión del reformismo educativo que está destinada al fracaso.
En síntesis, estos críticos se plantean en qué medida es socialmente importante la diferencia positiva que establecen las escuelas eficaces.
Su respuesta es inmediata: incluso en el caso de que ejercieran un efecto poderoso sobre el rendimiento del niño, esos cambios no persistirían mucho tiempo, puesto que ni la asistencia a la escuela ni las calificaciones obtenidas están significativamente asociadas a la posterior ocupación profesional.
Si el debate se establece en estos términos sociológicos generales, siempre podría recurrirse a un argumento histórico que hace casi incontestable la evidencia sobre los efectos de la escuela: ¿cómo se explicaría, por el contrario, el hecho de que la capacidad para leer y escribir no se generalizara previamente al desarrollo industrial y a la subsiguiente escolaridad obligatoria en el siglo pasado?.
La visión pesimista de la función social de la escuela sostiene que la única misión de la enseñanza es transmitir aquellos conocimientos y habilidades que necesita la sociedad. El hecho de que ésta sea una sociedad estratificada es lo que hace que los alumnos de las clases medias y altas mantengan siempre una ventaja significativa sobre los alumnos de las clases trabajadoras. Dicho de otra forma, las diferencias «intraescolares» (es decir, entre los alumnos) son siempre mayores que las diferencias entre escuelas.
Esto supone que aun «implementando» en los centros que lo necesitasen las características de las escuelas eficaces (contando con que ello fuera posible dados los recursos teóricos, humanos y materiales disponibles), aun en ese caso, la elevación generalizada de los niveles de rendimiento no cambiaría las posibilidades de empleo ni el acceso a la enseñanza superior.
La réplica de los representantes del «movimiento de escuelas eficaces» a este tipo de críticas es contundente (Rutter et al., 1980): el objetivo de los proyectos de mejora educativa basados en las características de las escuelas eficaces es disminuir o atenuar tanto las diferencias «intracentros» como las diferencias entre centros.
El eje básico en el que gira esta polémica es el propio criterio de éxito escolar. En sentido estricto, las definiciones más aceptadas se refieren a la escuela eficaz como aquella capaz de obtener porcentajes similares de logro educativo para las distintas clases sociales.
Esto implica la reformulación del principio de igualdad de oportunidades, entendiéndolo no como las mismas condiciones para todos los niños, sino como la provisión de las condiciones diferenciales que reclama cada alumno según sus características personales y sociofamiliares.
Si esperamos que las escuelas, por eficaces que puedan llegar a ser en un futuro más o menos inmediato, sean capaces de eliminar por sí mismas las desigualdades sociales, lo único que estamos haciendo es confundir niveles de análisis, asimilando la política social a la política educativa y reduciendo el problema del cambio social al del cambio de profesores y alumnos.
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(1) Publicado en el número 294 (enero-abril 1991) de la "Revista de Educación" del Ministerio de Educación y Ciencia de España. Se reimprime con la autorización del autor.
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