Funciones (re)veladas de la educación contemporánea:
aproximación crítica desde la psicología social
de la educación en España
María de la Villa Moral Jiménez*, Anastasio Ovejero
Bernal**
Síntesis: El análisis comprehensivo de las
principales funciones de la educación contemporánea
constituye el objeto fundamental de estudio en esta aproximación
desde la Psicología Social de la Educación al ámbito
educativo. Funciones de orientación, de educación
intercultural, socioafectivas, de cualificación profesional
y de promoción del desarrollo integral del alumnado, entre
otras, son analizadas en esta aportación teórica.
Se ofrece un análisis psicosociológico sobre renovados
órdenes y sobre diversas crisis a múltiples niveles
que caracterizan a esta sociedad calificada de postmoderna y global,
que influyen sobre las actuales demandas y retos planteados a la
institución académica. Se incide en la adopción
de un planteamiento de análisis crítico con la herencia
del patrimonio ilustrado, y en un abordaje teórico foucaultiano
de las funciones y de los poderes (re)velados, procediendo a reflexionar
sobre sus intereses y sobre los métodos de la praxis psicopedagógica.
Finalmente, se aboga por un mayor entendimiento entre escuela y
sociedad, entre aprendizaje y cultura global, y entre ciudadanía
y participación social con potencialidad transformadora.
Síntese: A análise compreensiva das principais
funções da educação contemporânea
constitui o objeto fundamental de estudo nesta aproximação
a partir da Psicologia Social da Educação no âmbito
educacional. Funções de orientação,
de educação intercultural, sócio-afetivas,
de qualificação profissional e de promoção
do desenvolvimento integral do alunado, entre outras, são
analisadas nesta matéria teórica. Oferece-se uma análise
psicossociológica sobre renovadas ordens e sobre diversas
crises em múltiplos níveis que caracterizam esta sociedade
qualificada de pós-moderna e global, que influenciam as atuais
demandas e desafios apresentados à instituição
acadêmica. Incide-se na adoção de um traçado
de análise crítica com a herança do patrimônio
ilustrado, e numa abordagem teórico foucaultiana das funções
e dos poderes (re)velados, vindo a refletir sobre seus interesses
e sobre os métodos da práxis psicopedagógica.
Finalmente, se advoga por um maior entendimento entre escola e sociedade,
entre aprendizagem e cultura global, e entre cidadania e participação
social com potencialidade transformadora.
*Profesora asociada, doctora de la Universidad de Oviedo. Área
de Psicología Social, España.
** Catedrático de Psicología Social de la Universidad
de Valladolid, España.
1. INTRODUCCIÓN: Acerca de las funciones de la educación
en las coordenadas contemporáneas
Poner freno y acelerar, reproducir y transformar, reprimir y progresar,
actuar enérgicamente de forma sutil y reformar como síndrome
de permanecer cambiando al modo heraclitiano, entre otras,
son algunas de las funciones dialécticamente reformuladas
que se cumplen en la escuela contemporánea, máxime
ante circunstancias cambiantes como las actuales a nivel de crisis
de pensamiento y de imposturas culturales varias (Jameson, 1999,
2000), ante el afianzamiento de tendencias globalizadoras político-sociales
dominantes (Arriola, 2001), y ante la progresión de renovados
(des)órdenes en muy diversos planos que afectan a nuestras
vidas (Chomsky, 2001; Fukuyama, 2000; Giddens, 2000; Giner, 1999;
Kaplan, 2000; McGuigan, 1999; Myers, 2000; Sennet, 2000). Visiones
ingenuas o excesivamente interesadas, desde las que se presuponga
que sólo se cumple una de las funciones propuestas en el
precedente binomio, aparte de plantear la contradicción aparente
como un indicador de estancamiento o de retroceso, serán
las que conciban a productor y a producto de forma excluyente bajo
una concepción simplista y unidimendional de las realidades
paradójicas de la institución académica sometida
a muy diversos condicionantes. Los sistemas sociales parecen estar
en crisis, y los sistemas educativos la arrastran desde hace tiempo,
aunque se agudiza al potenciarse mediante la interrelación
con los primeros. Escuela y sociedad han de realimentarse; de ahí
la demanda de cambios en la primera, con objeto de acompasar sus
funciones, sus procederes, sus valores priorizados, sus discursos
dominantes y su praxis a las condiciones que definen a la sociedad
contemporánea, propuesta ésta que se plantea incidiéndose
en la necesidad de aportar claves interpretativas y de responder
al reto de la interculturalidad (véase Bartolomé,
2000, 2004; García Garrido, 2004), o ante los nuevos retos
educativos de la globalización (véase Altarejos, Rodríguez
y Fontrodona, 2003; Apple, 2000; Crosley y Watson, 2003; Gimeno
Sacristán, 2001a, 2001b). Dada la unidad inextricable entre
lo individual y lo social, que se definen recursivamente, así
como adoptando como premisa básica la regulación macrocontextual
de realidades (inter)individuales, el objetivo fundamental de esta
aportación psicosocial no es otro que el desvelamiento de
alguna de las funciones (re)veladas de la educación, procediendo
a realizar un análisis comprehensivo de las mismas, centrándonos
en la adopción de una perspectiva de análisis foucaultiana.
Desde el abordaje foucaultiano de las funciones de la escuela, del
poder y de la subjetivación (véase una aproximación
en Álvarez Yágüez, 2001; de la Higuera, 1999;
Sauquillo, 2001) aplicadas al abordaje comprehensivo de la educación,
como el aportado por Moral (2000, 2003, 2004a), se nos desvela poniendo
en entredicho aquello que había permanecido como cierto,
cargado de un supuesto halo benefactor bajo la acción inmanente
de una herencia iluminista con estatuto de verdad irrefutable. La
cuestión central es asignar lo que (re)produce la escuela
a uno u otro poder de acción, esto es, desenmascarar las
funciones asumidas como nucleares de la organización educativa,
que alcanzan estatuto de ser a través de conminaciones o
de prerrogativas varias, y de centrar en tales escenarios socioeducativos
el nivel de análisis, desvelando la preponderancia correspondiente
de la dinámica dominante y de sus modos de inoculación
entre el alumnado. Como mecanismos de poder fáctico, se trata
de promover el autodominio, el autocontrol, la sumisión y
la docilidad o el autogobierno, entre otros, potenciados por unas
acciones tendentes a dominar(se), controlar(se), disciplinar(se)
o gobernar(se). En este sentido, la función (re)velada de
la escuela bien podría ser, al modo foucaultiano, la de construir
seres dóciles física y psicológicamente, amoldados
a las tradiciones cuasireveladas de la institución
como garante de la continuidad de su sistema de vigilancia, de poder
y de subjetivación y custodia, como acción, no de
salvaguardia, sino de control durante más tiempo (post-escolarización)
y mejor (autocontrol). Precisamente decía Reimer (1973),
en La escuela ha muerto, que la función de
la escuela es custodiar un número creciente de personas durante
períodos cada vez más largos. Desde un posicionamiento
crítico, se aduce que en la escuela secundaria puede ser
que se persiga reconducir los desajustes, que, como consecuencia
de conflictos internos y de índole nomotética e ideográfica,
vayan jalonando esos años de (in)adaptación escolar
y esos atisbos de puesta en cuestión de algunos de los principios
obsoletos que interioriza el alumnado a base de acostumbrarse a
los métodos de la praxis psicopedagógica y a los fines
e intereses de la institución. Precisamente la frustración
de las búsquedas, a múltiples niveles, de alumnos
y de profesorado, se va haciendo cada vez más evidente, desenmascarándose
aquello que en instancias básicas permanece velado, tal como
se evidencia en el análisis de Moral (2004a) acerca de los
oficios de profesor y de alumno. La necesidad de la formación
del ser integral tiende a diluirse ante la falta de resolución
satisfactoria de necesidades personales.
La dinámica interna de la escuela como microorganización
inmanente y los condicionantes externos, entran con frecuencia en
conflicto de necesidades, de fines y de intereses. La interrelación
de dinámicas de carácter micropolítico, ideológico
y de control, y aquellas de naturaleza psicosocial (formas de liderazgo
con mecanismos informales y tácitos de influencia, de búsqueda
de metas comunes, de relaciones horizontales, de procesos socializadores,
etc.), se encubre bajo el presupuesto de la escuela como forma de
organización más laboral (rigidez de horarios, metas
formales impuestas, competitividad, evaluación del rendimiento
individual, entre otros) y de herencia del patrimonio ilustrado,
que la propiamente social. La escuela es un ecosistema social
(Gairín, 1993, 1996), una organización pensada y construida
por los grupos sociales en un momento determinado, y no algo connatural,
y, como tal, socioconstruido. Está básicamente al
servicio de intereses de los grupos de poder diluidos en relaciones
interpersonales según la concepción foucaultiana,
que actúan a través de mecanismos sutiles que no potencian
el cambio, y que tienden a fortalecer el sistema mediante el convencimiento
de su necesidad y la perpetuación de su modus operandi.
En la actualidad se sigue ampliando la sensación generalizada
de crisis no revitalizante en la sociedad y en el ámbito
académico, que es generadora y/o reflejo de una confusión
de nuestros propios estados o de meros productos de discursos dominantes.
Reaprender a instalarse en las coordenadas actuales supone un cambio
de perspectiva y un desplazamiento de las posiciones ganadas a lo
largo de siglos de progresiva instrucción, de acción
socializante y selectiva, y de invasión de la vida cotidiana.
La escuela no está dispuesta a esa resatelización
social, ya que perdería parte de su poder, que radica en
el inmovilismo de sus costumbres, y que prevalece por encima de
cambios «epidérmicos» tales como la sucesiva introducción
de tecnologías en el aula (véase Crook, 1998; Moral,
2004b; Ovejero, 1990a; Rojano, 2003; San José, 1998; Tiffin
y Rajasingham, 1997), de las interacciones y enseñanzas virtuales
por medios telemáticos (Barberá, Badía y Monimó,
2002; Gómez García y Carrillo, 2003), o de las reformas
que persiguen una educación de calidad ante las que deben
adoptarse iniciativas más acordes con los tiempos actuales
(Marchesi, 2001), y que actúan como meros lavados de cara
de acuerdo con Fernández-Enguita (2001) , como
innovaciones con las que tiñe su inmovilismo de un aparente
avance y de un intento de acompasamiento a las circunstancias y
a los imperativos contemporáneos.
En consecuencia, ya sean las funciones principales de la educación
las de ejercer control social, asegurar continuidad o introducir
el cambio social; socializar a los alumnos y ofrecer apoyo psicosocial
potenciándose con ello la función socioafectiva; actuar
como selección meritocrática del alumnado sometido
a diversos filtros sociales a pesar del acceso generalizado; potenciar
la promoción del progreso y perpetuar la herencia iluminista
y las creencias en la Verdad, en el Saber y en el Conocimiento;
promover la capacitación profesional para la inserción
sociolaboral; preparar para la vida y/o el trabajo o para la formación
integral del alumno como construcción optimizante de la persona,
o que se privilegie la función (re)productora de poder, lo
cierto es que todas las funciones precedentes continúan siendo
útiles a la institución como modo de preservar su
identidad. Además, la perpetuación de sus caracteres
(disciplinamientos, prácticas, valores, discursos, etc.)
se garantiza por la transmisión a través del acostumbramiento
social, sirviéndose de supuestos netamente modernos,
e incluso ilustrados en el más pleno sentido kantiano, en
unas coordenadas socioculturales postmodernas (Giroux, 1996,
1997; Hargreaves, 1996; Moral, 2000, 2003, 2004a; Moral y Ovejero,
2000; Moral y Pastor, 2000; Ovejero, 2000, 2002). Como síntoma
y símbolo del malestar de la modernidad, la escuela tradicional
representa un intento de mantener, en condiciones que están
cambiando, unas acciones privilegiadas (transmisión de la
Verdad, Academia del Saber, agencia socializante por excelencia,
inculcación y autogobierno, etc.) que entran en crisis en
la actual sociedad postmoderna.
2. PLANTEAMIENTO: Acerca del conflicto entre los poderes y
las demandas a la institución académica
Siendo el objetivo fundamental de esta aproximación psicosocial
a las identidades y crisis de la educación contemporánea
analizar las principales funciones (re)veladas de la institución,
a continuación se procede a exponer y a interpretar reflexivamente
las principales funciones ejercidas por la escuela, interrelacionándolas
con aquellas otras demandadas, que, de acuerdo con una visión
prospectiva, adquieren la categoría de retos educativos:
- Enseñar para la vida es una pretensión
deweiniana difícil de conseguir, ante la falta de ajuste
que domina ambos escenario vitales: el de la vida real
y el de la vida académica, sometidos a una relación
complejizada. La escuela es un microcosmos social donde se reproducen
las relaciones sociales de poder y de intercambio, las de una
sociedad reducida, con sus normas, sus jerarquías, sus
vínculos, sus discursos, sus conflictos, etc. Semejantes
relaciones se ven potenciadas por vínculos entrelazados
e intrincados que redefinen renovadas formas de interdependencia
dominantes en la sociedad contemporánea, según Fox
y Cloward (2001). De acuerdo con el supuesto planteado, la orientación
instrumentalista de Dewey (1916, 1927, 1967) parece haber
encontrado reflejo en intentos de resituar funcionalmente a la
escuela en la vida cotidiana, aunque la microsociedad proyectada
no se ha instrumentalizado. Las instituciones educativas se insertan
en un contexto sociocultural, realimentándose de aquél.
Son un producto social; de ahí que estén sujetas
a la acción moduladora de circunstancias de muy diversa
índole, definidas por el resultado de procesos sociales
complejos y nunca neutrales, que representan una organización
pensada y construida por ciertos grupos sociales (Domínguez
y Díez, 1996; Gairín, 1993, 1996; Gairín
y Antúnez, 1993; González, 1990, 1993, 1994). Son
también un producto histórico conceptualizado como
resultado de circunstancias sociohistóricas que han coadyuvado
en un sentido y no en otro. En tales instituciones educativas,
la dificultad de educar para la vida en libertad también
se evidencia, máxime si desde una aproximación crítica
se constata que no se respeta la libre elección para enseñar/aprender
en un período de instrucción/formación forzada,
en la que, de acuerdo con Santos Guerra (1995), se aplican recursos
eufemísticos a la hora de denominar esa postescolarización,
con el objeto de hacer menos evidenciable lo que lo es de por
sí. En tal sentido se manifiesta Guéhenno (2000),
quien incluso cuestiona el porvenir de la libertad bajo los imperativos
globalizadores. Se van agudizando las contradicciones de la escuela
a cuya acción paradójica nos vemos sometidos, y
que, en parte, nos obligan. Una escuela que debe enseñar
a vivir en el futuro que ya ha comenzado, es una petición
de Cacace (1994) en La edad de la paradoja, si bien los
(post)adolescentes contemporáneos se hallan cautivos en
un período de moratoria psicosocial (Castillo, 1997, 1999).
La paradoja de la adolescencia en sí misma y sus crisis
realimentadas socialmente, tal y como evidencian Moral y Ovejero
(2004a), se interrelaciona con la paradoja de la formación,
la de la escuela-trabajo, potenciándose ambas y entrando
en conflicto (Moral y Ovejero, 1999, 2004b). Ciertas funciones
instrumentales y expresivas de la educación están
en crisis, máxime en los centros de secundaria en los que
las demandas de cualificación profesional, de preparación
para una sociedad móvil, de superespecialización,
de aprendizajes prácticos, etc., chocan de frente con las
dudas acerca de la adecuación de su preparación
para insertarse profesionalmente en el mundo laboral, con la demanda
de diversificación de los perfiles profesionales en los
jóvenes (véase Marín, Garrido, Troyano y
Bueno, 2002), con la desmotivación creciente del alumnado,
con las críticas acerca de sus procedimientos disciplinares,
y con las que existen con la propia institución (Moral,
2004c).
- Sobre el sedimento de la contradicción existente entre
lo esperado de la institución académica y lo ofertado,
se deposita la insatisfacción institucional de los jóvenes.
Se conviene en que, a medida que se avanza, se instaura un cierto
descontento por las expectativas no cumplidas, un acostrumbramiento
a base de rutinización, un apaciguamiento de las posiciones
críticas ante el sistema, o una potenciación de
comportamientos de oposición sistemática; la representación
de roles de obligado cumplimiento, una gradual desconfianza respecto
a la capacidad del sistema educativo de satisfacer ciertas metas
académicas inducidas y unas búsquedas personales,
etc. Algunos planteamientos inmovilistas de la educación
tradicional, como potenciar la competición en detrimento
de un aprendizaje más cooperativo; la prevalencia de roles
formales; la pretensión de racionalidad y de acción
eficaz; la asignación de competencias; el uso de procedimientos
basados en el empleo del poder sancionador y de recompensas; la
jerarquización de las funciones o la ordenación
de las relaciones interpersonales, entre otros, todavía
continúan siendo plenamente imperantes. Ese ir al colegio
se convierte para algunos en una tarea (auto)impuesta de obligado
cumplimiento. Percepciones de los alumnos y del profesorado están
influidas por visiones estereotípicas, lo que se constata
en el análisis descriptivo de de Pablos (1997), en el que
se recogen las opiniones de los profesores acerca de cuestiones
relativas a ocupaciones y a intereses de los estudiantes actuales,
cuya desmotivación, desinterés, desilusión,
e incluso desviación social, son algunas de las características
que conforman esa realidad percibida y poco alentadora. Y, aunque
en líneas generales los alumnos se muestran satisfechos
con su devenir en el ámbito académico, lo cierto
es que basta recordar el hallazgo de Woods (1990) acerca de la
importancia otorgada por los estudiantes a las relaciones sociales
entre iguales, como factor fundamental que modula su satisfacción
en el ámbito académico. Eso no resulta sorprendente,
sino que puede ser empleado para corroborar que son las prácticas
informales dentro del aula y del centro las conformadoras de la
vida socioacadémica del alumno. La priorización
de las relaciones oficializadas (relación vertical profesor-alumnos)
actúa en detrimento de la potenciación de las interacciones
entre pares, que resultan ser prácticamente endémicas
(Hammersley, 1990), y que se considera, equivocadamente, que «contribuirían
a distraer a los niños de los verdaderos aprendizajes»
(Vásquez y Martínez, 1996, p. 144). Incluso puede
ocurrir que la excelencia escolar no sea sino una realidad
fabricada, en expresión de Perrenoud (1990), pero que,
una vez construida, se va reforzando con cada acatamiento y con
cada interiorización de la conveniencia de las jerarquías
y de sus principios de acción. En ese lugar llamado
escuela parafraseando el título de la obra de
Martínez y Bujons (2001) se estimulan el acatamiento
y la interiorización de ciertas prerrogativas y conminaciones
mediante aprendizajes y evaluaciones individualistas y competitivos,
lo que influye de manera negativa en la posibilidad de potenciar
otras alternativas psicopedagógicas, que inciden sobre
variables eminentemente psicosociales. Sin embargo, semejantes
prácticas instruccionales no coartan el desarrollo de vínculos
de amistad como fuente de actividades compartidas, de apoyo mutuo
y de influencia recíproca (véase Fuertes, Martínez
y Hernández, 2001). En cualquier caso, se confirma que
lo que más se valora por parte del alumnado es la vida
social que se hace en el centro, supuesto corroborado en la investigación
sobre satisfacción institucional de Moral (2004c).
- Orientar, (re)construir personalidades, desarrollar potencialidades,
esto es, socializar, constituye otra de las funciones asignadas
a la educación. La escuela debería actuar como agencia
orientadora, siendo uno de sus fines explícitos el pleno
desarrollo de la personalidad del alumno y su formación
integral, de manera que, junto a la formación academicista,
se debe orientar el desarrollo personal y psicosocial del estudiantado.
La inculcación de valores de participación, la asunción
de responsabilidades individuales y sociales, la adopción
de toma de decisiones, el fomento de actitudes de tolerancia,
el entrenamiento en habilidades sociales, la prevención
en materia sociocomunitaria, y un sinfín de objetivos,
se proponen como si la socialización del individuo se hiciese
recaer sobre esta instancia con un poder de acción
que se ve limitado por las circunstancias de la crisis de la educación
y de lo social, cuya implementación ha de conllevar
la acción de corresponsabilización de otros estamentos
implicados en la acción socializante, tales como la familia
o la comunidad. En cambio, la delegación de excesivas responsabilidades
en la institución académica se contraviene con la
propia crisis de responsabilidad que atraviesa ésta en
condiciones de cambio entrópico a nivel macroestructural,
evidenciada en análisis como los de Postman (2000). De
acuerdo con lo expuesto por Karweitz (1994): «Precisamente
en un momento en el que otras organizaciones sociales no pueden
cumplir con sus obligaciones, existe el peligro de someter a la
escuela a exigencias excesivas con la formulación de nuevos
objetivos. Por ejemplo, si la familia ya no puede educar a sus
hijos según unas normas morales establecidas, la escuela
debe asumir esta responsabilidad, aun cuando es evidente que la
escuela, por sí sola, no puede alterar las oportunidades
vitales de los niños» (recogido por Creemers, 1997,
p. 43). Es evidente que, si bien se depositan en los centros académicos
funciones de formación integral del alumnado desde
la infancia hasta la postadolescencia, la socialización
familiar (véase Gracia-Fuster y Musitu, 2000) no puede
verse reemplazada por la instrucción académica,
circunstancia suficientemente explicitada en referencia a propuestas
que redunden en la mejora de los estilos comunicativos y en la
adecuada redefinición de límites disciplinares paternos
(Herbert, 2002), en la potenciación de abordajes del clima
social familiar (Moreno, Vacas y Roa, 2000; Pichardo, 2000), y
en aproximaciones a sus procesos interaccionales conflictuados
(Megías y otros, 2003), constatándose que padres
e hijos adolescentes participan de una dinámica interaccional,
mostrando disparidad de opiniones en la percepción de las
crisis emocionales y de identidad (Olmedo, del Barrio y Santed,
2000). Se intentan remediar las crisis de cada una de ellas componiendo
una solución intermedia; sin embargo, la responsabilidad
de cada estamento debe potenciarse. Ciertamente, cargar de responsabilidades
subsidiarias a la escuela como institución, es una estrategia
de descarga de otros estamentos que puede contribuir a agudizar
la crisis de identidad de la institución en las actuales
coordenadas.
- Las funciones individuales de promoción del desarrollo
integral de la personalidad del alumno se relacionan con otras
dirigidas a la adaptación a la vida o a la mera transmisión
de conocimientos, que se suman a las de adquisición y entrenamiento
en habilidades de autodominio y en la resatelización psicosocial
del alumnado (inclusión en el grupo de iguales, procesos
de identidad, liderazgo grupal, etc.). Con ello se hace referencia
a la función socializadora y socioafectiva de la enseñanza.
Forjadora de actitudes, reguladora de comportamientos, entrenadora
en roles y en la adopción de posicionamientos frente a
las exigencias grupales, instructora de normas de actuación,
instigadora de valores compartidos y de representaciones colectivas
y un largo etcétera, la escuela enseña aprendiendo.
En este sentido se manifiesta Herrán (2003), incidiendo
en el poder transformador de la educación mediante actuaciones
que han de promover el cambio social. Renovados valores se van
enraizando en la praxis psicopedagógica, de acuerdo con
las demandas de condicionantes macrocontextuales (véase
House y Howe, 2001; Luque, 2001; Reboul, 1999). La dimensión
propedéutica del sistema educativo es otra de las que se
priorizan, de acuerdo con Martínez, Buxarrais y Vera (1996).
La educación actúa como constructo optimizador de
la persona y contribuye a su formación, modelando educativamente
al individuo. Esa capacitación para desarrollar una disciplina
(función propedéutica) particular se va espaciando
en el tiempo mediante la (post)escolarización, e incluso
va perdiendo cualitativamente su poder de acción, ya que
el papel de la capacitación de la escolaridad primaria
y secundaria como instrumento motivador para la búsqueda
y la consecución de una especialización en cualquier
disciplina, parece estar desprestigiado. La obligatoriedad de
la enseñanza puede llegar a convertirse hasta en una nueva
pseudojerarquización. Tal vez sea cierto, como vaticinaron
autores como Varela (1990), que las últimas reformas educativas
en España podrían convertirse en un instrumento
de mayor jerarquización y diversificación de los
modos escolares de educación, puesto que, debido a su escasa
sensibilidad social y a la ampliación de la obligatoriedad,
se podría condicionar la perpetuación de un sistema
educativo impuesto y con consecuencias negativas sobre el rendimiento
académico (véase Martínez-Otero, 1997). Por
otro lado, si se propone como función fundamental de la
educación la formación en valores y actitudes,
debemos convenir con Bolívar (1995) en que el centro escolar
ha de ser concebido como una comunidad de aprendizaje y de investigación,
en el que, superando la posibilidad de que la educación
en valores se limite a ser sólo un tópico más
del currículo, se construya una comunidad educativa que
favorezca el desarrollo de las actitudes (pre)dominantes, de acuerdo
con las demandas sociales puestas de relieve en trabajos en los
que se incide en los nuevos retos educativos de educación
para la ciudadanía (véase Altarejos y otros, 2003;
Crosley y Watson, 2003; Luque, 2001; Marco, 2002). Gracias a la
socialización de los individuos, la sociedad ejerce una
acción de incorporar a esos miembros, perpetuando así
su existencia en el tiempo. Educar(se) es el ejercicio de interiorizar
algo que se llega a adoptar como propio, de modo que nos socializan
para estar educados, y nos educan como mecanismo de endoculturación
en el sentido que le dio Hannah Arendt (1957) como ejercicio
de dominio a través de las normas reguladoras de la condición
humana, siendo, para ciertas ideologías marxistas,
actos de control social y de planteamientos desenmascaradores
de la no naturalidad de lo dado por supuesto, tales como los foucaultianos.
- La función de aprendizaje social, en la que los iguales
son el objeto de vinculación, aunque se propenda a reprender
las interacciones horizontales en el aula, es otra de las funciones
de la escuela como producto social. Las prácticas educativas
tradicionales tienden a desalentar la interacción entre
los miembros integrantes del grupo-clase, cuestión de innegables
connotaciones psicosociales negativas, ya que la educación
debe concebirse como un proceso en el cual el aprendizaje está
condicionado por la interacción humana, tal como se evidencia
desde la Psicología Social de la Educación en los
análisis de Ovejero (1986, 1988, 1990b, 1993, 1995, 1996,
2000). El avance en el aprendizaje académico y social está
condicionado desde el punto de vista social, de modo que el individuo,
en cuanto miembro integrante de un grupo, actúa bajo ciertas
circunstancias de manera distinta a como lo haría en caso
de no pertenecer a él, o en presencia de otro grupo socializador
que le impusiera la asunción de otros presupuestos o patrones
de actuación. Incluso se puede aseverar que el grupo
construye una nueva realidad social, en los términos
expresados por Götz-Marchand (1984). El joven aprovecha cualquier
situación interactiva, ya sea en el ámbito académico
o en cualquier otro, para afianzar su identidad, así como
para poner a prueba su sistema de valores y para juzgar (y ser
juzgado) por los demás, pues los procesos de interacción
social entre iguales constituyen el vehículo idóneo
de conformación de la identidad durante ese período,
tanto en el ámbito académico como en el extraescolar
(Moral, 1997, 2004d; Moral y Ovejero, 1998). De ahí la
pertinencia de emprender una aproximación a las relaciones
con los iguales, vinculada básicamente al primer ámbito
aludido. La conexión escuela-identidad se difunde a través
de las relaciones dentro del grupo-clase, tanto entre compañeros
como en el trato profesor-alumno, enfocado siempre éste
desde la convicción de que la transmisión de conocimientos,
como indicó Giroux (1988, 1997), ha de ser un medio no
contemplado como el fin prioritario de la educación. Por
lo general, algunos investigadores sostienen que las interacciones
entre alumnos no son, en esencia, una consecuencia de la cultura
de la escuela, sino que, de acuerdo con la teoría del
conflicto de culturas de Willis (1981), podrían interpretarse
como expresión de una «cultura de jóvenes».
La presencia del adolescente en la institución escolar
es compartida y se diversifica en innumerables contactos sociales
con el grupo de alumnos, de manera que los procesos interpersonales
en el aula no se desarrollan en el vacío, sino vinculados
a una institución o a un marco; de ahí la necesidad
de que se emprenda el estudio del clima y de la cultura de la
organización educativa (véase Aguirre, 1995; Badillo,
1995). El grupo-clase representa una organización social
en marcos institucionales, en la que se ponen en marcha multitud
de procesos de carácter psicosocial que condicionan las
percepciones individuales, y en el que los procesos de liderazgo,
de competición y/o de cooperación, las interacciones
informales, las expectativas sociales, la cohesión grupal
y un largo etcétera, condicionan en gran medida las percepciones
escolares del alumnado sobre la institución académica
y sobre la convivencia escolar, tal como se comprobó en
la citada investigación de de Pablos (1997), o en las de
Gotzens, Castelló, Genovard y Badía (2003) sobre
la disciplina en el aula. Siendo así, el abordaje exhaustivo
de estos procesos psicosociales resulta imprescindible para conformar
una visión global de las realidades individuales subjetivadas,
condicionadas socialmente sobre el ámbito académico.
- La conexión de la función socializante con la
labor reproductora del proceso de endoculturación
es otra de las posibles. Se alude al continuum que va de la reproducción
a la reconstrucción crítica del conocimiento y de
la experiencia, de acuerdo con Pérez Gómez (1993).
Acciones reflexivas tales como el mencionado autoconocimiento
promovido entre los alumnos, se proponen como mecanismos de inoculación
del poder de acción de la escuela. En tal sentido, la función
reproductora de poder se relaciona con la asunción de la
naturaleza política de la educación, evidenciada
por Freire (1985) y matizada por López Martín (2000),
como algo necesario en cualquier análisis comprehensivo
de las funciones (re)veladas de la institución. Las escuelas
parecen representar una de las más importantes agencias
en las que se materializa la educación, esto es, los individuos
producen y son el resultado de relaciones sociales y de praxis
psicopedagógicas específicas. En ese sentido, y
de acuerdo con la interpretación de Freire, comentada por
Giroux (1985), la educación incluye y transciende la noción
de escolaridad. La recontextualización de la educación
dentro de un escenario y de intereses políticos, debe comprobarse
desenmascarando cualquier intento de separar las funciones de
la educación y la institución misma de la política
y del poder. Según palabras del maestro Freire (1985, p.
167): «Ya se efectúe de modo ingenuo o astuto separar
la educación de la política, no sólo resulta
artificial sino peligroso. Pensar en la educación como
independiente del poder que la constituye, divorciada del mundo
en el que se forja, nos lleva, bien a reducirla a un mundo de
valores y de ideales abstractos (que el pedagogo construye dentro
de su conciencia sin ni siquiera entender el condicionamiento
que le lleva a pensar de ese modo), bien a convertirla en un repertorio
de técnicas de comportamiento, o a percibirla como un trampolín
para modificar la realidad».
- Transmisión aséptica de conocimientos. He ahí
una de las funciones abiertamente enmascaradoras de la
educación. Los centros educativos transmiten unos conocimientos
que no son neutrales, sino que se seleccionan de la totalidad
del conocimiento disponible, aunque desde visiones ingenuas relativas
a la cuasirrevelación de los mismos se sostiene
que existe y se practica la neutralidad. El objetivo de la selección
estará conectado con la acción y la reacción
de mecanismos de poder que recrean unos particulares conocimientos,
dotándolos de un halo de verdad revelada y única,
a partir de la aceptación acrítica o del mero acostumbramiento.
Bajo el ideal iluminista se encubre la realidad social de la escuela
como institución, y de la escolaridad como medio de acción.
A pesar del aparente formalismo del proceso de enseñanza-aprendizaje,
del edificio institucional o de la aparente creencia (Fé)
en la Verdad de los Conocimientos, parece hallarse una realidad
social compleja y contradictoria, que cuestiona veladamente la
adecuación de las funciones de la escuela con la realidad
social «de afuera». La realidad social de la escuela
como producto social, de la escolarización como método
sociocultural y de la naturaleza social de los alumnos y de los
individuos implicados en este proceso, potencian la realidad del
artefacto de acuerdo con una perspectiva de análisis
postestructuralista como la compilada por Veiga-Neto (1997). La
transmisión de conocimientos resulta ser una función
muy pobre. Es más, la transmisión aséptica
de la Verdad no es posible, de manera que en nuestra memoria colectiva
hay representaciones que se han convertido en realidades y que
han adquirido la categoría de Verdad irrefutable. Una vez
efectuada la selección, lo dado por supuesto, como ya hemos
dicho, adquiere la categoría de verdad cuasirrevelada.
En relación con ello, la transmisión de mitos
sociales a nuestros niños y adolescentes constituye
otra de las funciones de la escuela como institución, que
no hace sino reconstruir y recrear dichos mitos, reforzando la
categoría de Verdad. Las escuelas actúan como legitimadoras
de ciertas formas de conocimiento, que van adquiriendo estatus
de credo. El conjunto de creencias y de imágenes simbólicas,
las alegorías que representan aspectos del género
humano, la creencia refutada como irrealizable, y el producto
de la imaginación colectiva, entre otras asunciones colectivas,
son aceptadas como verdades por quien las narra, potenciándose
el carácter mítico de lo narrado debido a la inexistencia
de una fuente única a la que se pueda atribuir esa «verdad»
inventada; de ahí que sean la sociedad y la propia escuela,
como instrumentos de apoyo endoculturador, las que la emitan y
las reifiquen socialmente, reafirmándose tal pseudoverdad
con cada adhesión.
- Mediante la educación también se puede ejercer
una función de integración (léase
normalización desde planteamientos foucaultianos)
social, lo que representa un presupuesto según el
cual la educación debe promover la interiorización
y la actuación responsable ante los problemas que acucian
a la sociedad en permanente estado de crisis. La adaptación
psicosociológica gradual de un individuo a una sociedad
supone una participación de las personas y de los grupos
de esa sociedad (con sus mitos, sus verdades, sus normas, sus
roles, sus asunciones, sus supuestos, etc.). En una sociedad cambiante
hay que adaptarse cambiando tal como ya se ha visto,
e integrarse es un acto de endoculturización a través
de la incorporación a lo establecido, anticipando idealmente
lo prospectivo. En planteamientos de hace décadas (Gil
Muñoz, 1975, p. 50) ya se demandaban cambios: «Antes,
para una sociedad estática, el objetivo de la educación
era el de formar buenos ciudadanos, responsables, honrados. Ahora
podríamos decir que, en una sociedad en constante evolución,
consiste en preparar al individuo para una integración
fructífera, atendiendo más a la psicología
individual que a la social. Es decir, que la educación
debe tender a una interiorización y toma de conciencia
y aún de postura, con responsabilidad ante los grandes
mensajes y problemas de nuestra cultura». A ello se suma
la función transformadora de la sociedad, tradicionalmente
otorgada a la educación, que suele ser incumplida en los
supuestos en los que se proclama. El cambio a través de
la educación es lento e insidioso, siendo, más que
un instrumento generador de cambio, uno de mantenimiento de ese
(supuesto) cambio social. En propuestas sobre la implicación
de las escuelas como escenarios de cambio, se prioriza la concienciación
de los agentes de la comunidad educativa, sobre todo del profesorado,
sobre la potencialidad de cambio que radica en ellos. La acción
transformadora de la sociedad mediante las instituciones académicas,
a modo de acción benefactora, es al mismo tiempo una función
reproductora. Al observar la relación de influencias entre
educación y sociedad, se conviene en afirmar que, dependiendo
del grado de crisis de cada uno de los sistemas, la escuela
puede ser que no contribuya ni a frenar ni a acelerar la transformación
de la sociedad si se halla en un proceso de crisis equiparable
al de ella, incluso tal vez exacerbado por la falta de ajuste
entre ambas instancias. Si, por el contrario, el sistema educativo
representa aún un instrumento de inoculación de
cambio menos desintegrado que la esfera social y sus conflictos
entre (des)órdenes postindustriales y postmodernos, será
un eficaz instrumento de producción de órdenes y/o
de salvaguardia de lo establecido. Sólo será un
eficaz instrumento de cambio si va adoptando una postura crítica,
transformadora y emancipadora ante la necesaria reformulación
de sus principios, de sus métodos, de sus poderes, de sus
fines y de sus mecanismos reguladores.
- A partir de la adopción de un posicionamiento
optimizante crítico con la visión más ingenua
de la educación como heredera de un patrimonio ilustrado
que actúa como garante de la tradición en unas condiciones
de surgimiento de nuevos órdenes en el plano productivo,
de pensamiento o psicosociales, se sigue concibiendo el sistema
educativo como organización social en constante cambio.
Aunque sea una paradoja, aparece como salvaguardia de la tradición
con todo su ceremonial, persuasivamente familiar en sus prácticas,
constante en sus rutinas, dominador de sus disciplinamientos entrenados
a lo largo de generaciones, inoculando sus ideologías de
forma sutil, priorizando los mismos valores obsoletos en unas
condiciones cambiantes, etc., no obstante sus constantes reformas.
Estas maneras de cambio que encubren realidades mutantes, reificándolas
en diseños curriculares, en asignaturas o en categorías
lingüísticas varias, se reformulan bajo la apariencia
del cambio, hipostasiándolo. De cualquier modo, hemos de
convenir con Fernández-Enguita (2001) en la interrogación
planteada: ¿Parte del problema o parte de la solución?
La postescolarización, como ocupación del tiempo
de los postadolescentes contemporáneos, se interpreta desde
aproximaciones críticas como un supuesto nada desdeñable.
Se propone que la función de la educación secundaria
actual no es, ni más ni menos, que la postescolarización
como mecanismo de distracción enmascarado bajo la parafernalia
de las reformas, de los diseños curriculares, de la formación
integral, de la educación para la salud o de la introducción
de la tecnología en el aula como herramienta llamativa.
Se trata de desvelar la función de control sobre los postadolescentes,
cuya inserción socioprofesional se va ralentizando en el
tiempo (Moral y Ovejero, 1999, 2004b). Hace ya décadas,
Moncada (1983) advirtió sobre el subterfugio que representa
la postescolarización, un rito fácil de anquilosarse
en la etapa de la adolescencia forzosa bajo un sistema de jerarquías
y de privilegios. Las nuevas jerarquías (im)ponen órdenes
y subordinación a categorías o a poderes, que, aunque
reformados, se mantienen. Como orden escalonado, las jerarquías
de las instituciones académicas se enmascaran al diluirse
en relaciones interpersonales, si bien desvelarlas supone descifrar
su código de transmutación y las nuevas formas adoptadas.
En cualquier caso, el aumento del consumo formativo escolar y
extraescolar parece prevalecer por encima de las tesis llamadas
contraculturales, que llevan décadas anunciando la muerte
de la institución.
En definitiva, un nuevo orden está surgiendo sin ambages,
aunque resulta difícil conseguir la suficiente perspectiva
como para apreciar su advenimiento insidiosamente progresivo. Se
precisa una educación para una nueva sociedad, a la que,
como todas las generaciones precedentes creemos estar asistiendo,
y que es una petición que se repite con vehemencia (véase
Cacace, 1994; Hargreaves, 1996; Lesourne, 1995; Moral y Ovejero,
1999, 2000a; Ovejero, 2000, 2002). El derecho a la enseñanza-aprendizaje
que parece hacerse efectivo mediante la escolarización no
se agota en ella, ya que debe prevalecer la voluntad de aprender,
y no tanto la potestad de enseñar; la curiosidad epistémica,
más que la selección y posterior adoctrinamiento en
epistemes dominantes; el ejercicio de responsabilidades compartidas,
por encima de bienes comunes que se nos representen como tales;
el autocontrol necesitado de pruebas y reformulado mediante ensayos,
más allá de los disciplinamientos; la mediación
del enseñante, antes que su mera labor instructora; o la
formación integral del individuo, que no se completa con
condicionamientos de la conciencia refleja del educando. Desinstrumentalizaciones
de las búsquedas inducidas, reasignación de significados
a la enseñanza como algo más que una labor de custodia
y de entrenamiento, desinstitucionalizaciones de enseñanzas
regladas de asuntos de la vida cotidiana, y un largo etcétera,
son peticiones que redundan en la necesidad de desmontar las sobreimplicaciones
y las sobredemandas que se depositan en la escuela como institución
que potencia/suple otras búsquedas, aunque puede ser que
las recriminaciones ante su abarcante labor sean empleadas a modo
de subterfugio para eludir responsabilidades que son de todos. En
cualquier caso, se nos deben proporcionar los instrumentos de análisis
del nuevo orden, sugiriéndonos las claves de interpretación
para descifrarlo. Sin embargo, las preguntas no son como se las
hizo hace años García Hoz (1983): ¿fracasa
la educación?, ni ¿fracasan los alumnos?,
sino más bien, ¿fracasa la escolaridad? o, acaso, ¿todo
proviene y/o refleja el fracaso y las crisis de la propia sociedad
contemporánea?
3. A MODO DE REFLEXIÓN FINAL: Visiones prospectivas
e interrogantes
Acuciado por las condiciones de la sociedad contemporánea,
el compromiso que debería existir entre alguna de las funciones
básicas de la educación esto es, académica,
socializadora, de desarrollo personal y de preparación profesional
se hace cada vez más insostenible. Todas estas funciones
(com)prometidas son como campos de fuerzas que tiran hacia uno y
otro lado de un alumno postmoderno que se halla en el centro
de la vorágine, al que desde el punto de vista académico
se le instruye para que sea un alumno ilustrado en una sociedad
en la que se duda de los principios que se le inoculan, como quien
pretende legar a la posteridad descreída la confianza en
los valores de la tradición. En nuestros días, a los
alumnos en colegios y en institutos se les enseñan contenidos
que puede ser que les ayuden a desarrollar sus potencialidades,
y se fomenta la necesidad de buscar y de alcanzar la Verdad y la
Razón y a confiar ciegamente en la Ciencia, como quien siente
fe en ideales iluministas puestos en entredicho. Se les cualifica
para desempeñar trabajos que no se corresponden con aquello
para lo que han sido preparados. Se les anima a comprender el universo
a través del conocimiento, cuando en realidad el descreimiento
hace mella en el mundo del pensamiento. Así, sus funciones
han entrado en profundas crisis interrelacionadas con las de la
sociedad actual (véase Brezinga, 1990; Cherryholmes, 1999;
Duch, 1997; Gervilla, 1993; Giroux, 1985, 1988, 1993, 1997; Trilla,
1995; Varela y Álvarez-Uría, 1991). En las escuelas
se interrelacionan contradicciones, discursos, funciones, métodos,
ideologías, tradiciones, poderes, etc., que se nos muestran
como apariencia representada que alcanza el estatuto de realidad.
A través del análisis de Santos Guerra (1995), se
intenta evidenciar esa falsa apariencia mediante un ejercicio de
desvelamiento de las funciones y de las contradicciones de la escuela,
tales como las relativas al reclutamiento forzoso que pretende
educar para la libertad; la pretensión de educar en
y para la democracia desde una institución jerárquica,
cuyo escalafón se encarna en la organización, en la
estamentalización, así como en el curriculum oculto;
el desarrollo de la autonomía desde una institución
heterónoma, que recibe y formula muchas prescripciones
que le restan autonomía; la pretensión de educar
para los valores democráticos y para la vida tantas veces
contradicha; educar la creatividad, el espíritu crítico
y el pensamiento divergente en una institución epistemológicamente
jerárquica; el deseo de ser una institución igualadora
que mantiene el elitismo y que busca la diversidad, pero que
forma para competencias culturales comunes; la pretensión
de educar para la participación desde la falta de
implicación; educar para la exigencia democrática
desde una institución acrítica consigo misma, y que
pretende ser neutral en cuanto al compromiso político
o a la filiación ideológica desde una posición
muy definida (véase Santos Guerra, 1995, pp. 129-131). Tal
vez por todas estas contradicciones la escuela es lo que es. Las
consecuencias derivadas de este hiato como símbolos y como
síntomas del malestar de la modernidad y de esta sociedad
postindustrial, agudizan las ambivalencias de los estados personales
del adolescente escolarizado.
En esta sociedad postmoderna la labor de la educación no
debe ser la de moldear educandos como reflejo de una sociedad en
crisis, sino más bien la de formar ciudadanos críticos
que sean capaces de responsabilizarse, de tomar conciencia en la
resolución de conflictos que afecten a la comunidad, de implicarse
de manera solidaria, y de vincularse unos a otros en el intento
de construcción de unas actitudes y de unos valores interculturales.
De modo análogo a la visión crítica sobre educación
que se ha aportado, también la educación social debe
estar integrada críticamente en la propia dinámica
escolar, siendo uno de sus propósitos que el alumno aprenda
a sentirse agente activo y responsable, por cuanto el involucramiento
activo de éste lo convierte en un sujeto con la potencialidad
entrenada para la transformación. Desde esa visión
prospectiva, las propuestas educativo-preventivas permitirán
enriquecer la formación en valores de los alumnos, y dotarlos
de oportunidades de elección/rechazo y de pautas de actuación
cívica; así mismo, transmitirán unos contenidos
integrados dentro de su rutina académica, que los alejarán
de la idea relativa a la educación para la ciudadanía
como algo relegado a intervenciones puntuales; e, idealmente, posibilitarán
(re)integrarlos a una comunidad de ciudadanos más cohesionada
y participativa. Ya se aluda a la necesidad de formar ciudadanos
libres y autónomos capaces de analizar la realidad que les
rodea y transformarla, relacionándose persona y entorno de
forma dialéctica como principal función de la educación,
ya a la resistencia significativa como opción válida
frente a las relaciones de poder y dominación, o ya se entienda
la educación como un proyecto político, a la escuela
como esfera pública democrática y a los profesores
como intelectuales transformativos, entre otras opciones
críticas, lo cierto es que en todas ellas la teoría-práctica
de la enseñanza consiste en desarrollar un discurso-acción
renovador. Una intervención desde la que se abogue por la
máxima integración ecológica entre personas
y ambientes sólo podrá implementarse con éxito
si se prevén cambios parejos en la comunidad educativa, que
favorezcan la adecuación de las demandas a un ámbito
educativo más participativo. Debe existir un ajuste entre
escuela y comunidad a múltiples niveles, que posibilite,
o, al menos, que no entorpezca la incardinación de tales
propuestas transformadoras.
En fin, en un momento en el que todos nos sentimos legitimados
para dilucidar cuáles deben ser las funciones priorizadas
y los retos de la educación en la sociedad contemporánea,
precisamente porque hemos sido/somos partes implicadas como alumnos,
padres, docentes, comunidad educativa, etc., ha de convenirse que
cualquier posicionamiento está condicionado por el grado
de interiorización de lo legitimado, por el grado de ajuste
o de rechazo con respecto a lo inculcado, por la (clari)videncia
con la que se supone que uno cree en la verdad revelada de la escuela
como institución inmutable, o por la cantidad y la calidad
del estado de autogobierno y de autocontrol (auto)impuestos mediante
la escolarización, entre otras adhesiones o críticas.
Con independencia de ello, y lo queramos o no, la escuela y el tipo
de educación recibida son el punto de referencia ineludible
de nuestras vidas en un momento particular, o acaso de toda la vida,
dada nuestra condición de (post)escolarizados. En nuestro
sistema colectivo de referencias la vida académica ocupa
un puesto prioritario, siendo lo tocante a ellas inexcusable, y,
ya sea que mostremos nuestra adhesión o nuestra crítica,
en cualquier caso actúa como referente. En unas condiciones
cambiantes como las descritas, se precisa un mayor entendimiento
entre escuela y sociedad, tratando de aunar búsquedas y demandas,
cambios y permanencias de una y otra, superando la confusión
de posturas y de agentes y la exacerbación de poderes. Ante
los inminentes retos educativos, escuela y comunidad, como agencias
sometidas a la acción de representaciones colectivas que
condicionan a cada uno de esos estamentos sociales, deben interrelacionarse
en un renovado proyecto educativo de redefinición comprehensiva
de sus funciones, y de asesoramiento e intervención socioeducativa
en diferentes escenarios geopolíticos, trátese de
España (véase Gimeno Sacristán, 2001a, 2001b;
Moral, 2004, 2004b; Ovejero, 2000, 2002; Rodríguez Neira,
2000) o de América Latina (véase Águila, 1998;
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