Organización de Estados Iberoamericanos Para la Educación, la Ciencia y la Cultura |
Revista Iberoamericana
de Educación Número 7 Educación y Democracia (1) |
(*) Adela Cortina, catedrática de Filosofía Jurídica Moral y Política en la Universidad de Valencia (España). Doctora en Filosofía por la Universidad de Valencia, becaria del DAAD (Deutscher Akademischer Austauschdienst) y de la Alexander von Humboldt-Stiftung en Munich y Frankfurt, miembro del Comité Ético del Hospital Clínico de la Universidad de Valencia, directora de la Fundación para la promoción de la Ética de los Negocios y las Organizaciones (ETNOR). Autora de diversas publicaciones y directora de proyectos de investigación sobre Ética, en sus aspectos de fundamentación y aplicación a la Educación, la Empresa, las Biotecnologías y la Medicina, y de Filosofía Política. Ha participado en proyectos y congresos en América Latina. |
Una buena parte de los países de habla hispana se encuentra enfrentada a un problema realmente espinoso: sus constituciones, recientes las más de las veces, han sido elaboradas con todo esmero por expertos en derecho constitucional comparado y por filósofos formados en los países más desarrollados. Son constituciones moralmente perfectas en su impecable formulación: son, en su mayoría, constituciones rawlsianas.
«La peor desgracia de América Latina es que nuestros filósofos son kantianos».
Conviene recordar aquí que John Rawls, profesor de filosofía en Harvard, se propuso, al menos desde su célebre «Teoría de la Justicia» de 1971, construir un modelo que reflejara del modo más fiel posible lo que un ciudadano norteamericano tiene por justo cuando piensa en serio acerca de la justicia2. Con ello deseaba proseguir esa tarea social práctica, iniciada por pragmatistas norteamericanos como John Dewey, que consiste en reforzar los lazos ya existentes entre los ciudadanos estadounidenses procedentes de distintas culturas, con el fin de crear una comunidad política y socialmente estable. El modo de llevar a cabo esa tarea consistiría para Rawls en elaborar conceptualmente un modelo de lo que los estadounidenses piensan en serio sobre lo que es justo, modelo que debería aplicarse a las instituciones políticas y proponerse a la población, que en el fondo lo tiene ya por justo, con el fin de que se sienta cada vez más urgida a cumplir con sus deberes de ciudadanía.
Cuando los ciudadanos se percaten de que vivir en un país políticamente fundado sobre semejante modelo de justicia ofrece mayores posibilidades, incluso de felicidad, que vivir en países autoritarios, dictatoriales o aristocráticos, no necesitarán mayores justificaciones filosóficas ni de ningún otro tipo para comprender que se trata de la mejor forma política de gobierno y que conviene reforzarla, y se aplicarán a la tarea de educar a los futuros ciudadanos en este sentido de la justicia, consiguiendo entonces una democracia estable. Porque la estabilidad social precisa de una virtud ciudadana -la civilidad-, difícil de desarrollar si no ha empezado a adquirirse a través del proceso educativo3.
En la década de los ochenta estallaron en el mundo filosófico norteamericano vivas disputas a cuento de la teoría rawlsiana de la justicia. No sólo por parte de neoliberales al estilo de Nocik, que tenían tal idea por excesivamente social-demócrata, sino también por parte de los comunitarios, convencidos de que sus ideas de la justicia eran, al menos, tan propias del sentir de los norteamericanos como las de Rawls. Porque la elaboración de la constitución norteamericana vino prologada por la disputa entre las constituciones de los participacionistas comunitarios y los liberales. Los primeros habían vivido el «espíritu de la frontera» en el Lejano Oeste, y tenían la experiencia de comunidades que necesitaban del esfuerzo de todos sus miembros para sobrevivir; comunidades, por tanto, sumamente participativas, en las que la población elegía a quienes habían de desempeñar los distintos cargos. Nadie es irrelevante para la supervivencia del grupo, y el extranjero -el forastero- es el elemento extraño que puede traer algún tipo de mal con su venida. Estas comunidades son bien similares, a su modo, a las comunidades homéricas -Troya, Ítaca- y a las polis de la época de Pericles -Esparta, Atenas-, que requieren la aportación y la virtud de todos sus miembros para sobrevivir y fortalecerse. De ahí que algunos filósofos comunitarios propugnaran el retorno a comunidades de este tipo para salvarnos del individualismo ambiente, en la línea del más puro espíritu de la frontera4.
Por su parte, quienes pugnaban por instaurar una constitución de corte liberal se hacían eco del espíritu universalista de los Padres de la Patria, impregnados del espíritu lockiano de los derechos naturales. La polémica entre los comunitarios y los liberales universalistas estaba ya latente, y estalló en la década de los ochenta propiciando una abundantísima literatura.
Las gentes más o menos cultas de los países hispanohablantes e «hispanoescribientes» estudiamos estas disputas y propuestas, y bien por un extraño mimetismo o porque acabamos creyendo todo lo que está impreso, terminamos convencidos de que éste es nuestro caso y éstos son nuestros problemas. Por si poco faltara, acudimos a nuestras constituciones, que resultan ser rawlsianas en sentido amplio. Y a partir de tales datos extraemos una conclusión, que dudo mucho de que sea lógicamente correcta: si ésta es nuestra constitución y ésta es la cultura de nuestros intelectuales, el sentido de la justicia necesario para respaldarlas es el que embarga a nuestro pueblo; la tarea del filósofo es, pues, fortalecerlo por medio del concepto y de la educación.
Craso error e inevitable desánimo: la inferencia es absolutamente falaz. Las constituciones y los filósofos se mueven a un nivel, a muy otro la realidad nacional. Por eso ha llegado a convertirse en dicho habitual el que encabeza este apartado: «La peor desgracia de América Latina es que nuestros filósofos son kantianos». Sólo comparable -añadiría yo- al hecho de que las constituciones sean rawlsianas y, sobre todo, al de que la realidad nacional sea hobbesiana. ¿Qué significa esto?
Significa que los filósofos kantianos, como Rawls, para construir su teoría de la justicia parten de la base de que la cultura política del pueblo norteamericano ya está impregnada de ese sentido de la justicia que él va a intentar «poner en conceptos», y que con ese intento logrará mostrarle qué es lo que verdaderamente le une, en qué está ya de acuerdo. Aplicados esos conceptos a la constitución y a las demás instituciones políticas, vendrá a reforzarse lo que los ciudadanos, en el fondo, ya sienten. Y lo que sienten es el deseo de actuar según los dos principios de la justicia, referidos, respectivamente, a la igualdad de libertades y a la de oportunidades, con la importante adición del «principio de la diferencia»5. El método rawlsiano funciona entonces como un «círculo hermenéutico», porque los principios descubiertos filosóficamente estaban ya en la cultura política de esas sociedades y con el procedimiento filosófico únicamente ganan en claridad, que no es poco. Suponiendo que Rawls acierte y que los principios descritos por él impregnen la cultura política norteamericana6, todavía tenemos que preguntarnos: ¿Sucede lo mismo en otros países, o más bien en ellos la situación es hobbesiana?
Como es sabido, plantea Hobbes su propuesta filosófica en un mundo en el que todavía no hay sentido moral: ¿Cómo lograr que personas sin sentido moral se interesen por obedecer unas normas morales, si carecen de la motivación necesaria para hacerlo? La respuesta hobbesiana es tambien conocida: la única forma de construir una moral cimentada y estable es enraizarla en el interés egoísta de los individuos; si éstos se convencen de que les interesa seguir unas reglas de juego que beneficien a todos, más que si no las hubieran acordado, entonces tendrán una buena motivación.
Sin embargo, a continuación se plantea el gran problema: ¿no puede ocurrir que, una vez firmado el acuerdo, cada quien trate de eludir las reglas en las situaciones cotidianas, beneficiándose, sin embargo, de que los demás las sigan? Éste es el típico caso conocido más tarde como del free rider de las teorías de la elección colectiva, vulgo gorrón, que Hobbes resolvía haciendo al Leviatán depositario y guardián del cumplimiento del pacto, convirtiendo al Estado en garante de que se cumplan, no sólo las normas legales, sino también las morales.
Dejando por el momento el gravísimo asunto de si ambos tipos de normas pueden identificarse, y suponiendo que pudieran -que en realidad no pueden7-, ¿qué pasa en aquellos lugares donde no alcanza el Estado? Porque los Estados débiles llegan a bien poco y, además, donde llegan tampoco queda garantizado que lo hagan con mucha justicia, ya que al fin y al cabo son seres humanos los que lo componen. La única solución es, entonces, que sean los ciudadanos mismos quienes asuman una actitud cívica. Pero precisamente aquí es donde parece que se presenta el mayor problema: ¿cómo interesar a los individuos en la moralidad?.
A pesar de los esfuerzos de autores como Gauthier por mostrar que obedecer ciertas normas morales en cualquier situación beneficia a los individuos, y que un individuo racional debería adoptarlas por su propio interés8, no parece que los adultos de países que se encuentran en situación hobbesiana estén muy dispuestos a dejarse convencer por razonamientos similares. Por eso y aunque sin abandonar el loable intento de convencerles, la solución más razonable consiste -a mi juicio- en empezar por la educación: por educar moralmente a los niños como hombres y como ciudadanos a la vez, por interesarles en la moralidad, sencillamente porque bien llevada la educación, la moral les interesa. Otra cosa es que la idea de moralidad en la que se intente educarles sea equivocada. ¿Qué significa entonces «educar moralmente»?
Para intentar responder a una pregunta semejante creo que hoy en día es necesario recurrir a las aportaciones de diversas tradiciones morales y no optar únicamente por alguna de ellas, descartando las restantes9. Por eso intentaré articular, en el espacio del que dispongo, un modelo de educación moral cuyas piezas van siendo propiciadas por distintas tradiciones morales, desde la base antropobiológica por la que somos inevitablemente seres morales (tradición zubiriana), pasando por la moralidad como un ineludible modo de ser persona (tradición del raciovitalismo orteguiano), la pertenencia a comunidades, entre ellas la comunidad política (tradición comunitarista), la búsqueda de la felicidad (tradición aristotélica), la necesidad del placer (tradición utilitarista) y la capacidad de actuar por leyes que, como seres humanos, nos daríamos a nosotros mismos (tradición kantiana).
Como se puede ver, la enumeración no es histórica porque, sencillamente, no es una enumeración: intenta ser una exposición articulada que parte de la base antropobiológica para llegar hasta las creaciones de la razón.
Si atendemos a la tradición que arranca de Xavier Zubiri, luego prolongada por José Luis Aranguren y Diego Gracia, todo ser humano se ve obligado a conducirse moralmente, porque está dotado de una estructura moral o, por decirlo con Diego Gracia, de una protomoral, que tiene que distinguirse de la «moral como contenido»10. Precisamente porque todo ser humano posee esta estructura, podemos decir que los hombres somos constitutivamente morales: podemos comportarnos de forma moralmente correcta en relación con determinadas concepciones del bien moral, es decir, en relación con determinados contenidos morales, o bien de forma inmoral con respecto a ellos; pero estructuralmente hablando, no existe ningún hombre que se encuentre situado «más allá del bien y del mal». ¿En qué consiste esa estructura moral?.
En principio -recuerda Zubiri-, cualquier organismo se ve enfrentado desde su nacimiento al reto de ser viable en relación con su medio, y para ello se ve obligado a responder a las provocaciones que recibe de éste ajustándose a él para no perecer. La estructura básica de la relación entre cualquier organismo y su medio es, entonces, suscitación-afección-respuesta, y es la que le permite adaptarse para sobrevivir. Sin embargo, esta estructura se modula de forma bien diferente en el animal y en el hombre.
En el animal la suscitación procede de un estímulo que provoca en él una respuesta perfectamente ajustada al medio, gracias a su dotación biológica. A este ajustamiento se le denomina justeza y se produce de forma automática. En el hombre, sin embargo, en virtud de su hiperformalización, la respuesta no se produce de forma automática, y en esta no determinación de la respuesta se produce el primer momento básico de libertad. Y no sólo porque la respuesta no viene ya biológicamente dada, sino también porque, precisamente por esta razón, se ve obligado a justificarla. En efecto, el hombre responde a la suscitación que le viene del medio a través de un proceso en el que podríamos distinguir los siguientes pasos:
1) En principio y a través de su inteligencia, se hace cargo de que los estímulos sean reales, es decir, que procedan de una realidad estimulante por la que se sienta afectado. Por tanto, el hombre no está afectado por el «medio» sino por la realidad, lo cual supone un compromiso originario con ella que tendrá, como veremos, sus implicaciones éticas11.
2) La respuesta no le viene dada de forma automática, sino que, a la hora de responder, se abren ante él un conjunto de posibilidades entre las que ha de elegir la que quiere realizar. Si bien tales posibilidades se enraizan en la realidad, ellas mismas son irreales y es el hombre quien tiene que elegir cuál quiere realizar. De ahí que los representantes de la tradición que estamos comentando convengan en afirmar que ya en ese nivel biológico básico se produce el primer momento de libertad: no estamos determinados por el estímulo real, sino que nos vemos forzados a elegir.
3) Para elegir una posibilidad el hombre ha de renunciar a las demás y por eso su elección ha de ser justificada, es decir, que ha de hacer su ajustamiento a la realidad, porque no le viene dada naturalmente, justificadamente. Lo que en el animal es justeza automática, en el hombre es justificación activa, y esta necesidad de justificarse le hace necesariamente moral. Por eso, mientras Aranguren denomina la estructura descrita moral como estructura, Diego Gracia prefiere hablar de protomoral, ya que, a su juicio, la moralidad vendrá del referente que se tome para justificar. En cualquier caso, la exigencia de apelar a un referente moral se encuentra inscrita en la estructura básica del hombre, de donde se sigue que es constitutivamente moral.
El contenido desde el cual un hombre justificará sus elecciones no importa ahora, porque sin duda variará diacrónica y sincrónicamente; lo que importa es recordar que el hombre se siente afectado por la realidad y para sobrevivir ha de responder a ella, eligiendo entre posibilidades y justificando su elección. ¿Qué se sigue de ello para la educación moral?
En principio, que si cualquier persona capta las cosas como realidades y su estar en el mundo es un estar en la realidad, el momento de realidad constituye la matriz de la que surge toda construcción de posibilidades irreales entre las que es preciso elegir. De ahí que, frente a un «idealismo» mal entendido que, llevando la sociología del conocimiento al extremo, acaba afirmando que construimos la realidad toda, sin necesidad de hacer pie en ella, el reismo zubiriano recuerde que no podemos organizar nuestra vida de espaldas a la realidad12.
En segundo lugar, que es importante impulsar a través de la educación el desarrollo de la capacidad creadora para que la persona tenga el mayor campo de posibilidades a su alcance. En muchas ocasiones los problemas son agobiantes porque falta capacidad para idear alternativas.
Y, por último, que si vamos a vernos obligados a elegir entre posibilidades para apropiarnos unas, renunciando a otras, teniendo que justificar la elección, más vale intentar ir aclarando desde dónde hacerlo para acabar logrando buenas elecciones: desarrollar la inteligencia como capacidad de hacer un buen cálculo, ya que de todos modos será menester calcular, es una buena tarea moral13. ¿Desde dónde pueden hacerse las elecciones?.
La respuesta de Zubiri es básicamente la siguiente: en principio, cada hombre está dotado de unas tendencias inconclusas que le llevan a preferir unas posibilidades, a considerarlas deseables, y son esas tendencias precisamente las que justifican sus preferencias y, por tanto, sus elecciones. Tales tendencias proceden fundamentalmente de la constitución temperamental de cada persona, que le viene dada por nacimiento, de los ideales de hombre y de los códigos morales vigentes en su sociedad o en su grupo, del nivel de desarrollo moral alcanzado tanto por la persona como por la sociedad en la que vive. Es decir, ante todo factores temperamentales y sociales, que no son inmutables, sino que pueden ser educados y van a serlo. Todos estos rasgos pertenecen aún a una protomoral: ¿En qué consistirá esa moral en la que nos parece tan difícil interesar a los individuos? Porque si no conecta en modo alguno con nuestras tendencias, será imposible conseguir que nos interese.
En principio, quien se pregunta cómo interesar en la moralidad, sea a niños, sea a adultos, está entendiendo por «moral» un conjunto de normas que el destinatario va a experimentar en principio como ajenas, y por eso preguntará: ¿por qué he de cumplirlas? Pregunta de difícil respuesta si no modificamos y ampliamos nuestro concepto de moralidad.
La expresión «moral» significa, en primer lugar, capacidad para enfrentar la vida frente a «desmoralización». Recogiendo la herencia de la razón vital orteguiana, la moral no es un añadido que podemos utilizar como ornamento, porque siempre nos encontramos en un tono vital, siempre nos encontramos en un estado de ánimo14. Es posible estar alto o bajo de moral, es posible tener la moral alta o estar desmoralizado. Un hombre alto de moral, una sociedad alta de moral, tienen agallas, tienen arrestos para enfrentar la vida con altura humana. Claro que la pregunta inmediata es: ¿en qué consiste la altura humana y quién es el que dice cuál es la talla que es preciso alcanzar? Y tendríamos que contestar, no nos vaya a ocurrir como a J. Wilson cuando trata de distinguir entre indoctrinación y educación.
Según Wilson, la diferencia entre ambas estribaría en el contenido que queremos transmitir, que será educativo, y no «indoctrinativo», si consiste en modelos de conducta y en sentimientos que cualquier persona sana y sensata consideraría agradables y necesarios. Estos modelos -prosigue Wilson- serán racionales porque derivan de la realidad, más que de valores, temores y prejuicios de los individuos15. Sin embargo, la dificultad consistiría entonces, como es bien comprensible, en determinar cómo elegir a esa persona «sana y sensata» que debería actuar como juez respecto de qué contenidos son agradables y necesarios. Y es bastante fácil colegir que no habría acuerdo en la decisión porque distintos grupos presentarían distintos candidatos al oficio de «juez moral» y se negarían a tener por normativas las orientaciones de los candidatos presentados por los restantes grupos.
Por lo tanto, yo también tendré que responder a la pregunta: «¿qué significa 'altura humana'?». Pero ante todo querría dejar «constancia» de que el canon de estatura no puede venir de fuera, que no puede tratarse de un conjunto de deberes que alguien se empeña en imponer, sino que tiene que venir del hombre mismo y llevarle a plenitud. Por eso en este punto urge incidir en la autoestima, en el autoconcepto, bastante estudiado en los últimos tiempos en la bibliografía pedagógica, pero todavía no lo suficiente. La relación de la autoestima con lo que venimos tratando es la siguiente:
Cada hombre, llevado de sus tendencias a la hora de elegir entre posibilidades, se decanta por aquello que le parece bueno. El problema está en relación con qué le parece bueno, y una primera respuesta, perteneciente a su estructura, es: en relación con sus posibilidades de autoposesión, un hombre busca en último término apropiarse de aquellas posibilidades que le ayudan a autoposeerse. Y en este punto se muestran de nuevo las raíces biológicas de lo moral, si recordamos la definición de salud que viene dando la medicina en los últimos tiempos.
En el año 1946 la Organización Mundial de la Salud dio una definición de salud tal que todos los recursos de un Estado debían ir dirigidos al gasto sanitario, si es que quería cumplir con las exigencias de un Estado social de derecho, porque según ella, «salud es un estado de perfecto bienestar físico, mental y social, y no solamente la ausencia de afecciones o enfermedades»16. Posteriormente, habiendo tomado conciencia de lo ambicioso de la definición, creyó oportuno ofrecer una caracterización más modesta, y el grado de salud de las personas empezó a medirse por el de su autoposesión: la autoposesión de cuerpo y de mente por parte del sujeto es síntoma de salud, mientras que la imposibilidad de autocontrol es síntoma de enfermedad, llevada a su extremo en el acontecer de la muerte17. Este impulso a la autoposesión es entonces una tendencia biológica que opera en nuestra conducta, estrechamente relacionada con la autoestima y, como veremos, con el ansia de felicidad.
En efecto, el proyecto personal de autoposesión exige como condición necesaria, aunque no suficiente, la autoestima del sujeto, la conciencia de que puede tener distintos proyectos capaces de ilusionar y de que cuenta con capacidades como para llevarlos a cabo. Los proyectos serán distintos en las diferentes personas, y por eso encontrar los propios es una de las grandes tareas personales y comunitarias, pero resulta básico ir teniendo conciencia de ellos y de que se cuenta con cierta capacidad para realizarlos18.
«Educación moral» significaría, pues, en este sentido, ayudar a la persona de modo que se sienta en forma, deseosa de proyectar, encariñada con sus proyectos de autorrealización, capaz de llevarlos a cabo, consciente de que para ello necesita contar con otros igualmente estimables. Por tanto, cuantos trabajos se lleven a cabo en el terreno de la enseñanza en la línea del autoconcepto, con vistas a fomentar la autoestima de los individuos, serán siempre pocos. Porque entre un altruismo mal entendido, que exige del individuo el olvido de sí mismo, y un egoísmo exacerbado, que lleva al cabo al desprecio del resto, se encuentra el quicio sano de una autoestima por la que un individuo se encuentra antes alto de moral que desmoralizado.
Por otra parte, conviene no olvidar que mal puede infundir ilusión una sociedad desilusionada, contagiar esperanzas una sociedad desesperanzada. De ahí que la tarea educativa constituya a la vez la piedra de toque de la altura moral de una sociedad, porque carecerá de arrestos para comunicar energía, si ella misma se encuentra depauperada.
El actual movimiento comunitario recuerda a los liberales que la moral resultó impensable en algún tiempo al margen de las comunidades, en las que los individuos desarrollan sus capacidades para lograr que la comunidad sobreviva y prospere, porque, en definitiva, del bien de la comunidad se sigue el propio19. El abismo abierto por el liberalismo moderno entre los intereses del individuo y los de la comunidad, es el que hoy nos fuerza a preguntarnos, como hemos hecho desde el comienzo de este artículo: ¿por qué a un individuo le va a interesar ser moral? Pregunta que carece de sentido si el individuo se sabe ya miembro de una comunidad, cuyos fines coinciden con los suyos propios20.
Por «moral» -recuerdan los comunitarios- se entendió en Grecia el desarrollo de las capacidades del individuo en una comunidad política, en la que tomaba conciencia de su identidad como ciudadano perteneciente a ella; lo cual, además, le facultaba para saber cuáles eran los hábitos que había de desarrollar para mantenerla y potenciarla, hábitos a los que cabía denominar virtudes21. La pérdida de la dimensión comunitaria ha provocado la situación en que nos encontramos, en que los seres humanos somos más individuos desarraigados que personas, e ignoramos qué tareas morales hemos de desarrollar. En el mundo de las comunidades hay mapas que ya nos indican el camino: hay virtudes que sabemos hemos de cultivar, hay deberes que es de responsabilidad cumplir22. En ellas -y esto es lo que me importa destacar-, el nuevo miembro de la comunidad se sabe vinculado, acogido, respaldado por un conjunto de tradiciones y de compañeros. Por eso -prosiguen los comunitarios-, es tiempo de fortalecer los lazos comunitarios desde los que los hombres aprenden a ser morales, entre ellos el lazo cívico.
Ciertamente, atendiendo al consejo de los comunitarios y también de la ética del discurso que preconiza el fortalecimiento de comunidades de comunicación, es preciso recordar que la educación empieza por sentirse miembro de comunidades: familiar, religiosa, grupo de edad. Pero también miembro de una comunidad política, en la que el niño ha de sentirse acogido desde el comienzo, porque cada niño se encuentra en el contexto de una realidad social determinada que le ayudará a desarrollar las predisposiciones genéticas en un sentido u otro. Y, como muy bien apuntan los «culturalistas» frente a los «genetistas», el medio en el que se desenvuelva es esencial para el desarrollo de unas tendencias u otras. Como en las primeras etapas del desarrollo, necesita forjarse una identidad desde los grupos a los que pertenece; la comunidad familiar y la comunidad religiosa, en su caso, van ofreciéndole esos vínculos de pertenencia que constituyen una necesidad psicológica intrínseca. Pero también la comunidad política tiene la obligación de hacer sentir al niño que, además de ser miembro de una familia, de una iglesia, de una etnia, de una cultura, lo es también de una nación, que espera de él que participe activamente como ciudadano.
Podría pensarse que la primera tarea de la educación moral consiste en formar a los niños como hombres e interesarles más tarde en los valores de la ciudadanía. Sin embargo, ambas cosas no pueden hacerse por separado, porque las personas, para devenir tales a través del proceso de socialización, necesitamos unas señas de identidad que brotan de distintas formas de pertenencia a la sociedad y, en este sentido, la ciudadanía ofrece dos ventajas específicas: 1) el ejercicio de la ciudadanía es crucial para el desarrollo de la madurez moral del individuo, porque la participación en la comunidad destruye la inercia, y la consideración del bien común alimenta el altruismo; 2) la ciudadanía subyace a las otras identidades y permite suavizar los conflictos que pueden surgir entre quienes profesan distintas ideologías, porque ayuda a cultivar la virtud política de la conciliación responsable de los intereses en conflicto23. Para formar hombres es necesario, pues, formar también ciudadanos.
Sin embargo, la educación cívica puede despertar sospechas que lleven incluso a su descalificación: ¿no es un procedimiento para formar ciudadanos dóciles, manejables, que no causen problemas al poder político? Si así fuera, estaríamos educando víctimas propiciatorias para cualquier totalitarismo y no personas autónomas, dispuestas a regirse por sus propias leyes, contraviniendo así las exigencias de una escuela moderna. ¿Es ése el objetivo de la educación cívica?
Ante preguntas de esta guisa conviene recordar, en principio, que las escuelas siempre han enseñado a los niños a ser buenos ciudadanos, sea a través de la selección del material que indefectiblemente transmite un mensaje, sea a través del «currículum oculto», es decir, de los mensajes subliminales que el alumno absorbe en la relación con los profesores y en la organización de las clases: mucho del ethos de una escuela contiene aserciones sobre la naturaleza del buen ciudadano24. Por lo tanto, si queremos educar en las exigencias de una escuela moderna, que asuma como irrenunciable la autonomía de sus miembros, la clave consiste en bosquejar los rasgos de ese ciudadano autónomo, sin dar por bueno cualquier modelo de ciudadanía25.
Aunque no es fácil precisar un modelo semejante, dada la larga historia de la idea de ciudadanía26, optaremos aquí por un modelo a la vez nacional y universal, que se configura con las siguientes características: autonomía personal (el ciudadano no es vasallo ni súbdito); conciencia de derechos que deben ser respetados27; sentimiento del vínculo cívico con los conciudadanos, con los que se comparten proyectos comunes; participación responsable en el desarrollo de esos proyectos, es decir, conciencia no sólo de derechos, sino también de responsabilidades; y a la vez, sentimiento del vínculo con cualquier ser humano y participación responsable en proyectos que lleven a transformar positivamente nuestra «aldea global».
Ciertamente, la asunción de la «doble ciudadanía» -nacional y universal- es fruto de un doble movimiento de diferenciación, por el que el ciudadano se sabe vinculado a los miembros de su comunidad por una identidad que le diferencia de los miembros de otras comunidades y, sin embargo, de identificación en tanto que persona, con todos aquellos que son también personas, aunque de diferentes nacionalidades28.
Este último modelo de ciudadanía -la cosmopolita- presenta especiales dificultades, porque así como el niño de los 4 a los 7 años desarrolla claras identidades nacionales, ligadas a símbolos de pertenencia -y no es excesivamente difícil encontrar tales símbolos de pertenencia en la tradición e historia de un pueblo, que son las que al cabo respaldan emocionalmente la identidad nacional-, las tradiciones y símbolos compartidos por la humanidad en su conjunto son escasos: la experiencia de la raza humana como tal no es el agregado de experiencias particulares, sino la adquirida a través de proyectos comunes. Por eso, educar en la doble ciudadanía supone introducir afectivamente en el doble simbolismo e implicar a los niños en proyectos tanto locales como de alcance universal29.
En este punto conviene hacer un alto en el camino para resumir lo que hasta ahora hemos ganado. Recordemos que partíamos de la pregunta: en «situaciones de emergencia» en las que cabe dudar mucho de que todos los individuos tengan sentido o conciencia moral, ¿cómo interesarles en la moralidad? Nuestra respuesta consistía en sugerir como camino más seguro la educación y, a partir de ahí, habíamos ido conquistando unos elementos que incidían en el mismo aspecto: la moral no es algo ajeno al individuo, no es un conjunto de mandatos que brotan de otro mundo y que sólo pueden interesar a una persona -niño o adulto- si la convencemos mediante alguna gratificación o alguna sanción externa. Estos elementos serían tres:
1) La moral es ineludible, en principio, porque todos los seres humanos hemos de elegir entre posibilidades y justificar nuestra elección, con lo cual más vale que nos busquemos buenos referentes para acreditarlas, no sea que labremos nuestra propia desgracia.
2) En segundo lugar, estamos en el mundo con un tono vital u otro, altos de moral o desmoralizados, y para levantar el ánimo son indispensables dos cosas al menos: tratar de descubrir qué proyectos nos son más propios y tener la autoestima suficiente para intentar llevarlos a cabo.
3) Por último, nuestra sociabilidad exige que proyectos y autoestima broten de una identidad psíquicamente estable, ganada en la comunidad familiar, religiosa, cívica, al sentirse ya desde el comienzo miembro acogido y apreciado -valioso, por tanto- de un grupo humano con proyectos compartidos.
De ahí que podamos decir que si la comunidad política no se responsabiliza de la educación cívica de los ciudadanos potenciales, haciéndoles sentir que son miembros suyos, parte suya, y que esa pertenencia es gratificante, carece de sentido preguntar más tarde cómo interesarles en la república. Y es indudable que, sin al menos cierta igualdad y justicia, no puede haber ciudadanía, porque los discriminados no pueden sentirse ciudadanos: ¿no es puro cinismo intentar interesar en valores cívicos de libertad, tolerancia, imparcialidad y respeto por la verdad y por el razonamiento30 a los que nada ganan con la república, o ganan significativamente menos que otros?.
En el origen es donde deben asumir su responsabilidad las distintas comunidades -también la política- para hacer sentir a los niños que son miembros de ellas. Sólo desde esta idea de pertenencia será posible desarrollar con bien las restantes formas de entender la moral, que comentaremos brevemente: como búsqueda de felicidad, como disfrute del placer, como capacidad de darse leyes propias, como capacidad de asumir una determinada actitud dialógica31.
En efecto, la tradición aristotélica32 sigue recordándonos que la dimensión moral de los hombres consiste, al menos «también», en la búsqueda de la felicidad, en la prudente ponderación de lo que a una persona conviene, no sólo en un momento puntual de su biografía, sino en el distendido conjunto de su vida33.
Que todos los hombres desean ser felices es afirmación que nadie se ha atrevido a poner en duda. Que conseguir la felicidad no está totalmente en nuestras manos es igualmente público y notorio, así como lo es que no todos entienden lo mismo por su felicidad. Sin embargo, una cosa es clara, en principio, y es que la felicidad exige la formación prudencial del carácter, porque tener un buen carácter requiere entrenamiento ya que los hábitos, la «segunda naturaleza», han de adquirirse por repetición de actos34.
Ahora bien, los contenidos de la felicidad no pueden universalizarse. Mi felicidad es mi peculiar modo de autorrealización, que depende de mi constitución natural, de mi biografía y de mi contexto social, hecho por el cual yo no me atrevería a universalizarla. Lo que me hace feliz no tiene por qué hacer felices a todos. Por eso, a mi juicio, tener en cuenta en la educación moral el deseo de felicidad de los hombres es imprescindible, pero a sabiendas de que el educador no tiene derecho a inculcar como universalizable su modo de ser feliz. Aquí no caben sino la invitación y el consejo35, comunicar las propias experiencias y narrar experiencias ajenas, enseñar a deliberar bien y a mostrar que, en último término, la felicidad no es pelagiana sino jansenista: es don, «el don de la paz interior, espiritual, de la conciliación o reconciliación con todo y con todos y, para empezar y terminar, con nosotros mismos»36. Por eso es preciso aprender a deliberar bien sobre lo que nos conviene, pero con la conciencia de que ser feliz es, no sólo una tarea, sino sobre todo un regalo, plenificante.
Sin embargo, la tendencia a la felicidad, entendida como autorrealización (eudaimonía)37, puede interpretarse también como tendencia al placer (hedoné) y entonces entramos en una tradición distinta a la eudemonista, que es la hedonista38.
Todos los hombres tendemos a la felicidad y nadie puede negar que lo hace. Evidentemente, cualquiera, aunque sea tratando de servir a los marginados de la tierra, busca su felicidad. Pero no es lo mismo «felicidad» que «placer», porque la felicidad es un término para designar el logro de nuestras metas, la consecución de los fines que nos proponemos. Por eso algunas corrientes filosóficas entienden la felicidad como autorrealización, para distinguirla de quienes entienden por felicidad obtención de placer, que es el caso de los hedonistas.
«Placer» significa satisfacción sensible causada por el logro de una meta o por el ejercicio de una actividad. Quien escucha una hermosa sinfonía o come un agradable manjar experimenta un placer; quien cuida a un leproso no siente placer alguno, pero puede muy bien ser feliz cuando forma parte importante de su proyecto de autorrealización la preocupación por los marginados.
Sin embargo, desarrollar la capacidad de experimentar placer es un elemento clave en una educación moral, porque tan injusto es con la realidad quien trata con ella frívolamente como el que carece de la capacidad de disfrutar lo que en ella es sensiblemente valioso.
Entender la educación moral como preparación para el sacrificio es un error craso, absolutamente injusto con el ser del hombre y con el de la realidad, que debe ser no sólo «fruida» en el sentido zubiriano, sino también disfrutada en el significado sensible del término. Pero identificar felicidad y placer es, sin duda, también erróneo.
Regresemos por un momento a nuestro punto de partida. Cuando decimos que una situación carece de sentido moral, ¿a qué nos estamos refiriendo? Podemos estar haciéndolo a una de las siguientes posibilidades: las personas están bajas de ánimo vital; no se encuentran integradas en la comunidad en la que viven; no saben cómo ser felices; no saben disfrutar; no tienen internalizada la convicción de que deben obedecer ciertos deberes que se consideran morales. Normalmente nos referimos a la última de estas posibilidades y, por eso, nos preguntamos cómo encontrar la motivación para interesarlas en la moralidad.
Sin embargo, plantear así la cuestión es entender que las normas morales vienen de fuera, cuando precisamente lo que las especifica frente a normas como las legales es que brotan del propio sujeto: las normas morales, como afirma explícitamente la tradición kantiana, son las que un sujeto se daría a sí mismo en tanto que persona. Es decir, son aquellas normas que -a su juicio- cualquier persona debería seguir si es que desea tener -como antes decíamos- «altura humana». Esas normas, en principio, no indican qué hay que hacer para ser feliz, sinocómo hay que querer obrar para ser justo, pregunta que nos lleva más allá del placer o del bienestar individual; incluso más allá de una ciudadanía nacional o cosmopolita, aunque sea desde ellas desde donde sea preciso hacerse la pregunta.
En efecto, la expresión «esto es justo» no significa lo mismo que «esto me da placer», ni tampoco «esto nos da placer a una colectividad»39. Pero tampoco pueden equipararse «esto es justo» y «esto es lo admitido por las normas de mi comunidad» (ciudadanía nacional), ni siquiera «esto es justo» y «esto sería lo admitido por una comunidad cosmopolita» (ciudadanía cosmopolita), porque cualquier comunidad de la que hablemos se concreta -y de ahí su ventaja- en unas normas para unos ciudadanos reconocidos como tales que, por lo tanto, tienen unos derechos que deben ser respetados40. La ciudadanía, en su aspecto legal, es en definitiva el reconocimiento de unos derechos por parte de un poder político; de ahí las dificultades de la ciudadanía cosmopolita, dada la debilidad del derecho internacional. Sin embargo, precisamente el hecho de que la ciudadanía se concrete en comunidades, aunque incluyeran en su cosmopolitismo a las generaciones futuras al reconocerles unos derechos41, tiene el inconveniente de no poder plantearse para cualquier ser racional en general.
La expresión «esto es justo» se refiere a lo que tendría por justo cualquier ser racional. Por eso, como ha mostrado L. Kohlberg, la formulación de juicios sobre la justicia supone un desarrollo y un aprendizaje que se produce a través de tres niveles: el preconvencional, en el que el individuo juzga acerca de lo justo desde su interés egoísta; el convencional, en el que considera justo lo aceptado por las reglas de su comunidad; el postconvencional, en el que distingue principios universalistas de normas convencionales, de modo que juzga acerca de lo justo o lo injusto «poniéndose en el lugar de cualquier otro»42.
Este «ponerse en el lugar de cualquier otro» es lo que se viene llamando el punto de vista moral, que elude la parcialidad y hace posible la objetividad al superar el subjetivismo; ofrézcase como razón para adoptar ese punto de vista que -por decirlo con Kant- cualquier hombre es un fin en sí mismo que no puede ser tratado como un simple medio sin que renuncie a su humanidad quien así lo trata43; téngase por ineludible el punto de vista moral para encarnar -siguiendo a Rawls- la idea de imparcialidad que expresa la estructura de la razón práctica moderna44, o se apoye la necesidad de asumir semejante punto de vista en el carácter de interlocutor válido del que goza cualquier ser dotado de competencia comunicativa, atendiendo a la ética del discurso45.
Como bien dice Zubiri, la impresión originaria de realidad se despliega desde la inteligencia sentiente a través de la labor del logos y de la razón, que no preceden a la inteligencia, pero son igualmente imprescindibles por humanos. La razón presenta esbozos que necesitan ser «verificados» por la probación física de realidad, pero, en cualquier caso, son constructos suyos. Y construcciones ideales como la del «punto de vista moral» son ya imprescindibles para entender nuestra realidad social y, en consecuencia, para educar moralmente, porque, como muestra la habermasiana teoría de la evolución social, forman ya parte de nuestros esquemas cognitivo-morales46.
La moral, en una tradición kantiana es, en principio, capacidad de darse leyes a sí mismo desde un punto de vista intersubjetivo, de forma que las leyes sean universalizables. Lo cual nos muestra que los individuos racionales no están cerrados sobre sí mismos, sino que cada persona es lugar de encuentro de su peculiar idiosincrasia y de la universalidad; es un nudo de articulación entre subjetividad e intersubjetividad.
Una persona «alta de moral» en este sentido sabe, pues, distinguir entre normas comunitarias convencionales y principios universalistas, que le permiten criticar incluso las normas comunitarias. Sin embargo, a la hora de interpretar el punto de vista moral universalista, existe una gran diferencia entre los kantianos: mientras Kohlberg, Hare47 o Rawls adoptan como método para determinar qué normas son las correctas la «asunción ideal de rol» (ponerse en el lugar del otro), la ética del discurso deja esa tarea en manos de los afectados por la norma48. Porque, atendiendo al principio de la ética del discurso, descubierto a través del método trascendental:
«Sólo pueden pretender validez las normas que encuentran (o podrían encontrar) aceptación por parte de todos los afectados, como participantes en un discurso práctico»49.
Por lo tanto, para que la norma sea correcta tienen que haber participado en el diálogo todos los afectados por ella, y se tendrá por correcta sólo cuando todos -y no los más poderosos o la mayoría- la acepten porque les parece que satisfacen intereses universalizables. Por tanto, el acuerdo sobre la corrección moral de una norma no puede ser nunca un pacto de intereses individuales o grupales, fruto de una negociación, sino un acuerdo unánime, fruto de un diálogo sincero, en el que se busca satisfacer intereses universalizables. Estamos acostumbrados a tergiversar los términos, de modo que identificamos diálogo con negociación y acuerdo con pacto y, sin embargo, las negociaciones y los pactos son estratrégicos, mientras que los diálogos y los acuerdos son propios de una racionalidad comunicativa. Porque quienes entablan una negociación se contemplan mutuamente como medios para sus fines individuales y buscan, por tanto, instrumentalizarse. Se comportan entonces estratégicamente con la mira puesta cada uno de ellos en conseguir su propio beneficio, lo cual suele acontecer a través de un pacto.
Por el contrario, quien entabla un diálogo considera al interlocutor como una persona con la que merece la pena entenderse para intentar satisfacer intereses universalizables. Por eso no intenta tratarle estratégicamente como un medio para sus propios fines, sino respetarle como una persona en sí valiosa, que -como diría Kant- es en sí misma un fin, y con la que merece la pena, por tanto, tratar de entenderse para llegar a un acuerdo que satisfaga intereses universalizables.
Por eso la persona con altura humana a la que nos hemos referido reiteradamente a lo largo de este trabajo asumiría una actitud dialógica, lo cual significa50:
1) Que reconoce a las demás personas como interlocutores válidos, con derecho a expresar sus intereses y a defenderlos con argumentos.
2) Que está dispuesta igualmente a expresar sus intereses y a presentar los argumentos que sean necesarios.
3) Que no cree tener ya toda la verdad clara, de suerte que el interlocutor es un sujeto al que convencer, no alguien con quien dialogar. Un diálogo es bilateral, no unilateral.
4) Que está preocupado por encontrar una solución correcta y, por tanto, por entenderse con su interlocutor. «Entenderse» no significa lograr un acuerdo total, pero sí descubrir lo que ya tenemos en común.
5) Que sabe que la decisión final, para ser correcta, no tiene que atender a intereses individuales o grupales, sino a intereses universalizables, es decir, a aquello que «todos podrían querer», por decirlo con la célebre fórmula del contrato social.
6) Que sabe que las decisiones morales no se toman por mayoría, porque la mayoría es una regla política, sino desde el acuerdo de todos los afectados porque satisface asimismo los intereses de todos.
Quien asume esta actitud dialógica muestra con ella que toma en serio la autonomía de las demás personas y la suya propia; le importa atender igualmente a los derechos e intereses de todos, y lo hace desde la solidaridad de quien sabe que «es hombre y nada de lo humano puede resultarle ajeno»51.
Naturalmente cada quien llevará al diálogo sus convicciones y más rico será el resultado cuanto más ricas sean las aportaciones. Pero a ello ha de acompañar el respeto a todos los interlocutores posibles como actitud de quien trata de respetar la autonomía de todos los afectados por las decisiones desde la solidaridad. La educación del hombre y del ciudadano ha de tener en cuenta, por tanto, la dimensión comunitaria de las personas, su proyecto personal, y también su capacidad de universalización, que debe ser dialógicamente ejercida, habida cuenta de que muestra saberse responsable de la realidad, sobre todo de la realidad social, aquel que tiene la capacidad de tomar a cualquier otra persona como un fin, y no simplemente como un medio, como un interlocutor con quien construir el mejor mundo posible.
(1) Utilizo la expresión «hombre» y no «ser humano» o «persona» sin ninguna intención machista. Más bien, al tratarse de las expresiones aristotélicas, utilizadas por Rousseau para referirse, respectivamente, a la persona en tanto que tal y a la persona como miembro de la comunidad política, entiendo que utilizar otra expresión sería un anacronismo.
(2) J. Rawls, «Teoría de la Justicia», F.C.E., Madrid, 1978.
(3) J. Rawls, «Political Liberalism», Columbia University Press, 1993. Que la educación es tarea clave para el pragmatismo norteamericano es bien conocido, como también que hoy en día camina en este sentido la corriente de «Filosofía para Niños» de M. Lipmann, tan extendida en los países de habla hispana gracias al excelente trabajo realizado por Félix García Moriyón. No es tan conocido, sin embargo, que también Nietzsche cree indispensable la educación para la aparición del superhombre. Ver para ello J. Conill, «El enigma del animal fantástico», Tecnos, Madrid, 1991.
(4) A. MacIntyre, «Tras la virtud», Crítica, Barcelona, 1987.
(5) J. Rawls, «Teoría de la Justicia», parte I.
(6) Como muy bien puntualiza L. Kohlberg, existe un auténtico desfase entre los valores que legitiman las instituciones democráticas, valores que son propios del nivel postconvencional en el desarrollo de la conciencia moral, y los de la mayoría de los individuos, que se encuentran las más de las veces en el nivel convencional o preconvencional.
(7) A. Cortina, «Ética sin moral», Tecnos, Madrid, 1990, pp. 177 ss.
(8) D. Gauthier, «La moral por acuerdo», Gedisa, Barcelona, 1994. Gauthier entiende por «racionalidad» la capacidad de maximizar el propio interés, capacidad que carece de connotación moral.
(9) En «Ética aplicada y democracia radical», (Tecnos, Madrid, 1993) intenté ya tener en cuenta distintas tradiciones morales para los diversos sectores de la ética aplicada, aunque dentro del marco de una de ellas (de la ética del discurso). El cap. 13 del libro está dedicado a la educación moral.
(10) X. Zubiri, «Sobre el hombre», Madrid, Alianza, 1986, sobre todo caps. I y VII; J.L. L. Aranguren, «Ética», Madrid, Revista de Occidente, 1958, parte 1ª cap. VII; D. Gracia, «Fundamentos de Bioética», Madrid, Eudema, 1988, pp. 366 ss. Otros autores hispanohablantes e «hispanoescribientes» le han dedicado sustanciosos comentarios: A. Pintor-Ramos, «Verdad y Sentido», Universidad Pontificia de Salamanca, 1993; J. Conill, «La ética de Zubiri»,«El Ciervo», nº 507-509 (1993), pp. 10 y 11. Por mi parte, modestamente, me he ocupado de esta ética en «Ética sin moral», pp. 55 ss.
(11) Ignacio Ellacuría, desde una situación diferente a la de Zubiri, tomó esta filosofía de la realidad como base para construir una moral de la responsabilidad: quien trata de eludir la realidad y de no responder de ella, practica una «moral de la irresponsabilidad» que acaba pagándose. Y digo «se» con plena conciencia porque, lamentablemente, no siempre es el irresponsable quien paga las malas consecuencias, sino otros más débiles. Ellacuría propone, por el contrario, una actitud caracterizada por tres momentos: dejarse impresionar por la realidad, hacerse cargo de ella y cargar con ella. En este orden de cosas, no es extraño que hiciera suya esa moral de la responsabilidad, hasta el punto de introducir en el Plan de Estudios de la Universidad Centroamericana «José Simeón Cañas» una asignatura llamada «Realidad Nacional». Ver I. Ellacuría, «El compromiso político de la filosofía en América Latina», El Búho, Bogotá, 1994.
(12) El idealismo de la razón instrumental ha llevado a una manipulación tal del medio ambiente que podríamos decir que la realidad empieza a «vengarse» con el agotamiento de las materias primas, la desertización y la progresiva destrucción de la ecosfera.
(13) N. Rescher, «La racionalidad», Tecnos, Madrid, 1993.
(14) J. Ortega y Gasset, Por qué he escrito «El hombre a la defensiva», en «Obras Completas», vol. IV, p. 72.
(15) J. Wilson, «Education and Indoctrination», en T.C.B. Hollins (ed.), «Aims in Education», Manchester, UP, 1964.
(16) Preámbulo al documento de Constitución de la Organización Mundial de la Salud, Nueva York, 22 de julio de 1946.
(17) D. Gracia, «Fundamentos de Bioética», Eudema, Madrid, 1988.
(18) A. Cortina, «Ética aplicada y democracia radical», cap. 13.
(19) En el seno de la corriente comunitaria existen líneas tan distintas como la postura ya mencionada de A. MacIntyre y las de B. Barber («Strong Democracy», University of California Press, 1984), M. Sandel («Liberalism and the Limits of Justice», Cambridge University Press, 1982) o M. Walzer («Esferas de la Justicia», F.C.E., México, 1993). Ver A. Cortina, «Ética sin moral», cap. 4; C. Thiebaut, «Los límites de la comunidad», Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1992.
(20) Que el liberalismo sea el responsable de que nuestras democracias sean «de masas», más que «de pueblos», formadas por individuos atomizados, sin vínculos, es más que discutible. Como muestra M. Walzer, el cambio social en las sociedades desarrolladas es el que ha motivado esta situación, y el liberalismo no ha hecho sino reflejar una realidad social ya existente. Ver M. Walzer, «The Communitarian Critique of Liberalism», en «Political Theory», vol. 18, nº 1 (1990), pp. 6-23.
(21) C. Thiebaut, «Virtud», en A. Cortina (ed.), «Diez palabras clave en ética», Estella, VD, 1994.
(22) G.W.F. Hegel, «Principios de Filosofía del Derecho», Buenos Aires, Sudamericana, 1973.
(23) Derek Heater, «Citizenship», London/New York, Longman, 1990, p. 184. También el liberalismo político insiste en que la virtud de la civilidad, propia del ciudadano maduro, consiste sobre todo en intentar buscar los puntos de conciliación más que los de discrepancia. Ver J. Rawls, «Political Liberalism», Lecture VI.
(24) Derek Heater, «Citizenship», London/New York, Longman, 1990, pp. 202 ss.
(25) Según Murray Clark Havens, «la ciudadanía es una relación entre un individuo y un Estado, que implica que el individuo es miembro político pleno del Estado y le es leal de forma permanente (...). El estatuto de ciudadano es el reconocimiento oficial de la integración del individuo en el sistema político» («Encyclopedia Americana», p. 742).
(26) Esta idea tiene su origen, al menos, en la polis griega y, a través de Roma y del Renacimiento, cobra especial fuerza a partir de la Modernidad. Sin embargo, desde ella todavía es grande el número de modelos posibles, sean liberales, socialistas, nacionalistas o totalitarios. Ver para todo ello, entre otros, D. Heater, o.c., parte I.
(27) Para el problema de la «ciudadanía social», referente a los derechos económicos, sociales y culturales, ver Maurice Roche, «Rethinking Citizenship. Welfare, Ideology and Chance in Modern Society», Polity Press, 1992.
(28) La idea de ciudadanía cosmopolita, aunque presente ya en el estoicismo, recibe el espaldarazo como proyecto histórico común desde la Ilustración. Ver I. Kant, «Idea de una historia universal en sentido cosmopolita», F.C.E., México, 1941, pp.39-66; «Pedagogía», Akal, Madrid, 1983. Por falta de espacio no hemos podido aquí considerar la ciudadanía multicultural. Para ello ver, por ejemplo, Ch. Taylor, Multiculturalism and «The Politics of Recognition», Princeton University Press, 1992.
(29) La educación en la ciudadanía universal exige recurrir también al ejemplo de personalidades que han llevado a cabo proyectos de alcance universal, como son los casos de Gandhi o de Martin Luther King. Porque sin símbolos que afecten también emocionalmente, es decir, con la pura argumentación, es imposible educar. La narrativa es ineludible en el proceso educativo.
(30) Éstos son los valores que atribuye al ciudadano Bernard Crick y que Derek Heater recoge en el libro citado, p. 202.
(31) Expongo con mayor brevedad estas últimas formas de entender lo moral porque a ellas he dedicado buena parte de mis libros «Ética mínima», Tecnos, Madrid, 1986; «Ética sin moral», «La moral del camaleón», Espasa-Calpe, Madrid, 1991; «Ética aplicada y democracia radical». Sobre todo en éste último los capítulos 11 («Modos de entender lo moral») y 13 («Moral dialógica y educación democrática»).
(32) Aristóteles, «Ética a Nicómaco», Centro de Estudios Constitucionales, Madrid.
(33) A. Domingo, «Felicidad», en A. Cortina (ed.), «Diez palabras clave en ética», Estella, VD, 1994.
(34) El hábito, por decirlo de nuevo con J.M. Cobo, es «una manera determinada de proceder o reaccionar en algún orden o circunstancia, que una persona adquiere a partir de una repetición de actos estable» y exige, por lo tanto, continuo entrenamiento y ausencia de improvisación. Una moral del ethos, del carácter, así lo requiere. Ver J.M. Cobo, «Educación ética», Madrid, Endymion, 1993.
(35) A. Cortina, «La moral del camaleón», cap. 8.
(36) J.L.L. Aranguren, «Moral de la vida cotidiana, personal y religiosa», Madrid, Tecnos, 1987, p. 110.
(37) C. Díaz, «Eudaimonía», Madrid, Encuentro, 1987.
(38) Epicuro, «Ética», ed. a cargo de C. García Gual y E. Acosta, Barral, Barcelona, 1974; J.S. Mill, «El Utilitarismo», Alianza, Madrid.
(39) Para una breve historia del concepto de justicia hasta nuestros días ver E. Martínez Navarro, «Justicia», en A. Cortina (ed.), «Diez palabras clave en ética».
(40) Para una ciudadanía democrática ver, entre otros, J. Mª. Puig Rovira, M. Martínez, «Educación moral y democracia», Laertes, Barcelona, 1989; P. Ortega y J. Sáez (eds.), «Educación y Democracia», Cajamurcia, Murcia, 1993; C. Medrano, «Desarrollo de los valores y educación moral», Universidad del País Vasco, San Sebastián, 1994.
(41) Para el tema de las generaciones futuras ver D. Birnbacher, «Verantwortung für zukünftige Generationen», Reclam, Stuttgart; D. Gracia, «Introducción a la Bioética», El Búho, Bogotá, 1991.
(42) L. Kohlberg, G. Levine, A. Hewer, «Moral Stages: A Current Formulation and a Response to Critics», S. Karger, Basel AG 1983; L. Kohlberg, «Essays on Moral Development», New York and San Francisco, Harper and Rows Pubs., 1981 y 1984.
(43) I. Kant, «Fundamentación de la metafísica de las costumbres», cap. II. Puesto que «autonomía» y «libertad» se identifican, según Kant, es en la libertad donde se fundamenta la ética kantiana, como muestra J. Conill en «El enigma del animal fantástico».
(44) Lo cual significa, en definitiva, como bien dice Rawls, ser capaz de ponerse en el lugar del menos aventajado. Ver «Teoría de la Justicia» y «Political Liberalism».
(45) K.O. Apel, «Transformación de la filosofía», II, Taurus, Madrid, 1985; «Estudios éticos», Alfa, Barcelona, 1986; K.O. Apel; «Verdad y Responsabilidad», Paidós, Barcelona, 1992; J. Habermas, «Conciencia moral y acción comunicativa», Península, Barcelona, 1985; «Justicia y solidaridad», en K.O. Apel, A. Cortina, D. Michelini, J. De Zan, «Ética comunicativa y democracia», Crítica, Barcelona, 1991.
(46) Según esta teoría, que reconstruye en versión filogenética la teoría ontogenética de Kohlberg, en el nivel postconvencional en el que se encuentran las sociedades con democracia liberal, nuestro sentido de la justicia viene ya acuñado por la perspectiva del punto de vista moral, porque las sociedades aprenden, no sólo técnicamente, sino también moralmente, y quien hoy en día en las llamadas «sociedades avanzadas» trata de formular en serio un juicio sobre lo justo, se ve obligado a adoptar la perspectiva de la imparcialidad. J. Habermas, «La reconstrucción del materialismo histórico», Madrid, Taurus, 1981; A. Cortina, «Ética mínima», pp. 110 ss.
(47) R.M. Hare, «Essays on Religion and Education», Oxford Clarendon Press, 1992.
(48) Para la ética del discurso ver, entre nosotros, A. Cortina, «Razón comunicativa y responsabilidad solidaria», Sígueme, Salamanca, 1985; «Ética mínima»; «Ética sin moral»; «Ética aplicada y democracia radical»; J. Conill, «El enigma del animal fantástico», Tecnos, Madrid, 1991; J. Muguerza, «Desde la perplejidad», Madrid, F.C.E., 1991; V. Domingo García-Marzá, «Ética de la justicia», Tecnos, Madrid, 1992.
(49) J. Habermas, «Conciencia moral y acción comunicativa», Península, Barcelona, 1985, pp. 116 y 117.
(50) José Mª Puig Rovira, con la colaboración de Héctor Salinas, ofrece orientaciones concretas para la adquisición de habilidades dialógicas a través de la educación en «Toma de conciencia de las habilidades para el diálogo», en «Didácticas CL & E», 1993.
(51) Desde estos supuestos es posible construir una ética universal, en la que cualquier persona es un interlocutor válido, que ha de ser tenido en cuenta en las decisiones que le afectan. Lo cual nos llevaría a revisar en profundidad las relaciones internacionales, y muy especialmente las relaciones Norte-Sur entre países y dentro de cada país, porque los pobres son interlocutores potenciales a los que nunca se invita a participar como interlocutores reales. Ver A. Cortina, «La moral del camaleón», sobre todo cap. 13.
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