El fracaso escolar como exclusión educativa: comprensión, políticas
y prácticas
Juan Manuel Escudero Muñoz *
María Teresa González González **
Begoña Martínez Domínguez ***
* Catedrático de Didáctica y Organización Escolar en la Universidad de Murcia, España.
** Profesora titular en el Departamento de Didáctica y Organización Escolar de la Universidad de Murcia, España.
*** Profesora titular en el Departamento de Didáctica y Organización Escolar de la Universidad del País Vasco / Euskal Herriko Unibertsitatea (upv/ehu), Campus de Vizcaya, San Sebastián, España.
Síntesis: El artículo ofrece una lectura del fracaso escolar desde la perspectiva de la exclusión social y educativa. Tras poner de relieve determinadas ambigüedades, problemas y paradojas ligados al término borroso de «fracaso escolar», recurre a algunas de las contribuciones conceptuales y teóricas que vienen elaborándose en los estudios sobre la exclusión social. Aunque el concepto mismo de exclusión es elástico, hay amplias coincidencias en lo que se refiere a diversas privaciones a las que son sometidas las personas que son apartadas de bienes, recursos y derechos esenciales.
Para precisar significados y discursos, políticas y prácticas implicadas en la exclusión educativa se argumenta acerca de la necesidad de clarificar, con la precisión conveniente, qué es aquello de lo que son privados algunos estudiantes y colectivos (aprendizajes esenciales imprescindibles), y se explica por qué el fracaso o la exclusión merecen ser entendidos como fenómenos procesuales, pues representan trayectorias y no acontecimientos aislados. Se presta una atención singular al carácter relacional del fracaso escolar que no es compresible sin atender a su relación con un determinado orden escolar que no solo lo constata y certifica, sino que también lo construye y justifica. La lógica dominante que lleva a culpar a las víctimas de sus fracasos –mecanismo que utiliza el orden vigente para protegerse a sí mismo–, está en la base de la exclusión educativa; se manifiesta en determinadas políticas que, incluso cuando pretendenincluir, solo lo hacen de forma insuficiente. El Programa de Diversificación Curricular, que se desarrolla en el sistema educativo español como una medida de respuesta a alumnos con serias dificultades es valorado desde la perspectiva de la exclusión educativa.
Palabras clave: fracaso escolar; exclusión social; exclusión educativa; Programa de Diversificación Curricular; políticas educativas.
Síntese: O artigo oferece uma leitura do fracasso escolar a partir da perspectiva da exclusão social e educativa. Após pôr de relevo determinadas ambiguidades, problemas e paradoxos ligados ao termo, algo impreciso, «fracasso escolar», lança mão de algumas das contribuições conceptuais e teóricas que se vêm elaborando em diversos estudos sobre a exclusão social. Embora o próprio conceito de exclusão seja elástico, percebem-se amplas coincidências no que se refere às privações às quais são submetidas as pessoas que se veem afastadas de bens, de recursos e de direitos essenciais.
A fim de estabelecer, com precisão, significados e discursos, políticas e práticas implicadas na exclusão educativa, expõem-se argumentos a respeito da necessidade de se esclarecer, com o rigor, devido essas privações (aprendizagens essenciais imprescindíveis), e explica-se por que o fracasso ou a exclusão merecem ser entendidos como fenômenos processuais, pois representam trajetórias e não acontecimentos isolados. Presta-se uma atenção singular ao caráter relacional do fracasso escolar, que não é compreensível sem atender à sua relação com uma determinada ordem escolar que não só o constata e certifica como também o constrói e justifica. A lógica dominante, que leva a culpar as vítimas de seus fracassos – mecanismo que utiliza a ordem vigente para proteger-se a si mesma –, está na base da exclusão educativa; manifesta-se em determinadas políticas, que, inclusive, quando pretendem incluir, só o fazem de forma insuficiente. O Programa de Diversificação Curricular, que se desenvolve no sistema educativo espanhol como uma medida de solução para os casos de alunos com sérias dificuldades é valorizado do ponto de vista da exclusão educativa.
Palavras-chave: fracasso escolar; exclusão social; exclusão educativa; Programa de Diversificação Curricular; políticas educativas.
ABSTRACT: This article offers an approach to school failure from the point of view of social and educative exclusion.
After underlining certain ambiguities, problems and paradoxes related to the blurry term “school failure”, the article uses a few of the conceptual and theoretical contributions that have been proposed in studies concerning social exclusion.
Eventhough the very concept of exclusion is elastic, there are big coincidences concerning the diverse deprivations experienced by people whose wealth, essential rights and resources have been taken away.
In order to clarify meanings, discourses, policies and practices involved in educative exclusion, we will argue that specifying those things students and groups are deprived from (essential learning processes) is mandatory. We then explain why failure or exclusion must be understood as ongoing phenomena, since they represent a path and not an isolated event.
We will pay especial attention to the relational essence of school failure, which cannot be understood without paying attention to a certain educational order that not only verifies and certifies it, but also constructs and justifies it.
The prevailing logic leads us to think that the victims are to be blamed for their failure. This mechanism, which is used by the current system to protect itself, is at the base of educative exclusion, and it manifests itself in certain policies that, even when they try to be inclusive, are still insufficient.
The Program of Curricular Diversity, which is being deployed in the Spanish school system as a response to those students with serious problems, is pondered from the perspective of educative exclusion.
Keywords: school failure; social exclusion; educative exclusion; Program of Curricular Diversity; educative policy.
1. Introducción
Contraviniendo declaraciones y buenas intenciones de combatirlo, el fracaso escolar persiste en los sistemas educativos como una roca difícil de remover. Incluso en países como el nuestro, donde se han logrado cotas de escolarización plena en la educación obligatoria, diversos indicadores del mismo siguen afectando a un elevado número de estudiantes, y ponen de manifiesto que los propósitos de reducirlo significativamente, en los últimos años se han estancado o están en retroceso.
En este artículo proponemos una lectura del fracaso escolar, tan antiguo como los sistemas educativos, desde una perspectiva de exclusión educativa que permite ahondar en su comprensión, entenderlo como un fenómeno multidimensional y complejo, estructural y dinámico, con raíces dentro y fuera de los centros escolares, al tiempo que sugiere la necesidad de determinadas políticas y prácticas. Para ello, tras llamar la atención sobre algunas ambigüedades conceptuales y paradojas prácticas y políticas, exponemos ciertos conceptos y discursos tomados de los estudios sobre la exclusión social, que a nuestro parecer son útiles para hablar del fracaso entendido como exclusión educativa. A continuación, y apoyándonos en ciertos datos relativos al rendimiento escolar del sistema educativo español, se describe y valora el Programa de Diversificación Curricular, uno de los más reconocidos en la Educación Secundaria Obligatoria (eso), que se viene aplicando en la última década como respuesta al alumnado con serias dificultades para seguir dentro del currículo y las aulas ordinarias. Finalmente, señalamos algunas cautelas que cabe considerar en relación con ese y otros programas similares, que se diseñan y promueven desde la administración educativa con el propósito de reducir las elevadas tasas de fracaso que persisten en el sistema educativo español.
2. Problemas, ambigüedades y sombras del fracaso escolar
Aunque «fracaso escolar» es un término borroso que plantea diversos interrogantes, podemos afirmar que se trata de un fenómeno tan estrechamente ligado y producido por la escuela que solo pueden fracasar aquellos niños que asisten a ella. Quienes ni siquiera cuentan con esa oportunidad, están libres de fracasar. La privación que sufren de educación es una muestra más de situaciones que corresponden a la redistribución desigual e injusta de acceso y disfrute de bienes básicos, los que todavía son negados por la sociedad de la opulencia y el bienestar a los seres más indefensos (Sen y Kliksberg, 2008). En países como el nuestro, que garantiza el derecho de acceso y permanencia en la educación durante años, muchos niños y jóvenes sufren la paradoja de que la misma institución que ha sido pensada y dispuesta para ayudarles a lograr los aprendizajes considerados indispensables, es la misma que fabrica, sanciona y certifica sus fracasos, su exclusión.
Los efectos indeseables del fracaso no solo representan diversos problemas para los estudiantes afectados, sino que también los generan para la propia escuela como institución social y educativa. De hecho, las expresiones y contenidos de este fenómeno, que alcanza a veces cotas poco razonables, constituyen una señal de alarma respecto a la incapacidad, desbordamiento, negación de sueños e ideales sociales y humanos en ella depositados. El fracaso ofrece una imagen negativa de la misma como organización educadora, así como de quienes trabajan en ella, los docentes, pudiendo llegar a cercenar su vivencia positiva de la profesión, reducir sus propósitos y compromisos con la enseñanza y agostar el sentido de posibilidad y de transformación sin el cual la educación pierde su propia razón de ser.
Si atendemos a las relaciones complejas que la escuela sostiene con la sociedad, el fracaso es también uno de los peores aliados para recabar los respaldos y la legitimidad que precisa. Cuando hace mella singular en la escuela pública, hay quienes lo aprovechan para buscar y estimular la privatización de la educación, favoreciendo políticas insolidarias y segregadoras que producen dualización escolar, guetización, abandonos injustificables por parte de los poderes públicos y debilitamiento irresponsable de una escuela de todos, más democrática y justa. Curiosamente, a pesar de que el fracaso escolar no beneficia a nadie (ni a los estudiantes, ni a los profesores, ni a los centros), es algo que ocurre «en» las escuelas, es «de» las escuelas y es construido y sancionado, en última instancia, «por» las escuelas.
A pesar de que este fenómeno es realmente problemático, contradictorio y manifiesto, está repleto de omisiones. Estamos familiarizados, por desgracia, con sus caras más aparentes y efectos, pero al mismo tiempo suele ocultarnos otras muchas que son, quizás, las más importantes y decisivas. De hecho, el sentido común más extendido no suele ir más allá del simplismo de atribuirlo a los estudiantes que fracasan, que no quieren aprender, que no sirven para el estudio y con los que, por lo tanto, no valdría la pena gastar recursos ni demasiadas energías. Las cifras y estadísticas oficiales, por ejemplo mec (2007; 2008a), son contundentes al respecto, pero también resultan abstractas y frías. Llegan a documentar que el fracaso tiene color de clase social, de minorías, etnia, sexo o capital cultural de las familias, pero la lógica de los grandes números tiende a dejar en la sombra por qué y cómo ocurren las cosas de ese modo. Quizás, para no tener que acometer las políticas necesarias y capaces de contravenir el dato reiterado según el cual los sujetos o colectivos más desfavorecidos desde un punto de vista social, económico y cultural son también los más perjudicados en y por la escuela.
En ese mismo sentido, los sistemas de criterios con los que se confeccionan los índices de éxito o de fracaso son opacos y se dan por supuestos. Hay indicadores sobre idoneidad, graduación en la eso, abandono prematuro de la educación y otros similares (mec, 2007; 2008b). Se realizan interpretaciones acerca de avances, estancamientos o retrocesos del sistema, pero poco o nada se dice acerca de por qué y cómo se ha llegado a tales resultados. En realidad, los datos se refieren casi en exclusiva a aprendizajes cognitivos y, dentro de ellos, a aquellos que son más fáciles de medir y cuantificar. En cambio, las dimensiones personales, emocionales y biográficas, esenciales en la composición del fracaso y en cualquier intento de comprenderlo y trabajar para erradicarlo suelen quedar en la sombra. Las fotografías ofrecidas hablan de resultados, pero pasan por alto las vivencias personales y las representaciones sociales, así como también los factores, relaciones y dinámicas escolares donde se obtienen y certifican los suspensos y aprobados. Los resultados totalizadores y finales que suelen levantar acta del fracaso, hacen invisible lo que fue sucediendo en las etapas intermedias, la calidad o la penuria de la vida escolar de los estudiantes: desinterés, desenganche, falta de sentido, incomprensión, sufrimiento, inseguridad. Igualmente ocultan las formas en que los profesores viven y ejercen la docencia, qué es lo que enseñan, cómo y por qué, qué valoran, evalúan y cómo, o qué es lo que ha ido pasando en el interior de las escuelas, cuál es su atmósfera institucional, profesional, intelectual y humana, o cuáles las relaciones que sostienen con las familias y las comunidades de referencia. Tales omisiones limitan seriamente la comprensión de los éxitos y los fracasos escolares. Y, desde luego, tienden a ocultar cómo y por qué la educación es un ámbito secundario en el contexto de las estructuras, políticas y dinámicas sociales gobernadas por los imperativos de las rentabilidades económicas, la precariedad de las condiciones de vida de muchas familias o la banalización cultural. A pesar de que todo ello constituye el caldo de cultivo de los ídolos, necesidades y aspiraciones que alejan a la niñez y juventud actual de la cultura que una escuela y educación obsoletas les ofrece, pocas veces se somete a una consideración, reflexión y crítica seria y detenida.
3. La perspectiva de la exclusión educativa, una invitación a ampliar y profundizar la mirada
Dada la pluralidad de dimensiones, relaciones y dinámicas que intervienen en los fenómenos asociados al fracaso escolar, es difícil encontrar o proponer algún marco de referencia que sea capaz de ofrecer una comprensión totalizadora del mismo. Tampoco es fácil establecer conexiones satisfactorias entre el conocimiento disponible y las políticas y prácticas que serían más congruentes para combatirlo, pues tanto las formas de pensarlo como las políticas que se aplican con propósitos de equidad, están bajo sospecha y requieren ser sometidas a un examen atento y crítico (Popkewitz y Lindblad, 2007). Por eso, en otras ocasiones hemos propuesto (Martínez, 2002; Escudero, 2005; González, 2006) que, además de una discusión necesaria sobre los modos de pensar, definir y actuar en esta materia, es preciso incorporar en el discurso ciertos principios éticos que han de ser los que conecten la lucha contra la exclusión educativa, la justicia social y la profundización en la democracia.
En ese sentido, y reconociendo que no contiene todas las claves, consideramos que la perspectiva de la exclusión social es una buena contribución teórica para abordar este tema. Aporta visiones ecológicas que ayudan a reconocer sus múltiples dimensiones (Sellman y otros, 2002) y sugiere estrategias de indagación que den cuenta de sus facetas contextuales, institucionales, profesionales y personales. Diferentes investigaciones sobre el fracaso, alumnos en situación de dificultad escolar y programas especiales a los que son derivados (Klasen, 1999; Ranson, 2000; Galarreta y otros, 2001; Escudero, 2005 y 2006; González, 2004 y 2006), han echado mano de ciertas lentes teóricas inspiradas en los estudios sobre exclusión social. Desde hace algunos años representan un ámbito de conocimiento plural, y quizás todavía disperso, en torno a la comprensión de las viejas y nuevas formas de exclusión –la educativa entre ellas– que están emergiendo dentro de las estructuras y procesos de transformación económica, cultural, social y política, propios de esta fase del capitalismo neoliberal y de la sociedad de la información (Sen, 2001 y 2008; Tezanos, 2001; Subirats, 2004; R. Castel, 2004; Karsz, 2004; Luengo, 2007). Hemos seleccionado aquí algunas claves analíticas que se refieren en particular a la necesidad de precisar qué es aquello (contenidos) de lo que priva o excluye el fracaso, a su naturaleza dinámica o de proceso y a su carácter relacional respecto a un determinado orden escolar. Estos referentes conceptuales nos permitirán describir y valorar determinados aspectos de los programas de diversificación curricular como una medida extraordinaria de respuesta y construcción de la tipología de estudiantes a los que va dirigida.
3.1 ¿de qué educación excluyen los dictámenes de fracaso?
Este es uno de los focos de atención sobre el que la práctica totalidad de estudios sobre la exclusión hace hincapié, a pesar de que los significados del concepto de exclusión, desde luego, son diferentes. Como advierte Amartya Sen (2008), por citar una de tantas referencias, se trata de un término elástico, tanto por los enfoques que se aplican para estudiarlo como por la pluralidad de privaciones de bienes, recursos o servicios a los que condena a ciertos individuos o colectivos en contextos y momentos determinados. De ahí que sea conveniente establecer precisiones acerca de qué es aquello de lo que se priva a los sujetos que son excluidos de la educación (Escudero, 2005), reduciendo en lo posible la vaguedad del lenguaje. Pensando en la educación obligatoria, hablaríamos de exclusión en aquellas situaciones finales o intermedias de la escolaridad en las que determinados alumnos son privados de aprendizajes esenciales, así como de las oportunidades que serían idóneas para lograrlos. Ya que las ahora denominadas competencias básicas representan una forma de concretar los aprendizajes de la educación obligatoria, éstas deberían tomarse como un referente importante para clarificar los contenidos de la exclusión educativa. De hecho, el marco de las competencias básicas o claves, concertado en el seno de la Unión Europea y asumido por la actual reforma española (loe, 2006), alude a un bagaje de formación del que todos los estudiantes habrían de participar, en el que todos deberían ser incluidos. Como aprendizajes esenciales, integran diversos conocimientos y capacidades valoradas como imprescindibles para una vida intelectual, personal y social digna. Por ello, pueden considerarse como el contenido propio del derecho a la educación que ha de serle garantizado a todas las personas por imperativos éticos, de justicia y equidad.
Somos conscientes de que al proponer las competencias básicas como contenidos de exclusión o inclusión, y en particular las establecidas por los gobiernos como referentes como es el caso de la actual reforma española, señalada en el párrafo precedente, estamos apuntando en una dirección que, desde luego, da motivo a disputas y controversias en las que no podemos entrar aquí con detalle. Nuestro punto de vista es que representan un marco que es preciso discutir y hacer explícito, buscando un terreno intermedio entre las finalidades vagas y la atomización improcedente (Beck, Hart y Kosnik, 2002). Para poder hablar y discutir acerca del fracaso escolar con cierta precisión, es urgente hacer públicos y concertar en cada contexto cuáles deben ser los contenidos y los aprendizajes esenciales de los que ningún estudiante ha de quedar privado.
Sea que hablemos de competencias o de aprendizajes que han de garantizarse, el territorio a explorar y determinar habrá de girar en torno a cuestiones esenciales, tales como qué ámbitos del saber merecen ser seleccionados y organizados por la cultura escolar y qué tipo de capacidades superiores de pensamiento han de desarrollarse, como la comprensión, el análisis, la utilización del conocimiento, la comunicación, el aprender a aprender, y la capacidad de apreciar y atribuir valor a determinadas expresiones culturales, artísticas o ambientales dignas de ser disfrutadas y defendidas (Ranson, 2000). La actuales competencias reclaman la atención debida a aprendizajes emocionales y personales, tales como confianza en sí mismos, responsabilidad, imágenes positivas y realistas, deseos de aprender, así como también el desarrollo de habilidades y disposiciones sociales: reconocimiento y valoración de los otros, respeto, tolerancia y solidaridad, sentido de la justicia, capacidad de defender los puntos de vista propios, presentarse ante los demás y «actuar sin vergüenza en público», como sugiere Sen (2001). La conciencia e interiorización de los valores y principios democráticos, derechos y deberes de la ciudadanía pertenecen igualmente al tipo de aprendizajes imprescindibles que una escuela y una sociedad inclusivas han de garantizar.
Como cabe imaginar, la evaluación de esos aprendizajes está llamada a representar un papel clave, haciendo más trasparente en qué se cifra el éxito o el fracaso escolar, así como el modo de conocerlo y afrontarlo.
No estamos abogando por la evaluación estandarizada de aquellos países donde se aplican con furor pruebas de rendimiento, dadas sus características y efectos perversos como el sesgo cultural de los test utilizados, el empobrecimiento de los aprendizajes valorados y evaluados, la enseñanza para los exámenes externos, la utilización de los resultados para organizar listas indebidas de comparaciones entre centros, propiciando con ello la mercantilización educativa (Apple, 2002; Elmore, 2003).
Tampoco es satisfactoria, sin embargo, la realidad de países, como el nuestro, donde los dictámenes de fracaso se apoyan en tantos sistemas de evaluación, cuantos docentes evalúan y certifican éxitos o fracasos, no siempre con criterios válidos ni homologables.
En suma, la perspectiva de la exclusión invita a hacer más transparente el concepto difuso de fracaso, clarificando qué es aquello de lo que priva, a qué sujetos o colectivos afecta, y cuáles son los criterios y procedimientos empleados para construir y decidir quiénes permanecen y finalizan con éxito la educación escolar (se integran) y quiénes se «descuelgan», es decir, son separados y fracasan en ella (son excluidos). Aunque para erradicar el fracaso no basta con un buen diagnóstico de la situación (en el que se atienda al por qué y al cómo este es provocado), resulta, sin duda, un punto de referencia necesario para urgir y activar las políticas y las actuaciones bien informadas que se dirijan a combatir la privación injusta del derecho a la educación.
3.2 La escolaridad como una trayectoria con zonas intermedias entre la exclusión y la inclusión
Para cualquier estudiante, los aprendizajes escolares no son tan solo algo a conseguir, un destino al que llegar, un motivo de valoración positiva o negativa; la escolarización y los aprendizajes son, además, un camino que se va haciendo al andar. Son trayectorias, tan diversas como las personas en viaje, seguramente con etapas intermedias ligadas al pasado, en fase de realización en presentes singulares, abiertas o cerradas hacia el futuro. Los aprendizajes no son realidades estáticas, sino fenómenos en proceso. Se van construyendo o desdibujando en el viaje. Por ello, y sin merma del valor atribuible a los finales de curso o de etapas, es decisivo llegar a entender que los denominados fracasos escolares se han ido gestando y afianzando, o lo contrario, día a día, en un sinfín de acontecimientos vividos, sentidos, actuados y valorados por sujetos concretos y singulares en contextos relativamente precisos y delimitados, ligados a estructuras, acciones, procesos.
Al referirse a la exclusión social, diversos autores (Sen, 2001; Tezanos, 2001; Castel, 2004) la definen como un continuo, como un trayecto que puede trazarse entre la inclusión y la exclusión, con grados de intensidad y de extensión diferentes, posiblemente acumulativo, pero no lineal, sometido a múltiples factores e influencias. Cabe hablar, entonces, de exclusiones drásticas, fuertes, finales e inapelables, así como de otras más sutiles, atenuadas o parciales. El término «vulnerabilidad» o la expresión «riesgo de exclusión», se utilizan para designar precisamente zonas intermedias entre esos dos polos que, en teoría, cabe establecer entre la exclusión y la inclusión. En ocasiones, ese continuo se personaliza, que es lo que sucede cuando se habla de sujetos en zonas de riesgo o sujetos vulnerables, lo que supone echar mano de calificaciones que pueden convertirse en «etiquetas» cuyos efectos no son, prácticamente nunca, inocentes. Por ello, con la idea de adoptar una visión más dinámica, hemos sugerido que, cuando menos, procede hablar no solo de sujetos en riesgo sino de condiciones sociales y escolares que representan para ellos entornos de riesgo y de vulnerabilidad (Martínez, 2002; Martínez Sánchez y otros, 2004). Esta precisión nos parece esencial, pues permite reconocer expresamente el carácter relacional del fenómeno al que nos estamos refiriendo y eludir cualquier intento de hacerlo reposar exclusivamente sobre los estudiantes. Dentro del continuo al que hacemos alusión, también procede identificar, como lo hace Tezanos (2001), situaciones o zonas de «inserción», que corresponden a ciertas actuaciones, programas o medidas con las que la sociedad, o en nuestro caso los centros escolares, tratan de responder a los estudiantes tipificados en riesgo, en principio con la intención de contrarrestar e incluso erradicar la consumación de su exclusión definitiva.
A nuestro entender, las nociones de trayectoria, continuo, zonas de riesgo, acumulación histórica, constituyen buenos dispositivos conceptuales para superar cualquier visión del fracaso o la exclusión educativa como algo misterioso y accidental. Por el contrario, resaltan su naturaleza histórica, su carácter construido: se trata de un proceso, no de un acontecimiento. Es, entonces, conveniente reflejarlo en el mismo lenguaje, adoptando formas narrativas y relatos que en lugar de designar fenómenos que «son» se hagan eco de realidades que «van siendo y haciéndose». Para pensar y hablar de la exclusión es más correcto emplear gerundios que presentes, más riguroso dar cuenta de procesos que van haciéndose que de entidades esenciales y fatales. Por ello, la perspectiva de la exclusión reclama una mayor sensibilidad y atención al desenganche progresivo de la escuela, a la gestación del desinterés y a las dificultades escolares acumuladas (González, 2006). En esta materia, el fracaso en abstracto dificulta la comprensión, mientras que las historias de vida de los estudiantes en contextos y dinámicas bien determinadas (Bolívar y Gijón, 2008; Martínez, 2008) nos pueden ayudar a profundizarla. Al hablar y relatar trayectorias, y elaborar narraciones de sujetos y contextos educativos, podemos entender mejor por qué es necesario combatir la fatalidad y desmontar ese halo de misterio que llegan a adquirir las profecías escolares que tienden a realizarse.
3.3 La naturaleza relacional del fracaso escolar
En los dos puntos anteriores, al referirnos a los contenidos de la exclusión –aprendizajes– y a su construcción histórica, es decir, trayectorias con zonas de riesgos y respuestas a las mismas, hemos mencionado su naturaleza relacional. Es una de sus características fundamentales, constitutiva. Sean cuales fueren los enfoques teóricos utilizados para comprender la inclusión y la exclusión social, todos coinciden en que son incomprensibles si no se toman en consideración las relaciones que sostienen con un determinado orden que no es arbitrario ni accidental, sino racional, ligado y provocado por el sistema social, económico y cultural que lo produce, así como por los poderes e intereses que defiende (Castel, 2004). La exclusión surge y opera, como sostiene el paradigma del monopolio (Silver, 2007), porque hay fuerzas y poderes que construyen cerramientos alrededor del acceso y el disfrute de bienes. Para mantenerlos fuera del alcance de intrusos y proteger privilegios de los más poderosos, se crean fronteras a través de las cuales solo se permite la entrada a sujetos o colectivos que reúnen los requisitos, atributos o capacidades que marcan distinciones, separan y generan desigualdades. De hecho, sin determinados órdenes sociales como el vigente, sin monopolios como los establecidos por la influencia de los más poderosos, no habría exclusión, o no existiría tal como la observamos y conocemos ahora y antes. La inclusión y la exclusión, pues, son dos caras de una misma moneda. Se crean y se alimentan a través de discursos y racionalidades, así como por el entramado particular, histórico y cambiante, pero efectivo, de determinadas estructuras, relaciones y dinámicas que integran y, al mismo tiempo, separan (Karsz, 2004).
Descendiendo al ámbito de la educación, estos conceptos ponen sobre la mesa cuestiones importantes: el fracaso o la exclusión educativa guardan una relación estrecha con un determinado orden escolar y con los discursos que lo constituyen. Opera sometiendo a los estudiantes a determinadas operaciones de etiquetaje y clasificación, así como a un sistema de atribuciones y responsabilidades según el cual el fracaso se debe, básicamente, a sujetos «incapaces» de lograr el éxito. Tales operaciones, aparentemente neutrales y solo cognitivas, son también de naturaleza política y práctica: arrastran diversas consecuencias de acción y efectos que merecen ser sometidos a un examen crítico.
La expresión «orden escolar» parece altisonante, pero habita entre nosotros. Se constituye y anida en diversos planos de los sistemas escolares, siendo permeable al mismo tiempo a valores, criterios y funciones sociales más amplios que la institución, el currículo, la enseñanza y la evaluación que asumen y que de alguna manera reproducen, como ampliamente ha mostrado la sociología educativa crítica (Martínez Sánchez y otros, 2004). Anida en las políticas y en la administración de la educación, además de en los centros y en los agentes educativos implicados en la cotidianidad de las escuelas y la enseñanza. Dicho brevemente, está constituido por valores, creencias, presupuestos, relaciones y prácticas que establecen qué es una buena educación, quiénes son los buenos y los malos estudiantes, qué aprendizajes han de ser propuestos, qué contenidos vale la pena enseñar y a quiénes, con qué metodologías y materiales didácticos, en qué deben consistir los exámenes y para qué valen, así como de qué forma entender los éxitos o los fracasos y qué procede hacer con los sujetos a los que se aprueba o reprueba.
El orden escolar no solo consta de lo que ocurre dentro del mismo, sino también de los discursos, lenguajes y explicaciones con los que se sostiene y legitima (Baker, 2002). En materia de exclusión, son decisivas las formas de designar, valorar y tratar las diferencias de los estudiantes, acogidas ahora bajo el manto protector, pero a veces amenazante, de la diversidad (Martínez, 2002). En educación, esas son decisiones y prácticas usuales a través de las cuales se establecen fronteras entre lo aceptable y lo inaceptable, la capacidad y la discapacidad, los sujetos que van bien y los que tienen dificultades, los juicios positivos y negativos sobre el rendimiento. Algunos de sus presupuestos están bien enraizados en creencias que sostienen que, a fin de cuentas, no todos los alumnos valen para el estudio, no todos pueden o quieren responder a las exigencias escolares, que eso es así y ha sido de ese modo siempre (Oakes y Rogers, 2007). Aunque a lo largo del tiempo se han ido adoptando palabras más acordes con lo «políticamente más correcto», la tipificación del alumnado ha sido y es algo consustancial a los sistemas escolares. El abanico es variopinto: imbéciles, deficientes, holgazanes, inadaptados, diversos, disgregadores, desmotivados, objetores escolares (Escudero, 2006). Son una buena muestra de cómo la exclusión se hace personal, cómo se disponen y aplican palabras que etiquetan, clasifican, diferencian, separan y, en ocasiones, estigmatizan. Determinadas etiquetas no representan calificaciones cognitivas frías y desapasionadas, sino que pueden llegar a operar como estigmas aptos para provocar valoraciones morales y reacciones emocionalmente cargadas de sentimientos de desprecio, rechazo, y hasta de repulsión y asco (Hargreaves, 2003).
Las clasificaciones realizadas de acuerdo con valores, presupuestos y reglas del orden escolar, permiten gobernar la heterogeneidad del alumnado, pero no lo hacen de forma neutral ni sin consecuencias para ciertos estudiantes, así como tampoco al margen de cumplir determinadas funciones para el propio sistema. Las categorías con las que se cataloga a algunos de ellos pueden dar pie, en los mejores casos, a políticas de apoyo y ayuda que efectivamente se hacen cargo de las diferencias individuales, peleando por no traducirlas en desigualdades injustas. Con mucha frecuencia, sin embargo, cuando operan como etiquetas que estigmatizan, legitiman la aplicación de mecanismos explícitos o sutiles de marginación, de pérdida de vínculos y de relaciones con el orden establecido. Pueden hacerlo con tal grado de eficacia que las valoraciones, aspiraciones e imágenes emitidas sobre los alumnos, terminen siendo interiorizadas y convertidas por ellos en representaciones y reacciones de autoexclusión.
Las instituciones, los discursos y el orden social y escolar se han visto impelidos a tratar y ocuparse de diversidades cada vez más heterogéneas. Con el tiempo, las etiquetas que hablaron de las diferencias en términos de deficiencias basadas en atributos biológicos se han ido abriendo a otros criterios y categorías que acoten cualidades y atributos personales, origen familiar, comportamientos, rendimiento escolar no satisfactorio, falta de ganas de aprender y un largo etcétera. Los sistemas escolares de ahora no son cómplices de ideologías y políticas eugenésicas de base biológica y racista, pero, como denuncia Baker (2002), han ido acogiendo ideas y realizando políticas que, a fin de cuentas, representan formas y mecanismos de eugenesia social y cultural. La caza de distinciones entre la capacidad y la discapacidad, el afán inveterado de etiquetar y catalogar, de seleccionar y clasificar, consustanciales al orden escolar como decíamos, constituyen, seguramente, el núcleo de muchos de los problemas del fracaso escolar. Y es que, en alguna medida, esa misma lógica de fondo termina afectando a las mismas respuestas que se establecen para atender a los sujetos etiquetados como incapaces de seguir el curso escolar normal. Les separan en espacios propios y les adscriben a programas especiales dentro de los cuales les son aplicadas determinadas «tecnologías de normalización» que, por lo tanto, dejan intacto el orden escolar dominante. Cubren el ancho territorio de «la atención a la diversidad» como un conjunto de respuestas a los sujetos «distintos», «diversos» y/o «especiales» a quienes no se deja del todo fuera, pero tampoco se incluye de modo efectivo en un currículo y enseñanza de calidad que les ayude a lograr los aprendizajes necesarios.
Dentro del orden escolar se va creando de ese modo un abanico de opciones alternativas y marginales dirigidas a los estudiantes que no van bien, que molestan en las clases ordinarias, que no dan el nivel. Y de esta manera, al ser distinguidos y asignados a programas especiales, adquiere más importancia la función de «reducir la presión de la olla» del aula ordinaria, que el propósito de garantizar efectivamente una buena educación según sus realidades y necesidades. A fin de cuentas, la catalogación de las diferencias y la disposición de medidas de descongestión cumplen funciones interesadas. Al responsabilizar de los fracasos a los estudiantes, el orden vigente se protege a sí mismo y, de paso, se ofrece como garante de los intereses de los otros estudiantes, que sí quieren, pueden y se esfuerzan por aprender.
La perspectiva de la exclusión, pues, denuncia que el fracaso ocurre dentro de un determinado orden escolar que suele usar y abusar de operaciones cognitivas, atribucionales y políticas que, al tiempo que dividen y separan al alumnado, permiten tirar balones fuera, casi siempre hacia el tejado de algunos estudiantes. Es así como se elude la tarea de tener que replantearse sus presupuestos, sus reglas de juego y sus modos de pensar y actuar en relación con la inclusión y exclusión.
3.4 Algunas medidas dirigidas a la integración pueden constituir formas sutiles de exclusión
Los sistemas escolares democráticos no excluyen radical y sustantivamente de la educación, pues garantizan a todos el acceso y la permanencia en la etapa obligatoria. Incluso hacen el esfuerzo bien intencionado de «incluir» en programas y medidas especiales a los estudiantes catalogados como «no adaptados» al orden regular. Con este tipo de respuestas al uso se palia o reduce una exclusión fuerte, pero, como acertadamente ha planteado Sen (2001 y 2008), lo que termina por consagrarse son unas u otras formas de inclusión desfavorable o incompleta, de equidad insuficiente. Merecen esta valoración porque, a pesar de las buenas intenciones, no es infrecuente que las medidas especiales de atención representen mermas sustantivas en la calidad del currículo, la enseñanza y los aprendizajes. A ello puede contribuir el hecho de que el orden escolar tiende a responder a las dificultades escolares más en términos reactivos que preventivos: es otra forma sutil o explícita de proteger los valores, principios y reglas de un juego dominante que, tal y como funciona, deja fuera a un buen número de estudiantes.
Si a todo ello añadimos que las fronteras para una auténtica inclusión no solo pasan por la escuela, sino que también son creadas y alimentadas fuera de ella (orden social, familiar, del entorno y de los barrios, o quizás desórdenes), la extensión y la intensidad de la exclusión está servida. No como algo fatal y misterioso, sino como el resultado de formas de pensar y de actuar en la educación respecto a los sujetos diferentes, algunos de ellos en particular. Formalmente, todos nuestros niños y jóvenes, en la edad de la educación obligatoria, son invitados y mantenidos en el banquete escolar, pero algunos solo llegarán a recibir menús muy bajos en calorías.
4. Una breve referencia a algunos datos del fracaso escolar en el sistema educativo español y los programas
de diversificación curricular
Desde mediados de los años noventa en que se implanta la eso, en la educación española se ha ido diseñando y aplicando un buen elenco de medidas dirigidas a prevenir el fracaso escolar al final de la etapa, respondiendo al alumnado con dificultades más acusadas. Sin embargo, y a pesar de los esfuerzos realizados, resulta llamativo un dato: al tiempo que se han ido disponiendo más y más medidas de ese tenor (Martínez, 2005; Rodríguez, Méndez y González, 2008) los índices generales de fracaso escolar no han ido disminuyendo. Tomando como referencia temporal los años 2000 y el 2006 (mec, 2007; 2008a), la tasa bruta de titulación en eso fue respectivamente del 73,4% y 70,4%. Por su parte, la población entre 20 y 24 años que alcanzó la segunda etapa de la secundaria (bachillerato, formación profesional de grado medio y superior) fue del 66% y el 61,6%, y la correspondiente al alumnado que tras haberse titulado en eso no sigue alguna modalidad de formación posterior, prácticamente se ha mantenido en el 29,1% y el 29,9% durante los cursos 2000 y 2006 respectivamente.
A la luz de estos datos, parciales pero ilustrativos, podemos sostener que nuestro sistema está lejos de garantizar la inclusión básica que formalmente promete, quedando fuera casi un 30% del alumnado. Si a esos datos añadimos el hecho de que durante ese período, concretamente en el curso 2004-2005 –ha habido apagones estadísticos en otros– un 7% del alumnado (unos 30 mil estudiantes) asistió a los programas de diversificación curricular, el panorama resulta todavía más sombrío, pues, además, otros 46 mil cursaron el Programa de Garantía Social, una medida establecida para el alumnado con dificultades aún más severas. La tendencia a derivar a tales programas extraordinarios ha ido en aumento. En la región de Murcia, por ejemplo, la diversificación se incrementó en un 300% entre 1996 y 2002 (Martínez Sánchez y otros, 2004), girando las tasas de graduación a través de esta medida en torno al 80% del alumnado que la cursó. De manera que una medida excepcional como esa, que hace posible que algunos alumnos lleguen a graduarse en efecto, pudiera estar sirviendo, al mismo tiempo, como coartada a cifras de fracaso que en su ausencia posiblemente serían más altas, así como a la tarea de interrogarse por qué y cómo están ocurriendo las cosas de ese modo. Es otro síntoma de que en relación con el asunto que nos ocupa, sigue habiendo cifras y realidades invisibles.
En cualquier caso y más allá de las grandes cifras, nos interesa dejar constancia aquí de algunas conclusiones obtenidas en las investigaciones que hemos venido realizando sobre el mencionado programa de diversificación. Integraremos datos recabados en diferentes proyectos (Galarreta y otros, 2001; Martínez, 2004; Martínez Sánchez y otros, 2004), así como otros que proceden de otro proyecto todavía en proceso, del que hemos ido avanzando aportaciones provisionales (Escudero y Bolívar, 2008; Martínez, 2008; González y Vallejo, 2008).
En una caracterización somera del Programa de Diversificación Curricular, hay que hacer constar que surge con la logse (1990), aunque empieza a implementarse a partir de mediados de esa década. Fue inicialmente pensado para el alumnado de 16 años que no lograra satisfactoriamente los objetivos de la eso, pero, con el tiempo dicha edad se ha ido rebajando, seguramente por esa función adicional de reducir la «presión de la olla» en las aulas ordinarias. Por principio, el programa no pretendía rebajar los objetivos de la educación obligatoria, sino promover metodologías más adecuadas para conseguirlos, constituir grupos de clase más reducidos y organizar el currículo con criterios más integradores en los ámbitos sociolingüístico y científico técnico, desarrollando las demás asignaturas en grupos regulares de referencia.
Desde el primer año de aplicación de dicho programa (1998), dos equipos de investigación, localizados en el País Vasco y Murcia –a los que pertenecemos los autores de este artículo–, hemos ido realizando distintas investigaciones en los centros educativos en los que se aplica, con la intención de identificar, describir y divulgar buenas prácticas que, desde la perspectiva de la exclusión, puedan ser consideradas respuestas de inserción y prevención, aunque tarde, del fracaso. Las primeras investigaciones se basaron en estudios de campo utilizando cuestionarios dirigidos a todos los sujetos implicados –profesorado, alumnado, orientadores de los centros, equipos directivos–, entrevistas individuales y en grupo, análisis de la normativa y de documentos de los centros. El último proyecto en curso se basa en la realización de estudios de casos, utilizando entrevistas en profundidad, observaciones de aula e historias de vida. Resumimos a continuación algunas de las conclusiones más relevantes.
Hay coincidencia en emitir valoraciones positivas acerca de la diversificación, pues ha ido consagrándose como una vía alternativa para lograr la titulación en la eso, dado el contingente del alumnado que la cursa, representando entre un 8% y un 10% en las dos comunidades autónomas, con una tendencia creciente a medida que la reforma se ha ido implantando. Concretamente, en la región de Murcia entre 1996 y el 2002 el número de estudiantes, más chicos que chicas, sufrió un incremento sucesivo como se ha consignado antes. A nuestro entender, se trata de un ejemplo que ilustra cómo, una vez creada una vía alternativa, el sistema regular tiene tendencia a derivar hacia ella cada curso a más estudiantes. Esta pauta de actuación merece una valoración dual: la diversificación acoge a alumnos con dificultades que seguramente no habrían llegado a graduarse sin esa medida, pero al mismo tiempo es un síntoma de que el currículo y el aula regular de los centros responden a un orden tal que, con el paso del tiempo, un mayor número de estudiantes son tipificados como sujetos no aptos para aprender lo que constituye el núcleo de los contenidos y los aprendizajes comunes de la educación obligatoria.
Cuando se le pregunta al alumnado sobre sus valoraciones de esta medida, predomina un núcleo de juicios favorables: comprenden mejor los contenidos, realizan más actividades prácticas que en las aulas ordinarias, trabajan más con problemas, han mejorado su actitud hacia el estudio, así como su propia imagen y sus relaciones con sus familias. Lo que más valoran es el hecho de que se les han ofrecido más relaciones de atención, ayuda, apoyo y confianza por parte de los profesores que les dan clases en el programa. Desde sus puntos de vista, este programa representa para ellos un espacio con relaciones más personalizadas y positivas que las de las aulas ordinarias, mayor capital social, tal como suele reiterarse en este tipo de investigaciones (Croninger y Lee, 2001; Portela, 2004). Las valoraciones del programa por parte de los centros –profesorado, equipos directivos, orientadores– también son positivas, aunque es preciso establecer ciertas distinciones. En general, el profesorado que no trabaja en diversificación curricular valora positivamente su existencia, pues hay alumnos que no se «adaptan» a las clases ordinarias y es bueno, entonces, contar con una salida como esa hacia la cual derivarlos. Este mismo profesorado sostiene sistemáticamente juicios más negativos que quienes enseñan en diversificación acerca de la capacidad de los estudiantes para aprender, su motivación y hábitos de estudios, así como también sobre sus modos de ser y comportarse. En su mayoría, no asume que podría haberse evitado la separación del aula ordinaria en el caso de haber seleccionado mejor los contenidos y adoptado otras metodologías diferentes, ni estima plausible que tengan demasiadas posibilidades de engancharse de nuevo en la escuela y el interés por estudiar. Como voces autorizadas del orden escolar, los profesores ordinarios hacen explícita una idea de la capacidad, motivación y disposición a aprender que deja fuera a los estudiantes que «merecen» ir a diversificación.
Los docentes que trabajan en el programa, cuyos criterios de selección y grado de implicación es variable en diferentes contextos, en su mayoría lo valoran de forma más positiva y esperanzada, así como también a los estudiantes que lo cursan. En todos los aspectos que se acaban de citar, sistemáticamente se diferencian del resto del profesorado en las valoraciones que emiten sobre los estudiantes: «Son como los demás y, desde luego, no son “tontos”, aunque no les fueron bien las cosas en la escuela». Reconocen, eso sí, que, cuando llegan al programa, ya están «tocados», tanto en sus lagunas intelectuales y hábitos de trabajo, como en la imagen que tienen de sí mismos, en sus intereses y expectativas. Son muy pocos los que regresan a la educación secundaria para seguir el bachillerato, pero la mayoría recupera el sentido a la escuela y mejora en diversos aspectos de su desarrollo personal y social. De hecho, la diversificación les permite obtener el graduado, transitar hacia la formación profesional de grado medio, o también dejar definitivamente la escuela e incorporarse al mundo del trabajo, lo que es más probable cuando cuentan con una red familiar próxima que les facilita ese tránsito (Martínez Sánchez y otros, 2004).
Las nociones sobre el etiquetaje, la clasificación, la atribución de las dificultades escolares a los estudiantes o la derivación hacia medidas de «inclusión desfavorable» antes explicadas iluminan bien el carácter y el recorrido que tienen en el Programa de Diversificación. Al mismo tiempo que representa una oportunidad cuya ausencia iría en perjuicio de muchos estudiantes, también representa, de hecho, un espacio separado –y por ello una privación– de los contenidos, aprendizajes y enseñanza regular. Es unánime la apreciación de que, a pesar de que habilita una vía alternativa para lograr la graduación en eso, se enseña y exige menos, y también se aprende menos. La graduación se consigue, pero eso no significa que se hayan logrado los objetivos de la etapa, sino otros rebajados. Viene a ser una medida de lucha contra la exclusión que permite eludir una privación más fuerte, por ejemplo no graduarse, pero también es una buena muestra de inclusión desfavorable, incompleta. Esto en lo que se refiere a resultados. En lo que toca a otros aspectos y procesos –diseño de los programas, formación y cualificación del profesorado, adscripción docente al programa, lugar y consideración que merece dentro de los centros– los datos invitan al realismo.
Por lo general, no existe un diseño bien elaborado, reflexivo y revisado con el tiempo, sino que los contenidos que se imparten y cómo se trabaja en las aulas, es algo ampliamente dejado a la discrecionalidad del profesorado encargado del programa. Para los centros, se trata de un programa bien valorado, pero marginal (González, 2004): tiene sus propios espacios, el profesorado de los ámbitos está integrado en el departamento de orientación de los centros y solo tangencialmente en los departamentos didácticos, suele haber una notable movilidad docente. Salvo casos de profesores testimoniales, la opción de enseñar en diversificación puede servir para cuadrar horarios y, desde luego, no es común encontrar en ella al profesorado de mayor categoría administrativa y experiencia docente. Esa falta de apropiación efectiva por los centros y el profesorado permite entender el hecho de que, en realidad, no hay respuestas globales sino soluciones particulares, algunas excelentes por profesores vocacionales, pero aisladas, tal como hemos podido comprobar en los estudios de casos más recientes (Escudero y Bolívar, 2008; González y Vallejo, 2008; Martínez, 2008). El profesorado que trabaja en diversificación declara no haber tenido una formación específica y, lo que resulta más llamativo, la mayoría no la considera como algo prioritario para mejorar la atención a los estudiantes con dificultades (Escudero, 2006).
En resumidas cuentas, un panorama con claros y oscuros. Los primeros corresponden a la disposición de una vía alternativa que hace posible que algunos estudiantes cuenten con segundas oportunidades y se gradúen. Los segundos confirman, en esencia, el dispositivo teórico explicado: el programa representa una forma de inclusión incompleta, un paliativo de una exclusión más severa. Los criterios de selección del alumnado, además de referirse a suspender un determinado número de materias, son tan genéricos como «alumnos que no consiguen los objetivos, y tienen un buen comportamiento». La diversificación es una medida de inserción, pero tardía en las trayectorias de estudiantes con dificultades y, a la postre, marginal. Al sistema le viene bien sin mayores esfuerzos: por un lado segrega a quienes no se adaptan y, por otro, funciona como un pretexto para no replantear el orden escolar vigente que la provoca y dispone. Si volvemos sobre las estadísticas oficiales antes referidas, la diversificación, que no es desde luego una causa directa del estancamiento y retroceso de las tasas de graduación en los últimos años, parece ser que tampoco ha sido un remedio. La persistencia y el refuerzo del orden escolar vigente –curiosamente, la diversificación u otras medidas parecidas pueden ayudar a ello– no son la salida, sino, quizás, un síntoma de por qué los resultados no podrán ir a mejor mientras ciertas creencias, presupuestos, contenidos, relaciones, metodologías y evaluaciones del aprendizaje sigan siendo las que rigen el actual orden escolar. Hace poco, el mec (2008b) elaboró un documento con medidas destinadas a reducir las cotas de fracaso, o dicho en positivo, incrementar las tasas de graduación, bajo los auspicios de una buena educación secundaria para todos. Salvo un conjunto de buenas intenciones y un abanico de medidas estructurales, nada nuevo bajo el sol. El orden administrativo vigente no será apto para provocar las transformaciones necesarias del actual orden escolar mientras sigan depositándose tantas expectativas en el poder milagroso de medidas y programas especiales que, a pesar de sus buenas intenciones, miran hacia otro lado. Las propuestas teóricas explicadas y los datos ilustrativos presentados reclaman la recomposición de miradas, políticas y prácticas para afrontar la exclusión educativa.
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