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Revista Iberoamericana de Educación
Número 18 - Ciencia, Tecnología y Sociedad ante la Educación

Comportamiento antisocial en los centros escolares: una visión desde Europa

Juan Manuel Moreno Olmedilla (*)

(*) Juan Manuel Moreno Olmedilla es profesor titular de Teoría e Historia de la Educación de la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED) de España.

El hecho de que las escuelas estén apareciendo más a menudo en las páginas de sucesos de los periódicos que en la sección de educación y cultura está preocupando seriamente a todos los miembros de la comunidad educativa. En efecto, los episodios de violencia en los centros educativos parecen tener una gran capacidad de atraer a la atención pública, causando lo que hoy día se ha dado en denominar una alta «alarma social», con lo que la aparentemente nueva lacra de la violencia escolar se añade a las ya innumerables fuentes de demanda y presión social con que nuestros centros educativos y nuestro profesorado deben enfrentarse.

1. Introducción

En algunos países las administraciones educativas han lanzado campañas nacionales a través de los medios de comunicación social con el fin de crear una cierta conciencia social que favorezca la prevención de fenómenos violentos en las escuelas. En otros países, como el nuestro, tal vez porque aún no se han sufrido muchos casos extremos de violencia en las escuelas, la información disponible sobre la cuestión es, como mínimo, muy limitada, y no se ha hecho más que empezar en cuanto a la puesta en marcha de programas o planes de acción para la prevención y el tratamiento de dichos fenómenos.

En cualquier caso, los educadores somos cada vez más conscientes de la envergadura del tema que aquí vamos a tratar; sabemos que, para comenzar, debemos plantearlo en positivo, es decir, no se trata tanto de qué hacemos para enfrentarnos a los casos de violencia, como de qué hacemos para convertir nuestros centros en espacios adecuados para el aprendizaje de la convivencia en el marco de una democracia.

2. ¿De qué estamos hablando exactamente cuando decimos "violencia escolar"

Una de las primeras dificultades a las que nos enfrentamos al comenzar a analizar los fenómenos de supuesta violencia en la escuela es a la de la imprecisión en el lenguaje. En efecto, no podemos considerar dentro de la misma categoría un insulto u otra falta más o menos leve de disciplina o, por ejemplo, un episodio de vandalismo o de agresión física con un arma. No obstante, existe una clara tendencia en la opinión pública y tal vez entre muchos profesores (quienes, no lo olvidemos, son los principales creadores de opinión sobre la enseñanza y los centros escolares) a «meter todo en el mismo saco» y a entender, de manera simplista, que se trata de manifestaciones distintas de un mismo sustrato violento que caracterizaría a los niños y jóvenes de hoy. A pesar de ello, puesto que muchos fenómenos no pueden considerarse propiamente como violentos, entiendo como más inclusiva y adecuada la expresión de comportamiento o conducta antisocial en las escuelas. Así, en mi opinión, son seis los tipos o categorías de comportamiento antisocial entre los que debemos diferenciar:

A: Disrupción en las aulas
B: Problemas de disciplina (conflictos entre profesorado y alumnado)
C: Maltrato entre compañeros («bullying»)
D: Vandalismo y daños materiales
E: Violencia física (agresiones, extorsiones)
F: Acoso sexual

La disrupción en las aulas constituye la preocupación más directa y la fuente de malestar más importante de los docentes. Su proyección fuera del aula es mínima, con lo que no se trata de un problema con tanta capacidad de atraer la atención pública como otros que veremos después. Cuando hablamos de disrupción nos estamos refiriendo a las situaciones de aula en que tres o cuatro alumnos impiden con su comportamiento el desarrollo normal de la clase, obligando al profesorado a emplear cada vez más tiempo en controlar la disciplina y el orden. Aunque de ningún modo puede hablarse de violencia en este caso, lo cierto es que la disrupción en las aulas es probablemente el fenómeno, entre todos los estudiados, que más preocupa al profesorado en el día a día de su labor, y el que más gravemente interfiere con el aprendizaje de la gran mayoría de los alumnos de nuestros centros.

Las faltas o problemas de disciplina, normalmente en forma de conflictos de relación entre profesores y alumnos, suponen un paso más en lo que hemos denominado disrupción en el aula. En este caso, se trata de conductas que implican una mayor o menor dosis de violencia —desde la resistencia o el «boicot» pasivo hasta el desafío y el insulto activo al profesorado—, que pueden desestabilizar por completo la vida cotidiana en el aula. Sin olvidar que, en muchas ocasiones, las agresiones pueden ser de profesor a alumno y no viceversa, es cierto que nuestra cultura siempre ha mostrado una hipersensibilidad a las agresiones verbales —sobre todo insultos explícitos— de los alumnos a los adultos (Debarbieux, 1997), por cuanto se asume que se trata de agresiones que «anuncian» problemas aún más graves en el caso futuro de no atajarse con determinación y «medidas ejemplares».

El término «bullying», de difícil traducción al castellano con una sola palabra, se emplea en la literatura especializada para denominar los procesos de intimidación y victimización entre iguales, esto es, entre alumnos compañeros de aula o de centro escolar (Ortega y Mora-Merchán, 1997). Se trata de procesos en los que uno o más alumnos acosan e intimidan a otro —víctima— a través de insultos, rumores, vejaciones, aislamiento social, motes, etc. Si bien no incluyen la violencia física, este maltrato intimidatorio puede tener lugar a lo largo de meses e incluso años, siendo sus consecuencias ciertamente devastadoras, sobre todo para la víctima.

El vandalismo y la agresión física son ya estrictamente fenómenos de violencia; en el primer caso, contra las cosas; en el segundo, contra las personas. A pesar de ser los que más impacto tienen sobre las comunidades escolares y sobre la opinión pública en general, los datos de la investigación llevada a cabo en distintos países sugieren que no suelen ir más allá del 10 por ciento del total de los casos de conducta antisocial que se registran en los centros educativos. No obstante, el aparente incremento de las extorsiones y de la presencia de armas de todo tipo en los centros escolares, son los fenómenos que han llevado a tomar las medidas más drásticas en las escuelas de muchos países (Estados Unidos, Francia y Alemania son los casos más destacados, como cualquier lector habitual de prensa sabe).

El acoso sexual es, como el bullying, un fenómeno o manifestación «oculta» de comportamiento antisocial. Son muy pocos los datos de que se dispone a este respecto. En países como Holanda (Mooij, 1997) o Alemania (Funk, 1997), donde se han llevado a cabo investigaciones sobre el tema, las proporciones de alumnos de secundaria obligatoria que admiten haber sufrido acoso sexual por parte de sus compañeros oscila entre el 4 por ciento de los chicos de la muestra alemana y el 22 por ciento de las chicas holandesas. En cierta medida, el acoso sexual podría considerarse como una forma particular de bullying, en la misma medida que podríamos considerar también en tales términos el maltrato de carácter racista o xenófobo. Sin embargo, el maltrato, la agresión y el acoso de carácter sexual tienen la suficiente relevancia como para considerarlos en una categoría aparte.

Y, ya entre paréntesis, habría que apuntar dos fenómenos típicamente escolares que también podrían categorizarse como comportamientos antisociales, aunque no se vayan a tratar en este artículo: el primero es el absentismo, que da lugar a importantes problemas de convivencia en muchos centros escolares; el segundo cabría bajo la denominación de fraude en educación o, si se prefiere, de «prácticas ilegales» (Moreno, 1992, pp. 198 y ss.), esto es, copiar en los exámenes, plagio de trabajos y de otras tareas, recomendaciones y tráfico de influencias para modificar las calificaciones de los alumnos, y una larga lista de irregularidades que, para una buena parte del alumnado, hacen del centro escolar una auténtica «escuela de pícaros».

3. ¿Qué sabemos sobre los fenómenos de comportamiento antisocial en los centros escolares?

Para empezar, el análisis de las distintas categorías de comportamiento antisocial que acabamos de llevar a cabo nos permite adelantar algunas observaciones de cierto interés. En primer lugar, podría decirse que en los centros se dan muchos conflictos, y de muchos tipos, y no tanta violencia extrema como los medios de comunicación —y la opinión pública que a partir de ellos se configura— podrían estar dando a entender. La existencia de conflictos en las instituciones escolares no solamente no debe asustarnos, ni siquiera preocuparnos, sino que debemos entenderla como algo en principio natural en cualquier contexto de convivencia entre personas; así, por el contrario, los conflictos pueden ser oportunidades de aprendizaje y de desarrollo personal para todos los miembros de la comunidad escolar.

En segundo lugar, nuestro análisis inicial de las seis categorías deja claro, aparte de los distintos niveles de «gravedad», que puede hablarse de dos grandes modalidades de comportamiento antisocial en los centros escolares: visible e invisible. Así, la mayor parte de los fenómenos que tienen lugar entre alumnos —el bullying, el acoso sexual, o cierto tipo de agresiones y extorsiones— resultan invisibles para padres y profesores; por otro lado, la disrupción, las faltas de disciplina y la mayor parte de las agresiones o el vandalismo, son ciertamente bien visibles, lo que puede llevarnos a caer en la trampa de suponer que son las manifestaciones más importantes y urgentes que hay que abordar, olvidándonos así de los fenómenos que hemos caracterizado por su invisibilidad.

Por último, también es interesante que nos planteemos a qué actores de la comunidad educativa preocupa más —o menos— cada una de las categorías de comportamiento antisocial; así, mientras que a los profesores les preocupa y les afecta de manera especial la disrupción y, en segundo término, la indisciplina, a los padres, a la Administración educativa y a la opinión pública les afectan mucho los episodios —supuestamente aislados— de violencia física (sobre todo de alumno a profesor) y de vandalismo; los alumnos, por su parte, quizá estén más preocupados y sin duda más afectados por los fenómenos invisibles debullying, extorsión y acoso sexual [los estudios de Ortega (1994, 1997) sobre bullying en España estiman que uno de cada cinco alumnos está implicado en este tipo de procesos, como agresor, como víctima o como ambas cosas a la vez; los estudios llevados a cabo en Alemania y Holanda sobre acoso sexual en las escuelas (Funk, 1997; Mooij, 1997) ofrecen resultados muy dispares —entre el 5 y el 20 por ciento de alumnos admite haber sufrido este tipo de acoso—, pero en ningún caso nos permiten pensar que el problema sea menor].

En todo caso, y pasando ya a dar una respuesta más concreta a la pregunta que encabeza este apartado, lo cierto es que, por el momento, sabemos bastante poco acerca de los distintos fenómenos que hemos agrupado bajo la gran denominación de comportamiento antisocial en los centros escolares. A veces incluso da la impresión de que sobre este tema están más interesados y saben más los periodistas que los educadores. En cierta medida, habría que admitir que los investigadores en educación en España no hemos prestado suficiente atención a las relaciones horizontales entre los alumnos como parte o elemento fundamental de su experiencia escolar y, en concreto, de su aprendizaje de la convivencia. Una vez hecha esta autocrítica, digamos que nuestro informe a la Conferencia de Educación organizada por la Presidencia Holandesa de la UE (Moreno, 1997) revisa y resume la investigación llevada a cabo en nuestro país sobre comportamiento antisocial en centros escolares. Además, un número monográfico recientemente publicado por la Revista de Educación (1997) contiene artículos con informes actualizados de investigaciones realizadas en los últimos años en varios países europeos. El lector interesado podrá hacerse una idea pormenorizada, a través de dichas fuentes, de hasta dónde ha profundizado la investigación.

Los estudios llevados a cabo hasta ahora en nuestro país no nos autorizan a formular generalizaciones de ningún tipo, en el sentido de relaciones causales entre ciertas variables y la probabilidad de que tengan lugar fenómenos o episodios de violencia en los centros educativos. Sin embargo, sí podemos decir que ponen de manifiesto al menos tres conclusiones importantes: en primer lugar, que los fenómenos de comportamiento antisocial en las escuelas tienen raíces muy profundas en la comunidad social a la que los centros educativos pertenecen; en segundo término, está claro que los episodios de violencia no deben considerarse simplemente como eventos aislados que ocurren espontánea y arbitrariamente, como si fueran meros «accidentes»; y tercero, que las distintas manifestaciones de comportamiento antisocial en las escuelas ocurren con más frecuencia de lo que usualmente se piensa y que, puesto que la relación entre los agresores y las víctimas es necesariamente muy extensa en el tiempo y muy estrecha en el espacio (conviven en el centro durante años y muchas horas al día), las consecuencias personales, institucionales y sociales de dicha violencia son incalculables.

Desde un punto de vista teórico (Ortega, 1995, 1996 y 1997), las variables que influyen sobre el comportamiento antisocial en las escuelas deben buscarse en tres dimensiones diferentes: Evolutiva, esto es, el proceso de desarrollo sociomoral y emocional en relación con el tipo de relaciones que los estudiantes establecen con sus iguales; psicosocial, que implica las relaciones interpersonales, la dinámica socioafectiva de las comunidades y los grupos dentro de los que viven los alumnos, las complejidades propias del proceso de socialización de los niños y los jóvenes; y, por último, la dimensión educativa, que incluye la configuración de los escenarios y las actividades en que tienen lugar las relaciones entre iguales, el efecto que sobre dichas relaciones tienen los distintos estilos de enseñanza, los modelos de disciplina escolar, los sistemas de comunicación en el centro y en el aula, el uso del poder y el clima socioafectivo en que se desarrolla la vida escolar. Desde el punto de vista del profesorado y de los centros de enseñanza, esta dimensión educativa tiene una importancia crítica; resulta fundamental poder ser capaces de identificar qué aspectos de la vida del aula y de la escuela tienen una incidencia en la configuración de las relaciones interpersonales de nuestros alumnos, en los modelos y patrones de convivencia, y, en definitiva, en la posible prevención del comportamiento antisocial. En otras palabras, aunque sabemos que el comportamiento antisocial en los centros puede estar muy determinado por variables sociales y familiares ajenas a la escuela, también existen variables internas al propio centro educativo que parecen estar positivamente relacionadas con la mayor o menor ocurrencia o aparición de fenómenos de comportamiento antisocial. Y parece claro que es sobre estas variables estrictamente escolares donde el profesorado tiene —y puede— hacer el mayor esfuerzo de prevención.

Así, considerando los resultados de investigaciones empíricas realizadas en otros países (Mooij, 1997; Funk, 1997), estamos en condiciones de afirmar que existe una relación contrastada entre el currículo escolar, los métodos de enseñanza, los sistemas de evaluación del rendimiento del alumnado, y el agrupamiento de los alumnos o la mayor o menor probabilidad de ocurrencia de fenómenos de comportamiento antisocial en un aula y en un centro. En este sentido, existen diferencias significativas entre aulas y entre centros escolares en función de variables como las citadas, a las que podríamos denominar en general organizativas y curriculares. Por ejemplo, Mooij (1997) encuentra que una variable tan concreta como el porcentaje de tiempo lectivo que el profesor dedica en el aula a procesos de grupo y relaciones interpersonales está relacionada con la disminución de los comportamientos disruptivos y de maltrato entre iguales; lo mismo parece ocurrir con el porcentaje de tiempo lectivo dedicado a cuestiones de normas, orden y disciplina.

Volviendo a las variables ajenas a la escuela, existen otros procesos relevantes para intentar explicar el comportamiento antisocial en los centros educativos, alguno de los cuales ha sido incluso considerado como un modelo explicativo global. Todos ellos están bien documentados y se dispone de un amplio conjunto de evidencias empíricas. Sin embargo, todavía no existen estudios españoles acerca de cómo influyen, se relacionan o hasta causan la violencia escolar. Se trata de los siguientes:

A: La violencia estructural derivada de la organización social; así, la violencia escolar sería consecuencia de la participación de los estudiantes en procesos que «filtran» dicha violencia estructural presente en el conjunto de nuestra sociedad.
B: La violencia omnipresente en los medios de comunicación social a la que los alumnos están expuestos durante muchas horas diarias. Funk (1997) ha estudiado en Alemania la relación entre el consumo de películas de acción y terror por parte de los estudiantes y la violencia en las escuelas, encontrando, como seguramente el lector esperará, una relación positiva entre ambos.
C: Los modelos violentos que los estudiantes ven —y aprenden— en su propia familia y en su más inmediato entorno sociocomunitario. En este conjunto de variables habría que incluir de forma explícita la influencia del grupo de iguales.
D: La violencia que los alumnos sufren dentro de su familia y en su entorno comunitario.
E: El hecho de que los centros educativos, en especial los de enseñanza secundaria, se han mantenido casi siempre al margen de las dimensiones no académicas de la educación (desarrollo moral, integración social, etc.); al haber olvidado los procesos interpersonales implícitos en la convivencia diaria, se encuentran ahora con graves dificultades para articular una respuesta educativa ante el comportamiento antisocial o, simplemente, los problemas de convivencia en general.

En el conjunto de estos procesos, la violencia que surge en nuestros centros de enseñanza se explicaría por el hecho de que tales centros estarían reproduciendo el sistema de normas y valores de la comunidad en la que están insertos y de la sociedad en general. Los estudiantes, por tanto, estarían siendo socializados en «anti-valores» tales como la injusticia, el desamor, la insolidaridad, el rechazo a los débiles y a los pobres, el maltrato físico y psíquico y, en resumen, en un modelo de relaciones interpersonales basado en el desprecio y la intolerancia hacia las diferencias personales en particular y hacia la diversidad étnica en general.

En conclusión, la investigación parece distinguir entre tres tipos de variables (o conjuntos de variables) para explicar el comportamiento antisocial en los centros escolares: variables individuales —relacionadas con la personalidad, el sexo y las percepciones y expectativas del alumnado—; variables del centro y del aula —internas a la institución y relacionadas con los fenómenos violentos más «específicos» de la escuela—; y las variables sociales o ambientales —que pasan por la influencia de la familia, el grupo de iguales, la comunidad inmediata, los medios de comunicación y la sociedad en general—. La interacción entre los tres tipos de variables, esto es, los rasgos de personalidad con ciertas variables del ambiente social y en un determinado contexto organizativo y curricular, es la que al final nos permite aproximarnos a una primera explicación satisfactoria del comportamiento antisocial en las escuelas.

4. La respuesta educativa al comportamiento antisocial en los centros escolares

En el debate acerca de la violencia y el comportamiento antisocial en las escuelas subyacen cuestiones y retos de gran alcance y con profundas implicaciones para nuestra sociedad. En definitiva, lo que «nos estamos jugando» aquí es si la escuela puede continuar siendo un instrumento de cohesión social y de integración democrática de los ciudadanos. Después de décadas de fortísima expansión y democratización educativas, mantener y afianzar el carácter «inclusivo» de nuestros centros de enseñanza parece ser un gran desafío. Así, las medidas de atención a la diversidad, el aprendizaje de la convivencia, la educación en actitudes y valores, se muestran como prioridades irrenunciables para la educación institucionalizada. El carácter no estrictamente académico de dichas prioridades choca, a veces incluso con dureza, con ciertas culturas profesionales dentro de la actividad docente, y aún mucho más con ciertas posiciones ideológicas en política educativa y curricular; y esto es así sobre todo en el ámbito de la educación secundaria, el tramo del sistema educativo donde siempre se concentran los grandes debates de fondo sobre la educación. El riesgo de fragmentación social y cultural, y de deterioro de la escuela pública que tales posiciones sin duda implican, hacen aún más urgente la toma de conciencia de los docentes acerca del auténtico alcance de los temas y problemas que venimos tratando.

Podríamos diferenciar entre dos grandes tipos de respuesta educativa ante el comportamiento antisocial en las escuelas. Tendríamos, por un lado, lo que llamamos respuesta global a los problemas de comportamiento antisocial (que técnicamente podría considerarse como prevención primaria) (Moreno y Torrego, 1996). Se trata de una respuesta global por cuanto toma como punto de partida la necesidad de que la convivencia (relaciones interpersonales, aprendizaje de la convivencia) se convierta y se aborde como una «cuestión de centro». Así, el centro escolar debe analizar las cuestiones relacionadas con la convivencia —y sus conflictos reales o potenciales— en el contexto del currículo escolar y de todas las decisiones directa o indirectamente relacionadas con él. Esta respuesta global asume, por tanto, que la cuestión de la convivencia va más allá de la resolución de problemas concretos o de conflictos esporádicos por parte de las personas directamente implicadas en ellos; al contrario, el aprendizaje de la convivencia, el desarrollo de relaciones interpersonales de colaboración, la práctica de los «hábitos democráticos» fundamentales, se colocan en el centro del currículo escolar y de la estructura organizativa del centro. A su vez, los conflictos de convivencia o, más en general, los retos cotidianos de la vida dentro de la institución, afectarían a todas las personas de la comunidad escolar —y no sólo a los directamente involucrados—, por lo que también se esperaría de todos una implicación activa en su prevención y tratamiento.

Por otro lado, tendríamos una respuesta más «especializada», esto es, consistente en programas específicos destinados a hacer frente a aspectos determinados del problema de comportamiento antisocial o a manifestaciones más concretas del mismo, que técnicamente denominaríamos prevención secundaria y terciaria (Trianes y Muñoz, 1997; Díaz-Aguado, 1992; Díaz-Aguado y Royo, 1995; Gargallo y García, 1996; Pérez, 1996). Se trata de programas más o menos ambiciosos, desarrollados por expertos, y que se vienen aplicando en centros educativos españoles desde hace años. Los cuatro que presento y describo a continuación tienen en común haber sido evaluados seriamente, quedando contrastada su eficacia.

Programa de Desarrollo Social y Afectivo en el aula (Trianes, 1995; Trianes y Muñoz, 1994, 1997). Ha sido aplicado en varias escuelas de Málaga; se compone de tres módulos que se desarrollan en el aula. Sus objetivos son: la construcción de un estilo de pensamiento para la resolución no agresiva de problemas; una perspectiva moral en la evaluación ante y postreflexiva de una conducta dada; la práctica y el aprendizaje de la negociación, la respuesta asertiva y la prosocialidad (apoyo y cooperación) en distintas situaciones posibles; el desarrollo de la tolerancia hacia las diferencias personales y la responsabilidad social; el aprendizaje de procedimientos democráticos de confrontación verbal, y la muestra de respeto y de aceptación hacia las decisiones tomadas por mayoría.

Una vez aplicado, la evaluación del programa se centró en la aceptación social valorada por los iguales, las habilidades sociales autopercibidas y las habilidades sociales valoradas por el profesor. Se obtuvieron resultados muy positivos en habilidades sociales autopercibidas, también en su valoración por parte de los profesores y por tests sociométricos. Los autores intentaron, así mismo, identificar variables relevantes que pudieran mediar o estar influyendo en la consecución de los objetivos del programa. Identificaron el «conflicto percibido por el profesor en el clima de aula» como una de tales variables relevantes, con influencia significativa sobre el éxito potencial del programa.

Programa para promover la tolerancia a la diversidad en ambientes étnicamente heterogéneos (Díaz-Aguado, 1992, y Díaz-Aguado y Royo, 1995). Los elementos principales de este programa son: aprendizaje cooperativo con miembros de otros grupos étnicos; discusión y representación de conflictos étnicos con objeto de fomentar la adecuada comprensión de las diferencias culturales y étnicas, desarrollando empatía hacia gentes o grupos que sufren el prejuicio racial, así como habilidades que capaciten a los alumnos para resolver conflictos causados por la diversidad étnica; a través de la comunicación interpersonal,el diseño de situaciones y materiales que incrementen el aprendizaje significativo, conectando las actividades escolares con las que a diario llevan a cabo fuera de la escuela los alumnos desaventajados socioculturalmente, favoreciendo así actitudes y procesos cognitivos contrarios al prejuicio racial.

Este programa se ha aplicado en distintos contextos y su eficacia ha sido evaluada de forma sistemática. Se aplicó por primera vez en escuelas públicas de Madrid —en aulas con estudiantes de 7 años— que contaban tanto con minorías étnicas (gitanos) como con grupos de alumnos desaventajados socioculturalmente. Los resultados de la evaluación del programa mostraron diferencias significativas a favor de los grupos experimentales en relación con las siguientes variables: tolerancia a la diversidad y superación del prejuicio (cognitiva y afectivamente, y en términos de comportamiento real); una mejor interacción entre ambos grupos étnicos (payo y gitano); una mejora en la actitud general hacia los compañeros del centro y una mayor motivación hacia el aprendizaje; un importante incremento en la autoestima de los estudiantes y, de modo específico, en el autoconcepto académico de los alumnos gitanos. En una segunda ocasión, el programa se aplicó con alumnos de 10 años en un contexto similar, pero los problemas de relación interpersonal vinculados con el prejuicio racial resultaron ser en este caso mucho más resistentes al cambio.

Programa para fomentar el desarrollo moral a través del incremento de la reflexividad (Gargallo, 1996). En apariencia aún más especializado que los dos anteriores, este programa pretende incrementar la reflexividad de los estudiantes, y el consiguiente descenso de la impulsividad, desde el convencimiento de que existe una relación positiva entre reflexividad y desarrollo moral. El programa incluye una amplia variedad de estrategias cognitivas con las que trabajar en clase con los alumnos. Para la evaluación de este programa se utilizó un diseño cuasi experimental: se encontraron diferencias significativas entre los grupos experimental y de control, tanto en el incremento de la reflexividad como en el nivel de desarrollo moral; también se observó un progreso notable en el desarrollo moral de los sujetos del grupo experimental al comparar los resultados del pretest y del postest.

Programa para mejorar el comportamiento de los alumnos a través del aprendizaje de normas (Pérez, 1996). Este programa se centra en el aprendizaje de reglas de comportamiento tanto en el centro escolar como en el contexto específico del aula; pretende fomentar la participación del alumnado en la organización de la vida del aula a través de su implicación activa en la construcción de normas de comportamiento. El programa consta de tres fases: análisis de las normas implícitas y explícitas que regulan la vida del aula; construcción de un conjunto de normas y seguimiento de las mismas por medio de la participación democrática de los alumnos; y la implantación del conjunto de normas junto con los procedimientos para asegurar su cumplimiento.

Se utilizó un diseño cuasi experimental para la evaluación: el autor construyó un cuestionario original para la «evaluación del comportamiento en el aula», que debía ser respondido por los profesores. Se encontraron diferencias significativas en términos de mejor comportamiento de los alumnos entre los grupos experimental y de control, diferencias que también se obtuvieron al comparar los resultados del pretest y del postest. El programa demostró ser muy eficaz para hacer frente a problemas de disciplina y de comportamiento disruptivo en el aula, por lo que se le puede suponer un cierto potencial para prevenir otros tipos más graves de comportamiento antisocial en los centros educativos.

Todos estos programas específicos sin duda aportan al profesorado herramientas de calidad contrastada para trabajar en los centros y en las aulas. Sin embargo, como todo profesional de la educación sabe, la calidad intrínseca de un programa «de laboratorio» de ningún modo asegura el éxito a la hora de aplicarlo en un contexto institucional dado, ante problemáticas muy concretas y por parte de docentes con un conjunto de creencias, percepciones y expectativas muy determinado. De hecho, los autores de alguno de estos programas atribuyen diferencias en los resultados a la deficiente formación previa de los profesores que debían implantarlo, incluso a su falta de compromiso o de «fe» en el mismo, hasta el punto de que han decidido incluir módulos específicos para la formación del profesorado que vaya a utilizarlos (es el caso de los programas de Trianes y de Díaz-Aguado). Sin entrar en las implicaciones más profundas de las relaciones entre teoría y práctica en educación, sí debemos decir que parece evidente que la utilización de cualquiera de estos programas en un centro educativo debe enmarcarse en una «política» global del centro en relación con los temas de convivencia, y en una adaptación precisa del programa a las características y posibilidades peculiares de dicho centro.

5. Tres llamadas de atención para concluir: los mitos sobre la violencia en las escuelas

Como conclusión, creo apropiado analizar lo que considero son algunas de las visiones, creencias, estereotipos, en definitiva mitos, acerca de la violencia en los centros escolares, que circulan hoy por los medios de comunicación y que incluso se han introducido en el debate profesional de los propios docentes. La refutación de estos mitos nos sirve como cierre de este artículo en tanto en cuanto se apoya en los resultados de la investigación y, al mismo tiempo, supone un punto de partida para construir lo que hemos llamado una respuesta educativa global a los problemas y conflictos de convivencia en los centros de enseñanza.

1.- El primero de los mitos sobre la violencia en los centros de enseñanza vendría a sostener que se trata de una novedad, propia de los tiempos que corren y de la naturaleza especialmente abyecta de los jóvenes de hoy, de las características particularmente favorecedoras de los centros de enseñanza, y de la dejadez y abstención sistemática de los padres de nuestros alumnos. Obviamente, no se trata de ninguna novedad. Los fenómenos de violencia escolar se han producido siempre, y quizás con la misma o mayor intensidad. Ahora son más visibles porque afectan a más personas, y porque los medios de comunicación, los padres y madres de los alumnos y la sociedad en general, se han hecho mucho más sensibles a todo lo relacionado con la educación y, como es lógico, a este tipo de fenómenos de una manera aún más especial.
De hecho, la violencia en las escuelas ha formado parte de lo que llamamos currículo, esto es, de los contenidos que aprenden los alumnos en su experiencia escolar diaria. La violencia ritual de las novatadas, bien aceptada y hasta celebrada en nuestra sociedad, es un buen ejemplo del carácter funcional de la violencia en los centros escolares. La cuestión comienza a preocupar a quienes tienen el poder cuando los fenómenos de violencia empiezan a traspasar ese límite invisible de la funcionalidad, cuando algunas víctimas rompen el silencio que como víctimas siempre les ha caracterizado, cuando las consecuencias de algún suceso son verdaderamente trágicas y encajan en la «línea editorial» de algún medio de comunicación, o cuando se intenta hacer una utilización política de los fenómenos de violencia. Pero, sobre todo, las alarmas saltan cuando comienzan a surgir casos en los que las víctimas tradicionales (niños menores de doce años, niñas en general) se convierten en verdugos. Esta inversión de roles, cuyo ejemplo clave es la agresión de alumnos a profesores, cuenta con un atractivo máximo en los medios. La violencia es un ingrediente tan fundamental en nuestra cultura mediática que hacen falta nuevas y cada vez más sofisticadas muestras y manifestaciones para «alimentar» la demanda de esta macabra mercancía.
2.- Un segundo mito plantea que la violencia en las escuelas forma parte de casos aislados que vendrían a ocurrir «accidentalmente», y que tan sólo una minoría de alumnos y profesores está de verdad sufriendo este tipo de situaciones. Con ello se pretende, sin duda con buena intención, no causar lo que ha dado en llamarse «alarma social». Es bien cierto que, al menos en nuestro país, la situación no parece ser tan grave como para hacer sonar la alarma social en mitad de la noche. Sin embargo, no puede aceptarse en modo alguno que estemos hablando de hechos aislados y, menos aún, que sean sólo unos pocos los afectados. Los distintos fenómenos de violencia en las escuelas están profundamente interrelacionados entre sí y, por supuesto, con otras variables propias del entorno de la escuela y del contexto familiar y social de los alumnos. Las investigaciones empíricas que se vienen llevando a cabo en todos los países europeos parecen demostrar que la violencia en las escuelas tiene la forma de un auténtico iceberg, del cual esas investigaciones de campo sólo harían visible una mínima parte. De ninguna manera se trata de accidentes fortuitos y aleatorios, y, en consecuencia, no pueden abordarse y tratarse tampoco de manera aislada. Así, aunque hemos puesto el énfasis en la necesidad de diferenciar con precisión entre las distintas categorías, tipos o manifestaciones de conducta antisocial, no debe olvidarse que las interrelaciones mutuas entre cada una de ellas son muy profundas.
3.- Por último, desde posiciones más radicalmente pesimistas a tono con el final del milenio, la violencia en los centros es la amenaza más grave que tiene nuestro sistema escolar, con lo que hacen falta medidas urgentes y de «choque» para atajarlas. Así, la única solución ante estos fenómenos sería la «mano dura», con castigos ejemplarizantes, expulsiones y cambios de centro. Además, continuaría esta argumentación, tal vez todo esto se produzca precisamente por la suavidad, la blandura y la incapacidad para tratar y relacionarse con los conflictos que vendría a caracterizar a la generación que se encarga ahora de gestionar y de enseñar en nuestras escuelas. Lo cierto es que los problemas de violencia no pueden abordarse sólo por vía represiva, a riesgo de verse multiplicados y hacerse aún más graves. Es responsabilidad de los centros educativos dar una respuesta esencialmente educativa a estos sucesos; de otra forma, es preferible pasar a medidas como la de los militares tomando los liceos, como hace pocos meses ocurrió en Francia. Los docentes no pueden resignarse a ponerse el uniforme de guarda jurado; si alguien quiere que esto sea así, que busque guardas jurados de verdad o que, como decíamos, haga como en los liceos franceses cuando lo crea necesario. Los centros educativos y su profesorado deben asumir que la «gestión» de la convivencia en las aulas y el aprendizaje de la misma por los alumnos constituye una de sus tareas docentes más ineludibles.

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