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Revista Iberoamericana de Educación Número 6 Género y Educación |
* Marina Subirats Martori es doctora en Filosofía y Letras, catedrática de Sociología en la Universidad Autónoma de Barcelona y actualmente desempeña el cargo de directora del Instituto de la Mujer (España). Por este último cargo forma parte de distintos organismos internacionales. Es autora de numerosos libros y estudios individuales y en colaboración, así como de artículos en revistas especializadas. |
El término «coeducación» es utilizado comúnmente para referirse a la educación conjunta de dos o más grupos de población netamente distintos: aun cuando ha sido a veces aplicado a la educación conjunta de grupos formados sobre la base de características de diversos tipos -clase social, etnia, etc.-, su uso habitual hace referencia a la educación conjunta de dos colectivos humanos específicos: los hombres y las mujeres. Esta es la acepción que será considerada en este trabajo.
La coeducación designa una cierta manera de entender la educación de niños y niñas: los partidarios y partidarias de ella han sido, en cada época, aquellas personas que creían que hombres y mujeres debían educarse conjuntamente y recibir igual educación. A lo largo del debate histórico que ha generado la conveniencia o no de la coeducación, otros términos han sido utilizados: así, a «escuela mixta» se ha opuesto «escuela separada», «escuela segregada» o, con otro matiz, «escuela paralela»; «coinstrucción» o «coenseñanza» sustituyen a veces al término «coeducación». Sea cual sea la palabra utilizada, el quid de la cuestión gira siempre en torno a la conveniencia de que los hombres y mujeres reciban una misma educación. Sin embargo, el concepto de «educación igual» no se mantiene de modo homogéneo en el tiempo, de manera que «coeducación» no ha designado exactamente el mismo modelo educativo en todas las etapas históricas.
La evolución del concepto de coeducación ha sido simultáneo con el cambio de posiciones de las mujeres en la sociedad. Y, como este cambio, ha debido enfrentarse a opiniones contrarias, siendo, en muchos momentos, considerado inadecuado y aun ridículo. Por esta razón, y para comprender las diferencias de los contenidos que designa, es necesario hacer un breve recorrido histórico que permita situar las variaciones en los patrones socialmente aceptados relativos a la educación de las mujeres.
En efecto, aunque la coeducación supone modelos de enseñanza que afectan tanto a la educación de las niñas como a la de los niños, el debate que se establece sobre este término está especialmente relacionado con el concepto predominante en cada época sobre la forma adecuada de educar a las mujeres. Esta opción coeducativa supone en cada etapa una búsqueda mayor de igualdad, frente a otras opciones que propugnan el mantenimiento de las diferencias.
A partir de la década de los setenta, se han desarrollado en los países anglosajones diversas investigaciones teóricas y empíricas que han estudiado la desigualdad social por razón de sexo, y han proporcionado una nueva visión sobre el papel de la escuela y del sistema escolar en la formación de los estereotipos sexuales. En un momento en que el acceso de la mujer a todos los niveles de enseñanza ha hecho de la escuela mixta una realidad mayoritaria, hay que preguntarse si su implantación formal ha supuesto también la superación de los presupuestos que justificaban las diferencias educativas vigentes hasta una etapa histórica muy reciente, o si, contrariamente y bajo esta apariencia de igualdad, se continúa tratando a unos y otras de manera distinta, porque en el fondo no han cambiado las expectativas educativas en relación a la adopción de roles diferenciados según el sexo.
Un modelo separado y diferenciado desde el siglo XVIII
Las bases del actual sistema educativo comienzan a construirse en Europa a mediados del siglo XVIII. Según las ideas educativas vigentes entonces, hombres y mujeres fueron creados por Dios para desempeñar destinos sociales distintos y, en consecuencia, también su educación debía ser muy diferenciada. Aunque se va imponiendo la idea -introducida en España por el Informe Quintana (1813)- de que todos los ciudadanos deben recibir educación escolar, se mantiene la polémica sobre la conveniencia de que las niñas se beneficien también de ella. Las propuestas y directrices se centran de forma explícita sobre lo que debe ser la educación de los niños, en tanto que la educación de las niñas se articula siempre en torno a los rezos, el aprendizaje de labores domésticas y el recorte de las asignaturas prescritas para los niños. Se argumenta que las niñas ni deben estudiar ni necesitan una cultura profunda, porque ello las puede distraer y alejar de su función principal, la de esposas y madres. La posibilidad de una instrucción básica para el conjunto de las mujeres es extremadamente reducida y el acceso a estudios medios y superiores les está prohibido. Únicamente las niñas y muchachas de la clase alta recibirán unas enseñanzas consistentes en «nociones» de música, dibujo u otras materias, destinadas a que puedan intervenir en una conversación, pero en ningún caso a que puedan realizar a partir de ellas un uso creativo más allá de su ámbito doméstico.
La justificación teórica de esas limitaciones al acceso de las mujeres a la cultura ha sido elaborada por diversos pedagogos. Destaca especialmente Rousseau -padre de la pedagogía moderna y autor más significativo de este período- que tendrá una influencia decisiva sobre las propuestas pedagógicas de los dos siglos venideros. En coherencia con la idea de la diferencia de destinos sociales, Rousseau plantea unos principios totalmente diferenciados para la educación de niños y niñas: mientras que para Emilio el proceso educativo se basa en el respeto a su personalidad y en la experiencia, que debe proporcionarle los conocimientos adecuados para convertirse en un sujeto con criterios propios, libre y autónomo, la educación de Sofía debe ir encaminada a hacer de ella un sujeto dependiente y débil, porque el destino de la mujer es servir al hombre y, por tanto, una educación semejante a la de Emilio, que la convirtiera en un ser autónomo, la perjudicaría para el resto de su vida. Con esta diferenciación tan explícita, Rousseau se convierte -atrapado por las limitaciones de su época- en el padre de la pedagogía de la subordinación de la mujer e incurre incluso en una notoria contradicción. Por una parte, considera que la naturaleza ha creado distintos a hombres y mujeres, les ha dado intereses y capacidades también distintos. La asunción de un destino genérico parece, por tanto, derivarse del hecho inscrito en la biología. Pero, por otra parte, si bien confía, para la educación del varón, en un proceso en el que bastaría con permitir el despliegue de su naturaleza, aconseja emplear en la educación de la mujer todos los medios posibles para forzarla a aceptar su papel subordinado: habrá que contrariarla a menudo -dice-, negarle su voluntad y desorientar sus criterios, puesto que, en el caso de que se creyera capaz de tenerlos, no asumiría la condición subordinada para la que ha sido creada. Sin embargo, aunque de manera muy minoritaria, también se dejan oír a finales del siglo XVIII y principios del XIX algunas opiniones de mujeres, pertenecientes en su mayoría a la aristocracia, que defienden la necesidad de instruir a las mujeres, porque ello aportará beneficios a los hijos, dado que ellas son sus primeras educadoras. A pesar de iniciarse con un discurso referido a las mujeres de clase alta, la argumentación se utilizará a lo largo de todo el siglo XIX en la defensa de la educación de todas las mujeres.
En España, en correspondencia con las formulaciones teóricas sobre la educación, las leyes educativas de los siglos XVIII y XIX explicitan claramente que niños y niñas deben educarse en escuelas distintas y recibir enseñanzas también distintas. Si por una parte aumenta la necesidad de educar a las niñas -especialmente a las de las clases bajas, que deben realizar algunos conocimientos para poder trabajar-, por otra se establece que su educación ha de ser distinta a la de los niños. Básicamente consistirá en rezar y coser; hasta bien entrado el siglo XIX, en 1821, no se determina en el ordenamiento legal que también deben aprender a leer, escribir y contar, actividades que desde tiempo atrás venían siendo obligatorias en las escuelas de niños. Sin embargo, la precariedad económica de los municipios -los ayuntamientos eran los que debían asumir el sueldo de los maestros- hacía imposible, en muchos casos, la existencia de dos escuelas, y muy frecuentemente niños y niñas iban al mismo centro, aunque no es muy difícil imaginar que recibían una atención y enseñanzas bien distintas.
A lo largo de todo el siglo XIX se avanzará muy lentamente en la escolarización de las niñas, en la formación de las maestras y en el derecho de las mujeres a realizar estudios superiores. El modelo legitimado y predominante continúa siendo la separación escolar, sobre la base, para las niñas, de la oración y la costura. La existencia, por razones económicas, de numerosas escuelas rurales unitarias de niños y niñas, que aparentemente transgreden el modelo, es contemplada en la Ley de Instrucción Pública de 1857, que explicita claramente la obligatoriedad de mantener separados a niños y niñas en dichas escuelas unitarias.
La defensa de la escuela mixta
A finales del XIX empiezan a plantearse algunas propuestas que defienden decididamente la necesidad de que las mujeres reciban una educación escolar más sólida y equivalente a la de los varones. Conseguir la igualdad educativa significa, en esta etapa, que las mujeres puedan tener acceso a los estudios medios y superiores, y que niños y niñas se eduquen en los mismos centros, para mejorar la calidad de la escolarización de éstas. Pero este objetivo es considerado en forma distinta según la cultura de cada país. En efecto, mientras en Estados Unidos y en algunos países del norte de Europa vinculados al protestantismo -Noruega, Suecia, Finlandia, etc.- la práctica de la escuela mixta se implanta ya en el siglo XIX (en Estados Unidos en todos los niveles educativos de la escuela pública), en la mayoría de los países europeos vinculados al catolicismo -España, Italia, Francia, Portugal, Bélgica...- (y también en Inglaterra) la escuela mixta despertaba todavía a principios del siglo XX una encendida oposición y constituía una práctica muy minoritaria que, o bien obedecía a falta de recursos, o bien a experiencias pedagógicas vanguardistas, objeto, en su momento, de fuertes polémicas a favor y en contra.
En España, las primeras defensas de la escuela mixta y de la coeducación se realizan desde el pensamiento racionalista e igualitario, que considera que la igualdad de todos los individuos comporta, a su vez, la igualdad de hombres y mujeres en la educación. Asimismo, la lucha por la emancipación de la mujer influye en las propuestas pedagógicas más progresistas de la época. La Escuela Nueva, que respondía a las aspiraciones y a la concepción del mundo de la burguesía liberal, propone la coeducación como uno de los elementos más significativos de su proyecto de una sociedad democrática e igualitaria. Las argumentaciones a favor de la coeducación están muy vinculadas en algunos casos a la visión de un nuevo rol para la mujer en una nueva sociedad. Este es el caso de Emilia Pardo Bazán que, como consejera de Instrucción Pública, propone en el Congreso Pedagógico de 1892 la coeducación a todos los niveles, con objeto de superar la división de funciones asignadas al hombre y a la mujer. Sin embargo, esta propuesta, que representa un cierto cuestionamiento de la aceptada naturalidad determinista de la división de roles por razón de sexo, no es aprobada en las conclusiones finales. La postura defendida por la Pardo Bazán apoya la experiencia educativa que desde 1876 hasta 1938 llevará a cabo la Institución Libre de Enseñanza, cuyos principios pedagógicos vinculan la coeducación a la escuela renovada, basándose en la convivencia natural de los sexos en la familia y en la sociedad.
A principios del siglo XX, entre 1901 y 1906, partiendo de anteriores experiencias de escuelas racionalistas y laicas, la Escuela Moderna de Ferrer i Guàrdia, que practica la coeducación, extenderá su influencia sobre 34 centros escolares. A su vez, las ideas pedagógicas del movimiento de la Escuela Nueva impulsan también en Cataluña la realización de una serie de experiencias coeducativas de iniciativa privada. Unas y otras, junto a la experiencia de la Institución Libre de Enseñanza, serán el antecedente inmediato de la organización del sistema escolar bajo la Segunda República y el gobierno autónomo de la Generalidad de Cataluña, estructurado bajo el modelo de la escuela mixta para ambos sexos.
Todas estas experiencias coeducativas -tanto públicas como privadas- fueron impuestas por sectores progresistas, con la oposición de los sectores más vinculados a la Iglesia, que esgrimían argumentos religiosos y morales para demostrar la perniciosidad de tal práctica y el peligro que suponía para la integridad moral de ambos sexos, sobre todo para la mujer, e intentaban demostrar que la adopción natural de sus funciones en la familia y en la sociedad exigía una educación distinta y, por tanto, separada. Así pues, el tema despertó en la España de principios de siglo un apasionado debate, no sólo porque cuestionaba una práctica social legitimada durante dos siglos -la de la separación de sexos en la escuela-, sino porque conllevaba una importante carga ideológica al incidir sobre las relaciones sociales entre hombres y mujeres y plantear la revisión de los roles sociales de uno y otro sexo. En la realidad, las experiencias de escuela mixta fueron minoritarias. Incluso en la etapa de la Segunda República, cuando la coeducación fue admitida y considerada necesaria, sólo una minoría de centros llegó a tener carácter mixto. Pero el corto período de la implantación de la escuela mixta desde las instancias públicas fue muy beneficioso para las niñas y las jóvenes, puesto que aumentaron notablemente las tasas de su escolarización y pudieron ampliar su ámbito de actuación.
Al final de la guerra civil queda cerrada, por un largo período, la opción de la escuela mixta. La Iglesia volverá a asumir desde los postulados más retrógrados la iniciativa en el campo de la educación. La legislación franquista prohibirá de nuevo la escolarización conjunta de niños y niñas en los niveles primario y secundario. La educación de las niñas se confiará, en parte, a la Sección Femenina de la Falange, que con todos los medios a su alcance se propondrá difundir un modelo pedagógico dirigido a inculcar a la mujer que la finalidad de su educación se circunscribía a los límites de su función de madre y responsable del hogar. En definitiva, se produce el regreso a los principios ya formulados en el siglo XVIII sobre la educación de las niñas; al igual que entonces, el trabajo fuera del ámbito doméstico se entiende como una desgracia forzada por situaciones extremas de pobreza. El período franquista significa para las mujeres una desvalorización profesional de su formación escolar a través de la diferenciación de currículums y de la escuela separada. Al quedar la mujer recluida de nuevo en el ámbito de lo doméstico, se le negaba la posibilidad de aumentar su nivel cultural y su movilidad social, derecho que había conquistado en el primer tercio del siglo.
Hasta 1970 no se modificará en profundidad la legislación franquista referida a la estructura educativa. En este año, la Ley General de Educación, fruto de las transformaciones sociales y económicas habidas en el país, anula la prohibición de la escuela mixta y crea las condiciones legales que favorecen su extensión; asimismo, generaliza en la Enseñanza General Básica el mismo tipo de currículum para niños y niñas, al establecer una enseñanza homogénea que duraba hasta los trece años.
En los medios educativos progresistas, liberales y antifranquistas, se mantendría siempre la memoria de los avances, prácticos y legislativos, de la etapa histórica anterior. Los nuevos movimientos de renovación pedagógica plantean la educación conjunta de niños y niñas como un logro ineludible; sin embargo, la reflexión sobre la coeducación será un tema muy marginal en sus debates. Las nuevas escuelas activas practican la educación conjunta de niños y niñas en los términos igualitarios de antes del franquismo: lo natural es que niños y niñas se relacionen y convivan en una misma escuela que los trate a todos por igual. Pasarán aún algunos años hasta que comience a replantearse el tema de la coeducación y se ponga en duda la aparente neutralidad e igualdad del sistema educativo en relación a los niños y a las niñas.
La generalización de la escuela mixta y la escolarización femenina
A partir de 1970, una fecha muy tardía en comparación con otros países, va generalizándose en España la escuela mixta. La implantación de la escuela mixta no es consecuencia de un debate pedagógico o de la lucha reivindicativa de las mujeres, sino de la necesidad de legitimar un sistema educativo en el que formalmente hayan desaparecido las diferencias de trato a los individuos. En términos generales, la reflexión sobre la problemática escolar se centrará -hasta bien entrada la década de los setenta- en las desigualdades provocadas por su carácter clasista, en la falta de equipamientos y en la crítica a los contenidos y métodos de la enseñanza tradicional. El tema de la coeducación y su trasfondo social no aparecen en la escena de los debates pedagógicos: se da por sentado que la escuela ya trata por igual a niños y niñas, puesto que van unificándose los programas. En el supuesto de que se constate la existencia de la desigualdad sexual, se atribuye a diferencias naturales, individuales o psicológicas, que la educación debe respetar, o simplemente no se toma en consideración, porque otras desigualdades consideradas prioritarias no dejan lugar a la reflexión sobre el significado real y los efectos que produce la escuela mixta.
A pesar de la inexistencia de una reflexión específica sobre la educación de las mujeres, la implantación de la escuela mixta dentro de las condiciones generales creadas por la Ley de 1970, ha sido positiva para ellas. Desde entonces, su escolarización, que partía de niveles muy inferiores a la de los hombres, tanto cuantitativa como cualitativamente, ha ido aumentando progresivamente y más rápidamente que la de los varones, como ya ocurrió a otra escala en la época de la Segunda República.
La discriminación por razón de sexo en la estructura educativa tiende a disminuir. La enseñanza mixta, una de las antiguas reivindicaciones de la coeducación, es una situación visiblemente ventajosa para las mujeres, en comparación con la educación segregada.
Así pues, ¿se ha conseguido la coeducación? ¿Es ya la educación de hombres y mujeres igualitaria? ¿Ha desaparecido toda la discriminación por razón de sexo?. La creencia general es esa. Sin embargo, dos fenómenos muy relacionados entre sí demuestran que el sistema educativo no trata todavía por igual a mujeres y varones y que es necesario investigar sobre el origen y los mecanismos de las diferencias constatadas.
El primero de ellos se refiere al hecho de que las mujeres acceden muy poco a los estudios de tipo técnico, precisamente los considerados más prestigiosos y en los que existen mayores posibilidades profesionales de obtener en un futuro remuneraciones más elevadas.
El segundo fenómeno se refiere a la relación entre nivel de estudios y mercado de trabajo: los actuales datos sobre el paro muestran que la posesión de un título universitario supone para los varones una ventaja sobre el resto de jóvenes de su misma edad en el momento de encontrar empleo. En el caso de las mujeres, en cambio, la posesión de un título universitario no confiere tales ventajas respecto al conjunto de mujeres de su misma edad que desean trabajar; es decir, en el mercado de trabajo se valoran distintamente los niveles educativos según se sea hombre o mujer. Otro dato confirma este hecho si se considera el valor medio de ingresos profesionales de hombres y mujeres con un mismo nivel de estudios. Las diferencias, que se sitúan en torno al 30 por 100, son desfavorables a las mujeres.
Para explicar estas diferencias, que se producen tanto en la elección de estudios como en las oportunidades de trabajo e ingresos profesionales, es necesario examinar qué elementos de la socialización conducen a las mujeres a aceptar papeles secundarios en la elección de estudios y en su posterior posición profesional y ciudadana. Años atrás, estas diferencias se hubieran explicado a partir de la creencia en la distinta naturaleza de varones y mujeres, y también de niños y niñas, naturaleza que determinaría sus gustos, capacidades y aptitudes. Pero esta explicación se apoya en un tipo de argumentos que hoy aparecen forzosamente sesgados, vista la capacidad de las mujeres para alcanzar logros, tanto intelectuales como físicos, que en el siglo XIX eran considerados totalmente fuera de su alcance. Los grupos dominantes han construido habitualmente explicaciones naturalistas o religiosas para justificar su dominación y hacerla aparecer como inmodificable, inscrita en la biología desde el origen. Ahora, se tratará de examinar si bajo la aparente igualdad de la educación mixta perviven elementos de discriminación sexista que falsean la coeducación y siguen modelando a la niña y a la mujer como seres dependientes.
La historia de la educación de las mujeres muestra cómo la base ideológica que ha fundamentado a lo largo del tiempo el lugar secundario y subordinado de éstas se apoyó siempre en la categoría de las diferencias «naturales», «lo propio de la mujer»... Por ello, antes de exponer cómo el sistema educativo actual trata de manera diferencial a niños y a niñas, es básico explicar cómo se entiende hoy, desde las ciencias sociales, la relación entre lo natural-biológico y lo social-cultural. Porque, si bien se puede conseguir un acuerdo bastante general respecto a que nacer hombre o mujer es un hecho natural que no necesita muchas demostraciones, es mucho más difícil obtener un consenso respecto a lo que es ser hombre o mujer. Cuando se analizan los comportamientos y actitudes de las personas, surgen muchas preguntas respecto a cuáles son las diferencias biológicas o las diferencias socialmente adquiridas en la diversidad de modelos de conducta.
En realidad, estas preguntas se las formularon ya las feministas en el siglo XIX cuando cuestionaban los argumentos basados en la naturaleza de lo femenino y de lo masculino, utilizados durante tantos años para negarles, entre otros, el derecho a la educación. En respuesta a ello, algunos investigadores de la época centraron su estudio en las desigualdades físicas e intentaron demostrar la inferioridad de las mujeres en base a la existencia de diferencias de musculatura, peso cerebral, etc. Sobre esta base científica se justificaron también las desigualdades en las aptitudes y comportamientos sociales, lo que iba mucho más allá de lo biológico y configuraba funciones muy diferenciadas y jerarquizadas para hombres y mujeres. Sin embargo, la asignación de roles en función de características biológicas y el intento de demostrar científicamente que de ellas se derivan aptitudes físicas y mentales, fueron cada vez más difíciles de mantener a medida que más y más mujeres se mostraban capaces de estudiar, de ser creativas o de desarrollar actividades que antes les estaban vedadas.
Determinismo social versus determinismo biológico
Las aportaciones de la antropología, y muy especialmente los estudios de M. Mead sobre los comportamientos de hombres y mujeres en diversas sociedades no occidentales, introducen una crisis importante en la creencia de que la naturaleza es la que marca los comportamientos de unos y otras. A partir de sus investigaciones, Mead llega a la conclusión de que en todas las sociedades analizadas por ella se hace distinción entre aquello que se considera propio de varones y aquello que se considera propio de las mujeres: pero el tipo de actividades y aptitudes que se atribuyen a unos y otras, como características propias, varía. Dice M. Mead: «A veces, una cualidad ha sido asignada a un sexo, a veces al otro. Hay lugares en los que se cree que los niños son muy vulnerables y, por tanto, necesitan una atención especialmente tierna, mientras que en otros esta característica es atribuida a las niñas. En algunas sociedades, los padres deben recurrir a la magia y a la dote para conseguir un marido para sus hijas; en otras, el problema de los padres es cómo casar a sus hijos. Algunos pueblos piensan que las mujeres son demasiado débiles para poder trabajar fuera de casa; otros consideran a las mujeres como las más apropiadas para arrastrar cargas pesadas porque sus cabezas son más fuertes que las de los hombres». Siempre aparece la diferenciación aparejada a una mayor valoración de las actividades de los hombres, pero lo que es muy significativo es que estas actividades varían de una sociedad a otra.
Por lo tanto, si las capacidades y aptitudes atribuidas a las mujeres y a los hombres varían de una a otra sociedad, de una época a otra, ello significa que no están establecidas por la biología, sino que su determinación es social. La aceptación de este hecho es cada vez más patente en los estudios de los comportamientos humanos y sociales realizados desde la antropología, la psicología, el psicoanálisis y la sociología. De esta forma, en 1949, S. de Beauvoir puede afirmar en El segundo sexo que no se nace mujer, sino que «se llega a ser mujer». Este planteamiento revoluciona las ideas tradicionales sobre el tema, porque libera a hombres y mujeres del determinismo biológico y les abre nuevas posibilidades de identidad social.
Desde otra posición muy distinta, pero importante como paso para llegar a la concepción actual del papel de la naturaleza y de la cultura en la formación de las personalidades femeninas y masculinas, se produce la aportación de T. Parsons, un sociólogo que elabora una teoría de los roles sexuales en los años cincuenta. Parsons considera que es la sociedad la que, por necesidades de funcionamiento, determina los papeles que deben desarrollar los hombres y las mujeres. Las instituciones socializadoras fuerzan a los individuos hombres y a los individuos mujeres a interiorizar los roles que se les han destinado respectivamente, de tal manera que no sean asumidos como imposiciones externas, sino como características de la personalidad diferenciada de cada uno. De este modo, la familia moderna realiza la crianza y educación de los hijos bajo la división de roles sexuales: los hombres asumen la responsabilidad de los ingresos económicos y desarrollan el tipo de personalidad adecuada; las mujeres, que deben asegurar el cuidado de los hijos y transmitirles las normas sociales básicas, adquieren a su vez la personalidad apropiada para esta función. En la concepción de Parsons hay un equilibrio entre los roles del hombre y de la mujer que aparecen como complementarios e igualmente valiosos para la sociedad, y no como una imposición de unos individuos sobre otros. Sin embargo, la teoría de Parsons -que ofrece una buena base para distinguir entre papeles sociales y determinación biológica, y que podría encajar con las formulaciones de las feministas de principios de siglo que afirmaban la igualdad de sexos bajo la idea de la complementariedad positiva- ha sido abandonada a partir del desarrollo de las formulaciones teóricas feministas más recientes.
Las nuevas formulaciones teóricas que se desarrollan en los años setenta apoyándose en una serie de investigaciones empíricas, ponen de manifiesto que los roles propios de hombres y mujeres en cada sociedad no son complementarios, sino que la distinta normativa social para ambos grupos comporta también relaciones de poder, que determinan la minusvaloración tanto de las mujeres como de los roles que se considera que ellas deben desempeñar. Se llega así a una distinción entre sexo y género que ha acabado imponiéndose a las formulaciones parsonianas.
La teoría del sexo/género
La teoría del sexo/género introduce estos dos términos para facilitar la distinción entre los hechos biológicos y los hechos sociales. Es indiscutible que desde el punto de vista biológico hay diferencias entre hombres y mujeres en relación a sus órganos genitales y a su función en la reproducción humana. Sin embargo, no está demostrado que estas diferencias biológicas, para las cuales se utiliza el término «sexo», impliquen por sí mismas capacidades, aptitudes o actitudes diferentes entre los individuos. Lo que confiere capacidades, comportamientos o personalidades distintas es el género: y el género es un conjunto de normas diferenciadas para cada sexo, que cada sociedad elabora según sus necesidades y que son impuestas a los individuos a partir del nacimiento, como pautas que deben regir sus comportamientos, deseos y acciones de todo tipo.
En este esquema, mientras el término «sexo» designa unas características tanshistóricas, estrictamente biológicas -aunque los cuerpos tienen también historia-, la concreción del «género» depende del momento y del lugar. Los géneros son continuamente redefinidos por la sociedad, no son nunca totalmente estables y se van modificando en relación a otros cambios sociales, como la división del trabajo, la moral sexual, los cambios demográficos, incluso las guerras. Es también posible que en una sociedad queden definidos más de dos géneros. La antropología cita varios casos al respecto, como los Xanith de Omán, que biológicamente son hombres, van vestidos como los varones aunque con colores más vistosos, pero no pueden estar en público con otros hombres; les está permitido, en cambio, tratar con las mujeres de forma franca y natural y ejercer la prostitución como homosexuales pasivos, pero no pueden casarse ni dejar de ser Xanith. En este caso, se ha discutido si realmente se trata de un tercer género con características muy específicas, pero el hecho de que sus conductas estén socialmente reglamentadas parece indicar que es posible efectivamente hablar en este sentido.
En algunos casos pueden producirse contradicciones entre sexo y género, haciendo con ello más evidente que los papeles de hombre y de mujer son fundamentalmente construcciones sociales. Cuando tales contradicciones se producen, porque se encuentran hombres realizando papeles considerados propios y exclusivos de las mujeres, o viceversa, el género suele determinar en mayor medida que el sexo la posición social del individuo. Es decir, el género suele imponerse sobre el sexo. Hay sólo un límite en los posibles cruzamientos de las posiciones habituales de sexo/género: la función desempeñada en la reproducción. Todas las demás posiciones en el sistema social pueden ser ocupadas y desarrolladas por personas biológicamente machos o hembras, aunque los cruces se produzcan sólo en circunstancias excepcionales.
La consideración de los géneros como conjuntos de pautas sociales (es decir, como construcciones sociales) diferenciadoras y limitadoras de las posibilidades individuales, pone de manifiesto una relación de poder: la dominación de los hombres, y más específicamente del género masculino, sobre las mujeres. Esta dominación da forma a todas las relaciones sociales: el trabajo, la política, la cultura, la ciencia y, obviamente, las relaciones interpersonales. En esta relación de poder, las actitudes y comportamientos que históricamente han sido atribuidos al género masculino son los predominantes y generales, mientras que el universo que tradicionalmente ha estado considerado como propio de las mujeres es visto como un algo particular y sin trascendencia para el conjunto de la sociedad. En este sentido, la dominación de un género por el otro constituye la base de un orden social jerárquico, que determina las posiciones de los individuos al margen de sus capacidades específicas. Este orden social jerárquico ha sido denominado «patriarcado».
El sexismo
El término «sexismo» se utiliza en las ciencias sociales para designar aquellas actitudes que introducen la desigualdad y la jerarquización en el trato que reciben los individuos, sobre la base de la diferenciación de sexo; así por ejemplo, el establecimiento de ciertas funciones como exclusivamente femeninas o masculinas en el ámbito laboral, o el rechazo a una candidata a un puesto de trabajo por el único hecho de ser mujer, presuponiendo que el ser hombre o mujer confiere distintas posibilidades para realizar determinadas tareas. El sexismo, derivado del orden patriarcal de la sociedad, es una pauta cultural a la que hoy se oponen casi todas las leyes vigentes en el mundo occidental, dado que la democracia se basa en la idea de que todas las personas deben ser tratadas por igual y tener las mismas oportunidades, que en ningún caso deben quedar restringidas en función de su etnia, su sexo o su clase social. Sin embargo, las discriminaciones sexistas siguen estando profundamente arraigadas en la cultura, aun cuando los cambios legislativos hayan modificado algunos aspectos y las hayan convertido en menos evidentes de lo que fueron en otras épocas o de lo que son todavía en otras culturas.
El sexismo comporta consecuencias negativas para todos los individuos, hombres y mujeres, porque limita sus posibilidades como personas y les niega determinados comportamientos. Así por ejemplo, cuando se dice «los niños no lloran», o «las niñas no deben hablar así», se está indicando que los individuos deben adoptar comportamientos específicos y diferenciados por el hecho de ser niñas o niños. Se trata, por tanto, de indicaciones sexistas, que generalmente son asumidas como comportamientos prohibidos, dado que su práctica suele ir acompañada de una reprimenda o sanción negativa. Al niño que llora se le reprocha no ser bastante hombre, adoptar conductas «de niña», observación que, dada la jerarquía vista anteriormente, reviste un carácter despectivo. A la niña que habla quizás groseramente o que pone pasión en el deporte, e incluso a la que destaca en los estudios, se la ha amenazado durante mucho tiempo con un desprestigio de su feminidad, que obstaculizará su desarrollo como objeto del deseo masculino. Es cierto, sin embargo, que los cambios sociales que se han operado en la situación de las mujeres han anulado muchas de las prohibiciones explícitas a que éstas estaban sometidas tradicionalmente, pero hoy siguen transmitiéndose mensajes sexistas que básicamente suponen revestir de una carga agresiva los estereotipos anteriores.
Ahora bien, las consecuencias negativas que el sexismo comporta para todos los individuos, se doblan para las mujeres, porque -en una sociedad como la actual, en la que el género femenino está devaluado- las sitúa en una posición de inferioridad y de dependencia. Para los hombres, en cambio, el sexismo tiene consecuencias negativas porque también limita sus posibilidades como personas, pero les proporciona más poder sobre su entorno. Por esta razón, muchos hombres tratan de mantener las formas del sexismo, presentándolas como un hecho natural e indiscutible, y ridiculizan a las mujeres que luchan para eliminarlo de las relaciones sociales.
Con la generalización de la escuela mixta se han conseguido avances en la educación de las mujeres y se ha alcanzado la meta que antiguamente justificaba la coeducación. Sin embargo, como se ha podido comprobar, las mujeres no han alcanzado aún la igualdad social, tanto por el tipo de profesiones y estudios que eligen como por el rendimiento económico y de status que obtienen de ellos. Se ha de clarificar si la escuela mixta sigue ejerciendo, a través de mecanismos inscritos en el sistema educativo, formas de discriminación sexista que puedan reforzar en las niñas y las jóvenes la elección de opciones menos ventajosas, y si pueden introducirse elementos de cambios en esta situación.
En la actual ordenación educativa no se hacen distinciones entre lo que se considera un saber apropiado para los niños y para las niñas, o entre las actividades que debe realizar cada grupo sexual. Se ha alcanzado así la igualdad formal. Sin embargo, la mayoría de estudios sobre la situación de las mujeres en los diversos países europeos muestra que esta igualdad formal no va acompañada de una igualdad real, es decir, que en la práctica de las relaciones sociales siguen manteniéndose muchas formas de discriminación que están aceptadas porque se consideran «normales», dado que forman parte de unas pautas culturales profundamente arraigadas en los individuos y en el conjunto de la ideología social. Por ello, varios estudios se han encaminado al análisis del currículum oculto, es decir, de las pautas de carácter no formal y sobre todo ideológico que se transmiten en la práctica escolar, Precisamente, la coeducación, en el momento actual, plantea como objetivo la desaparición progresiva de los mecanismos discriminatorios, no sólo en la estructura formal de la escuela, sino también en la ideología y en la práctica educativas. El término coeducación simplemente ya no puede designar un tipo de educación en el que las niñas hayan sido incluidas en el modelo masculino, tal como se propuso inicialmente. No puede haber coeducación si no hay a la vez fusión de las pautas culturales que anteriormente se consideraban como específicas de cada uno de los géneros. Por consiguiente, el tema requiere una reflexión a fondo, si efectivamente se está dispuesto a alcanzar un modelo realmente más igualitario.
Los trabajos realizados para detectar las formas de sexismo que todavía subsisten en la educación formal han incidido fundamentalmente en cinco temas:
La posición de las mujeres como profesionales de la enseñanza
La enseñanza es uno de los sectores sociales más feminizados. Sin embargo, a pesar de ser mayoritarias las mujeres, sus posiciones en la estructura educativa suelen ser inferiores a las de los varones. Es un hecho que la proporción de profesoras disminuye a medida que aumentan la edad de los alumnos y el prestigio social de cada ciclo escolar.
Esta discriminación de las enseñantes solamente puede ser modificada a partir de una política que impulse la promoción de las mujeres, porque la posición discriminada de éstas no se deriva de una voluntad de no promocionarse, sino de una actitud menos competitiva que, en todo caso, favorece la cesión de cargos y posiciones de prestigio, ofrecidos habitualmente, de entrada, a los hombres.
El orden sexista, que aparece por la desigualdad y desvaloración de las mujeres enseñantes frente a sus colegas varones, tiene también sus efectos negativos sobre alumnos y alumnas, porque a través de esta estructura docente se refuerza el modelo «normal»: las continuas posiciones subordinadas de la mujer en otros ámbitos no escolares.
El androcentrismo en la ciencia y sus efectos sobre la educación
Una de las funciones básicas de la educación escolar es la transmisión de conocimientos y saberes acumulados a través de los tiempos; conocimientos y saberes que han sido adaptados a las necesidades de cada momento histórico, es decir, seleccionados unos, rechazados otros, en función no sólo de su validez científica -también el concepto de ciencia varía de una época a otra-, sino incluso de necesidades de dominación política e ideológica. En la institución escolar estos saberes se organizan bajo criterios diversos y constituyen el currículum o programa escolar.
El análisis de las características del saber transmitido en la enseñanza -desde la perspectiva en que se sitúa esta exposición- pone en evidencia tres cuestiones: la casi total inexistencia de referencias a las aportaciones que han hecho las mujeres a la cultura, la falta de atención a los aspectos culturales que pueden ser especialmente interesantes para ellas, y las frecuentes afirmaciones sobre las mujeres en base a prejuicios y no sobre comprobaciones objetivas. Estas ausencias y prejuicios implican una grave amputación de la historia de la Humanidad y un vacío importante en el discurso científico. A partir de este contexto de análisis, se utiliza la expresión «androcentrismo en la ciencia» para explicar que, en su mayor parte, la ciencia actual está construida desde el punto de vista de los hombres, punto de vista que se convierte en medida de todas las cosas.
El androcentrismo puede llevar a formulaciones absurdas, cuando en el análisis de la realidad se tiene únicamente en cuenta aquello que han producido los varones: por ejemplo, en el análisis económico el concepto «trabajo» queda definido a partir de las características del trabajo considerado masculino en nuestra sociedad, de tal manera que el trabajo doméstico no es valorado como productivo, e incluso, a menudo, se pone en duda si es realmente trabajo. En todas las ciencias, incluidas las matemáticas y las ciencias naturales, se puede comprobar cómo la centralidad de la figura masculina ha impedido la comprensión de algunos fenómenos estudiados.
Las consecuencias del carácter androcéntrico de la ciencia sobre el saber transmitido en la escuela son diversas. En primer lugar, la herencia cultural que se sigue transmitiendo excluye el sexo femenino de la historia y del saber en general, y no muestra ejemplos de mujeres que hayan contribuido a mejorar las condiciones de la vida colectiva. De esta manera, mientras los niños y los jóvenes pueden identificarse con los héroes, los guerreros, los sabios o los artistas; las niñas y las jóvenes difícilmente encuentran precedentes de mujeres en la cultura y en el poder que les proporcionen un estímulo similar. Las santas y las reinas han constituido los únicos modelos de mujeres dignas de mención, e incluso éstas van quedando en segundo término a medida que varían los temas culturales. Es interesante constatar que algunas de las pocas figuras femeninas que han alcanzado un cierto relieve en la historia legitimada por la Academia, como Juana de Arco, deben tal relieve a la realización de gestas consideradas masculinas en la distribución tradicional de papeles.
Otro aspecto a señalar es la jerarquización androcéntrica de los saberes en el currículum escolar: se juzgan como importantes e indispensables para la vida adulta -antes sólo para varones, pero ahora también para las mujeres- materias como matemáticas, historia o lenguaje y, sin embargo, no se considera imprescindible aprender a cuidar a un recién nacido, a preparar una comida, a conocer los efectos de un lavado sobre los tejidos o a atender a las necesidades cotidianas; en todo caso, estas tareas no requieren unos conocimientos de los cuales deba ocuparse la escuela, porque no se les atribuye la categoría de un saber fundamental. En este sentido, la unificación de currículums para niños y niñas ha supuesto la pérdida del aprendizaje de unos conocimientos y actividades que, por ser antaño exclusivos de la educación de las niñas, se han desvalorizado hasta el punto de desaparecer por completo del currículum de la escuela mixta; cuando perviven, lo hacen bajo la forma de conocimientos secundarios, tratados como un juego en las primeras edades y sin dar lugar a una transmisión pautada que permita avances sistemáticos en el dominio de las técnicas que comportan. En el contexto de la transformación progresiva de la división sexual del trabajo, es muy importante la revalorización de estas actividades que afectan a necesidades básicas, tanto de los hombres como de las mujeres, para que unos y otras encuentren un mayor equilibrio en el reparto de las dependencias y de las autonomías personales.
La crítica del androcentrismo de las ciencias supone una larga tarea de análisis y revisión de los diversos materiales científicos, y aún se encuentra en un estadio poco avanzado. Sin embargo, se han realizado ya una serie de trabajos que demuestran el absurdo de muchos de los planteamientos considerados científicos hasta el momento. En España se ha iniciado una crítica de los sesgos androcéntricos en la filosofía, la historia, la psicología, la economía, la literatura, etc. y, por lo tanto, empiezan a existir las condiciones para poder avanzar en un conocimiento no androcéntrico de la creatividad humana.
Es preciso hacer notar también, en relación a la evaluación curricular, la existencia de prejuicios sobre las aptitudes y capacidades diferentes de niños y niñas ante las asignaturas. Es frecuente oir decir a los docentes que las niñas están más dotadas para el lenguaje, mientras que los niños lo están para las matemáticas. Este prejuicio está muy arraigado y ha dado lugar a diversos estudios sobre la cuestión. Estos han mostrado que no hay unas pautas estables al respecto, aunque sí una mayor variabilidad de resultados en los chicos que en las chicas. En cambio, ha quedado demostrada la vigencia del prejuicio de los docentes, y es bien sabido que las expectativas diferentes ante los alumnos generan resultados diferentes.
El androcentrismo en el lenguaje
El lenguaje verbal y escrito, patrimonio de los seres humanos, constituye uno de los medios de comunicación más importantes en las relaciones sociales. Las lenguas, que han ido tomando forma a lo largo de los siglos, están en continua evolución; expresan, a través de sus distintas codificaciones, las diversas concepciones del mundo propias de cada época y cultura. Si el análisis androcéntrico de textos escolares pone en evidencia lo no nombrado, lo excluido, lo discriminado, forzosamente el análisis de uso del lenguaje revelará este tratamiento androcéntrico de la realidad a través de múltiples elementos de la normativa lingüística. Y puesto que la escuela utiliza constantemente el lenguaje oral y escrito como vehículo de transmisión de los saberes y normas sociales, e incluso trata a la lengua como objeto de estudio y reflexión, es importante intentar modificar ciertos usos lingüísticos por difícil que parezca. La evolución de las lenguas muestra precisamente su capacidad de adaptación a los cambios de valores que se producen en la sociedad.
Algunas formas sexistas del lenguaje se inscriben directamente en la práctica docente y suponen una exclusión sistemática de las niñas. En concreto, el uso regular -y normativo- del masculino para designar colectivos que incluyen a personas de ambos sexos, incluso cuando la mayoría de estas personas son mujeres o niñas, o cuando en el grupo hay únicamente un varón. En este caso, el uso y abuso del masculino tienen un efecto claro sobre el colectivo: silenciar la diferenciación sexual e ignorar la presencia y especialidad de personas del otro sexo, contribuyendo a diluir la identidad femenina. Esta práctica, por otra parte, es muy común en los textos pedagógicos de formación del profesorado, en los cuales se utiliza exclusiva y sistemáticamente el niño o los niños para hacer referencia a la educación de niños y niñas.
Las formas sexistas del lenguaje estudiadas hacen también referencia a otros fenómenos, como el prejuicio sexista en determinados significados del léxico. Así, algunos términos en la forma femenina tienen unas connotaciones negativas no presentes en la masculina: el ejemplo clásico, «hombre público» y «mujer pública», da una idea clara de esta connotación negativa que puede encontrarse en muchas otras expresiones; se asimila cualquier actividad de una mujer que no esté relacionada con el «hogar» a una forma más o menos velada de prostitución o descaro. Uno de los trabajos más interesantes realizados en este sentido sobre la lengua castellana ha sido el de García Meseguer referido al Diccionario de la Real Academia Española. García Meseguer destaca no sólo los vocablos que expresan la realidad sexista, sino que también analiza la contribución en esta dirección de los autores del Diccionario, es decir, su visión androcéntrica. Este estudio ejemplifica claramente las posibilidades de abordar un trabajo no sexista a pesar de las limitaciones sexistas del lenguaje social.
Otra manifestación del sexismo en el lenguaje -quizás uno de los aspectos que están modificándose más rápidamente en el uso social- consiste en que la denominación de muchas profesiones presupone que las personas que las ejercen son exclusivamente o varones o mujeres, limitando así las perspectivas de acceso a las personas del otro sexo. La mayoría de profesiones prestigiosas adopta formas de expresión que hacen suponer que son propias de los hombres; sólo en estos últimos años se han empezado a utilizar términos como «abogada», «arquitecta», «ministra»... que, sin embargo, continúan siendo chocantes por el peso que tiene todavía la normativa de uso anterior.
Los libros de texto y las lecturas infantiles
Los libros utilizados para el aprendizaje escolar merecen un apartado especial, porque son los que legitiman -gracias al poder de la palabra escrita y de la imagen ante los ojos del que desea aprender- los modelos a seguir. Las frases y las imágenes de los estereotipos sexuales más criticados han ido desapareciendo al hacerse excesivamente evidente -sobre todo en los medios sociales más consumidores de cultura- su arcaísmo: «Papá fuma la pipa mientras lee el periódico», «Mamá cocina», «El niño juega», «La niña pone la mesa», etc. Sin embargo, varios trabajos recientes sobre los libros de texto utilizados en las escuelas españolas muestran que en ellos se mantiene un grado muy alto de sexismo. Por ejemplo, en un estudio realizado sobre una muestra de 36 libros de texto de los ocho cursos de la enseñanza primaria (anterior a la reforma en curso), se comprobó que, de 8.228 personajes que aparecían en el texto o en las ilustraciones, sólo un 25,6 por 100 eran mujeres: de las profesiones nombradas en ellas, menos de un 20 por 100 eran atribuidas a mujeres, y aun éstas hacían referencia exclusivamente a las profesiones consideradas tradicionalmente femeninas: peluqueras, vendedoras, enfermeras, maestras, modistas, secretarias...
El análisis de un manual de educación secundaria reveló que sólo un 1 por 100 de los seres humanos a los que se hacía referencia eran mujeres; 21,6 por 100 eran colectivos de hombres y mujeres, y 75,6 por 100 personajes o colectivos exclusivamente masculinos.
El androcentrismo del texto se expresaba además en la exclusión de temas muy vinculados a la vida de las mujeres -como los sistemas de parentesco- que han tenido un papel importantísimo en la historia de las civilizaciones. No se conoce ningún análisis de libros de texto de consulta de nivel universitario publicado en España, pero basta con leer atentamente cualquier texto pedagógico de formación del profesorado para darse cuenta de la insistente renuncia del autor o autora a dar testimonio de la existencia de las niñas, no ya en la historia, sino en la propia escuela.
La interacción escolar
Junto a otros efectos positivos, la escuela mixta actual ha diluido la identidad de las niñas bajo una cultura esencialmente masculina. Pero el sistema educativo no sólo transmite y evalúa el aprendizaje de las nociones culturales aceptadas y establecidas, es decir, todo aquello que constituye el currículum oficial, sino que también transmite, a través de la interacción entre docentes y alumnos, un conjunto de normas y pautas de comportamiento y de relación muy importantes en la modelación de actitudes posteriores que configuran un aprendizaje paralelo. Algunas de estas pautas y normas están explícitas en el sistema escolar. Y, por tanto, aparentemente afectan por igual a unos y otras. Sin embargo, existen una serie de nociones y pautas no explícitas que influyen decisivamente sobre la autovaloración de niños y niñas en las opciones y actitudes que van tomando a lo largo de su educación y en los resultados finales; es lo que se ha denominado el currículum oculto. ¿Cómo se dirigen los docentes a los alumnos y alumnas? ¿Cuáles son las imágenes que tienen de unos y otras? ¿Cómo valoran sus actividades y actitudes?
El análisis de la interacción en el aula ha sido uno de los métodos utilizados para estudiar el currículum oculto que se transmite en la práctica escolar. Desde las primeras investigaciones llevadas a cabo en Estados Unidos en los años cincuenta, completadas posteriormente por numerosos estudios realizados en Gran Bretaña, los resultados han modificado varias hipótesis, pero se ha confirmado reiteradamente un hecho: los docentes, hombres y mujeres, dedican más atención al comportamiento de los niños, les hacen más preguntas, les dan más indicaciones para trabajar, les hacen más críticas y les riñen más. En España, recientemente, se ha realizado un estudio sobre escuelas de Cataluña que ha obtenido resultados similares.
¿Cuál es la causa de la diferencia de trato que se establece en las aulas entre niñas y niños?. Una de las posibles explicaciones se podría hallar en que los docentes se adaptan al propio comportamiento de los alumnos y alumnas: puesto que también se ha comprobado que los niños son más variables en su conducta que las niñas, los docentes deben estar más pendientes de ellos y han de controlarlos más. Otra hipótesis apunta a la supuesta tendencia de las niñas a distraerse más que los niños. Pero estas explicaciones, que podrían resultar convincentes al comprobar una mayor interacción con los alumnos más retrasados, dejan de serlo cuando se demuestra que esta interacción mayor se mantiene también con los niños más avanzados del grupo. Por otra parte, si el comportamiento más conflictivo de los niños puede explicar que los maestros y maestras les riñan más, también se ha comprobado que la atención que les prestan sigue siendo más elevada en cuestiones relativas a trabajo escolar, sobre el cual la iniciativa del docente es mucho mayor.
¿Cómo responden las niñas a la menor interacción que se establece con ellas en las aulas?. La investigación realizada en Cataluña muestra que las niñas adoptan actitudes de pasividad creciente cuando a ellas también se les habla menos y, contrariamente, aumenta notablemente su participación cuando son estimuladas en la misma medida que los niños. Hacen menos referencia, ante el colectivo, a sus experiencias personales vividas fuera del ámbito escolar, probablemente como consecuencia de la interiorización de un papel secundario que las lleva a sentirse poco importantes. En conjunto, adoptan el papel pasivo que se les asigna frente al papel activo otorgado a los niños, dejando que éstos ocupen los espacios centrales en los patios y en las aulas, que impongan sus juegos, e interviniendo lo imprescindible en todas las situaciones abiertas como, por ejemplo, las asambleas. Un estudio reciente realizado sobre un primer ciclo universitario en Inglaterra pone en evidencia un esquema de posiciones similar.
La explicación más plausible de la persistente menor interacción con las niñas y las jóvenes en las aulas es que se siguen transmitiendo los patrones culturales de las conductas asignadas tradicionalmente a hombres y mujeres, aunque con un importante matiz: la generalización de la escuela mixta y la creciente importancia de la educación formal en la determinación de la futura posición social de los individuos han conducido a enfatizar los valores que antes eran considerados exclusivamente como masculinos. Esto no se explicita abiertamente, pero la competitividad, la agresividad, el deseo de destacar y de ser el primero, la indiferencia ante las dificultades o los problemas de los compañeros son, de hecho, comportamientos cada vez más valorados en el sistema educativo, porque son rasgos que definen la personalidad propia de los triunfadores y los adecuados, por tanto, al tipo de individuos que en este momento más valora el sistema productivo. Por el contrario, las actitudes y los comportamientos vistos como propios de las niñas y de las mujeres tienen actualmente muy poco valor en la escuela.
El análisis sociológico de la interacción muestra la existencia de un conjunto de prejuicios y pautas de comportamiento no explícitos que maestras y maestros utilizan en su interrelación y que contradicen, por otra parte, muchos de los valores afirmados explícitamente por el sistema educativo. A través de las entrevistas con maestros y maestras, realizadas en Cataluña, queda patente esta transmisión invertida de valores. Por ejemplo, en relación a las conductas conflictivas, la norma escolar presupone que los alumnos y alumnas deben portarse bien, aceptar la disciplina y el orden institucionalizado. Sin embargo, la docilidad es un valor negativo en la sociedad actual, un signo de pasividad y de no saberse imponer; por tanto, frecuentemente, el que los niños «se porten mal» es considerado como una prueba de personalidad activa y fuerte y, en consecuencia, valorado positivamente, aunque no se diga abiertamente. Esta valoración positiva es percibida por los niños, a pesar de que aparentemente se les corrija, y tiene como consecuencia un aumento de las actuaciones conflictivas.
¿Qué ocurre, en cambio, con el «portarse bien» de las niñas?. Sus actitudes aparentemente positivas son en realidad consideradas como un signo de falta de personalidad, de docilidad. Ello no significa que se las estimule a portarse mal. En una niña, un comportamiento conflictivo es mucho menos tolerado que en un niño y recibe a menudo sanciones más duras. Esta distinta valoración, negativa para las niñas y positiva para los niños, se repite en relación a la pulcritud en el trabajo, la curiosidad por las cosas y las personas, ejemplos a través de los cuales queda claro que hay mucha diferencia entre lo que la escuela presenta como valor positivo y lo que realmente valora como tal. El orden genérico implícito es jerárquico y, por tanto, todo aquello que hacen los niños es más valorado que lo que hacen las niñas, a pesar de que muchas veces los comportamientos de éstas se acerquen más al cumplimiento de las normas explícitas en el sistema educativo.
Se han expuesto en las páginas precedentes las dimensiones del sexismo escolar que han sido más estudiadas hasta el momento y que siguen en proceso de investigación. Se trata de un tema que sólo en los últimos años ha merecido una intensa actividad de estudio, por lo que probablemente quedan aún rasgos no suficientemente explorados. Las características hasta aquí expuestas muestran que se producen aún discriminaciones sexistas en la escuela mixta, y permiten comprender el origen de las actitudes de las muchachas que eligen estudios poco valorados por la sociedad o aceptan puestos profesionales subordinados inferiores al nivel de estudios que han alcanzado.
En efecto, existe una diferencia entre el rasgo sexista y otros rasgos de desigualdad escolar (por ejemplo, los originados por la diferencia de clase social de los alumnos y alumnas).
Mientras la desigualdad escolar producida por la diferencia de clases sociales suele tener como consecuencia un distinto nivel de calificaciones, de modo que los niños y niñas procedentes de las áreas rurales o de la clase trabajadora alcanzan como promedio calificaciones más bajas que los que proceden de las clases media y alta, y se ven más afectados por el fracaso escolar, las niñas, a igualdad de origen social, no presentan un nivel superior de fracaso escolar que sus compañeros, e incluso, de modo cada vez más frecuente, alcanzan mejores calificaciones, hecho que enmascara la persistencia de las discriminaciones que las afectan. En cambio, en su trayectoria profesional posterior se muestra la huella de tales discriminaciones. Ello se debe a que la forma de discriminación sexista no impulsa a rechazar la cultura escolar o a dificultar su asimilación, como ocurre con ciertas formas culturales propias de las clases bajas. Antes al contrario, las niñas tienden a adoptar comportamientos de mayor adhesión a las normas establecidas, porque su ruptura no les supone ventajas; por consiguiente, tienden a ser más estudiosas y a conseguir mayores éxitos académicos. Pero, al mismo tiempo, la forma de socialización que han recibido tanto en la familia como en el sistema educativo actúa sobre ellas convenciéndolas de su lugar secundario en la sociedad, de la normalidad de su papel subordinado y de la menor atención de que son objeto. Por esta razón, la discriminación sexista no tiene como consecuencia una menor calificación académica, pero sí una devaluación de las posibilidades personales de la niña, que ha experimentado durante la infancia un largo aprendizaje de no-protagonista y ha interiorizado la inseguridad en los ámbitos públicos.
La escuela mixta no ha conseguido, por tanto, la igualdad en la educación de hombres y mujeres. Si se sigue considerando válido el término «coeducación», hay que concluir que ésta no ha sido aún alcanzada, puesto que si bien niños y niñas se educan en los mismos centros, el modelo pedagógico dominante tiene un carácter androcéntrico: ha sido construido teniendo en cuenta únicamente las necesidades culturales dominantes en la actividad pública y concede una atención diversa a hombres y a mujeres; es decir, parte de las pautas tradicionalmente atribuidas a un sólo género, aunque permita acceder a ellas también a las niñas. Es necesario, por tanto, formular un nuevo modelo de coeducación que no cifre únicamente la consecución de la igualdad en la asistencia a los mismos centros.
Para alcanzar una enseñanza realmente coeducativa hay que partir no sólo de la igualdad de los individuos, sino también de la integración de los modelos genéricos; es decir, hay que facilitar el acceso de las niñas y las muchachas a las profesiones que siguen siendo reductos masculinos, esencialmente las de carácter técnico, y hay que reforzar su seguridad en ellas mismas para que se sientan capaces de desempeñar un mayor papel en el ámbito público. Al mismo tiempo, es necesario introducir en el currículum escolar y en las relaciones en el aula un conjunto de saberes que han estado ausentes de ellos, así como una mayor valoración de las actitudes y capacidades devaluadas hasta ahora, que deben ser convertidas en conductas a proponer tanto para las niñas como para los niños.
¿Es posible este cambio en la educación?. La situación de desigualdad social entre hombres y mujeres ha generado estereotipos y prácticas discriminatorios en todos los ámbitos de las relaciones sociales. Por tanto, es obvio que la extensión generalizada de la escuela coeducativa sólo será posible en el proceso de la transformación de estos estereotipos en el conjunto de la organización social. La escuela, que es uno de sus principales elementos, debe participar activamente en la construcción de unas relaciones humanas más igualitarias, como trata de hacerlo en otras situaciones discriminatorias. Muchos docentes están planteándose ya nuevas formas de actuación en este sentido e intentan hacer frente al objetivo de una escuela realmente coeducativa. Ciertamente, ello exige un esfuerzo innovador que incida positivamente en el desarrollo personal de los individuos, en el sistema escolar y en la sociedad.
Las características de una escuela coeducativa, como en todo proyecto que se proponga eliminar el clasismo o el racismo, no pueden ser definidas de una vez por todas. Al tratarse de transformaciones profundas de las formas culturales, suelen producirse cambios de orientación en el propio proceso de transformación, lo que supone tener presentes tanto las acciones para seguir avanzando como las resistencias que todo cambio genera. Pero es posible ya señalar una serie de objetivos de cambio encaminados a la consecución de un sistema educativo en el que niños y niñas sean tratados con igual atención y les sea concedido el mismo tipo de protagonismo, donde mujeres y hombres ocupen similares lugares de trabajo y tengan las mismas oportunidades de promoción, donde los valores atribuidos tradicionalmente a hombres y mujeres sean considerados igualmente importantes y transmitidos tanto a chicos como a chicas, porque forman parte del patrimonio cultural de la sociedad y son necesarios para la vida colectiva.
Las resistencias ante un proyecto de este tipo, que subvierte muchos valores arraigados en la sociedad, son muy diversas. Vale la pena señalar algunas de orden pedagógico. Una de ellas, esgrimida en general ante cualquier intento de reducir las desigualdades sociales en la escuela, es la que se apoya en el carácter desigual de sociedad: la escuela por sí sola no puede cambiar esta realidad mientras toda la sociedad no cambie. Es un argumento fácil de responder, puesto que si bien es cierto -y los análisis sociológicos lo han mostrado repetidamente- que el sistema educativo no puede eliminar las desigualdades individuales cuando están insertas en el conjunto social, también es cierto que no hay cambio social si no empieza a producirse en algún punto de la sociedad, y que todo cambio habido en una parte del sistema repercutirá en las otras partes.
En definitiva, la educación no puede hacer desaparecer las desigualdades, pero es una pieza esencial para reducirlas. Por ejemplo: aun siendo cierto que la obtención de un título superior no garantiza actualmente un lugar de trabajo, la probabilidad de que una mujer obtenga un empleo interesante y bien remunerado es mucho más elevada ahora que en el siglo pasado, cuando ni tan siquiera podía acceder a la universidad. Es decir, la educación no garantiza la igualdad en el trabajo, pero es una condición indispensable para conseguirla. Es positivo, pues, cambiar las formas educativas para hacerlas más igualitarias, a pesar de que ello no suponga la eliminación de todos los rasgos sexistas de la sociedad.
Una segunda resistencia, más sólida en su argumentación, se refiere a que niños y niñas llegan a la escuela con una socialización primaria, obtenida básicamente a través de la familia, en la cual permanecen muchos elementos de desigualdad por razón de sexo que ya han configurado muchos trazos de su personalidad; por tanto, tendrá poco efecto, e incluso puede ser negativo, poner en crisis los modelos recibidos. Por consiguiente, los defensores de esta argumentación son partidarios de la no manipulación y respeto a la personalidad individual. Pero esta argumentación llevada al extremo invalida la misma existencia del sistema educativo y es difícil de sostener por un educador, tal como expresa M. Moreno: «Imaginad por un momento que esta misma actitud fuera mantenida por los maestros en el terreno intelectual. Que, guiados por un no intervencionismo aséptico, decidieran no influir para nada en la manera de pensar de sus alumnos en matemáticas, en física, en lengua y en otras materias escolares (...). Esta postura sólo sería correcta si la ciencia fuera infusa y el carácter de los individuos, pre-formado desde su nacimiento, no experimentara ninguna modificación por influencias externas, es decir, si la escuela fuera total y absolutamente innecesaria».
No son éstas las únicas resistencias al cambio. Algunas formas de sexismo están tan arraigadas e interiorizadas en la cultura actual que, tal como se vio en apartados anteriores, no llegan a percibirse como tales. En este sentido, una de las vías más adecuadas e interesantes que se proponen en el marco de la escuela es la de llevar a término procesos de investigación-acción, es decir, trabajos de observación de los diversos comportamientos en el aula, realizados por los docentes, que permitan detectar y corregir las formas de actuación no igualitaria.
He aquí algunas de las medidas sobre las que se ha trabajado ya en otros países para fomentar un nuevo tipo de coeducación:
Los elementos de análisis que se han propuesto en esta exposición no agotan el tema de la desigualdad educativa por razón de sexo: por el contrario, pretenden situarlo como tema abierto para que entre de nuevo en la escena de los debates pedagógicos, tanto en la formación del profesorado como en la práctica escolar.
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