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 ISSN: 1022-6508

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 Número 50: Enero - Abril / Janeiro - Abril 2009

Educación: futuro en construcción / Educação: futuro em construção

  Índice número 50  

Una alternativa al choque de civilizaciones: el modelo educativo y cultural de paulo freire

Antonio Monclús *

 * Director de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo (Campo de Gi­bral­-tar) y catedrático de la Universidad Complutense de Madrid, España.

Síntesis: En su célebre libro sobre el choque de civilizaciones la teoría de Huntington se refiere no solo a la lucha de civilizaciones, que tienen líneas divisorias religiosas y no políticas, sino, además, a la reconstrucción, al reordenamiento, del orden mundial. Esta polémica sobre el choque de civilizaciones y culturas, aireada, aunque no originada en Huntington, se engarza con otra que, desde los años ochenta y a partir de la crisis suscitada en la unesco durante el último periodo del educador musulmán de origen senegalés Amadou-Mahtar M’Bow como director general, sigue vigente en torno a los modelos culturales, y, en definitiva, sobre la naturaleza y caracterización de la cultura.
En el artículo proponemos un acercamiento al concepto y sentido de la cultura a partir del conflicto entre dos grandes agrupaciones, que llamamos modelo dinámico-adquisitivo y modelo estático-identificativo, articulando esto con el hecho de que, a través del análisis detallado de la obra de Paulo Freire, cabe un planteamiento alternativo que elude esa incompatibilidad y que resulta mucho más operativo. Así, las tesis de Freire sobre la cultura, y precisamente desde el contexto educativo, se revelan como creativas frente a una polémica estéril entre modelos culturales.
Para este autor, la educación y la cultura se cruzan. Si la cultura se caracteriza como capacidad de transformación de la realidad, la educación es la actitud que activa esa capacidad, y que por su condición de agente de cambio para la superación no puede permanecer como espectadora ante el potencial transformador de la realidad que tiene la cultura, sino que actúa para desarrollar esa capacidad de transformación hacia la libertad.
Palabras clave: cultura; modelos culturales; educación; Paulo Freire; choque de civilizaciones.
SÍNTESE: Em seu célebre livro sobre o choque de civilizações, Huntington refere-se não só à luta de civilizações, que apresenta linhas divisórias religiosas e não políticas, senão, ademais, à reconstrução e à reorganização da ordem mundial. Esta polêmica sobre o choque de civilizações e culturas suscitada, embora não originada por Huntington, une-se com outra que, desde os anos oitentas e a partir da crise na unesco, durante o último período do educador muçulmano de origem senegalesa, Amadou-Mahtar M’Bow como diretor geral, segue vigente em torno aos modelos culturais, e, definitivamente, sobre a natureza e a caracterização da cultura
Neste artigo propomos uma aproximação ao conceito e ao sentido da cultura a partir do conflito entre duas grandes agrupações, que chamamos modelo dinâmico-aquisitivo e modelo estático-identificativo, articulando isso com o fato de que, através da análise detalhada da obra de Paulo Freire, cabe uma proposta alternativa que iluda essa incompatibilidade e que resulte muito mais operativa. Assim, as teses de Freire sobre a cultura, e precisamente do ponto de vista do contexto educativo, revelam-se criativas perante uma polêmica estéril entre modelos culturais.
Para este autor, a educação e a cultura se cruzam. Se a cultura se caracteriza como capacidade de transformação da realidade, a educação será a atitude que ativará essa capacidade, e que, por sua condição de agente de mudança para a superação, não poderá permanecer como espectadora ante o potencial transformador da realidade que a cultura tem, pelo contrário, deverá atuar para desenvolver essa capacidade de transformação no caminho da liberdade.
Palavras-chave: cultura; modelos culturais; educação; Paulo Freire; choque de civilizações.
Abstract: In a now famous book, Huntington’s Clash of Civilizations theory refers not only to the conflicts between civilizations (that are divided by religion and not politics) but also to the reconstruction, the remaking, of world order.
This discussion on the clash of civilizations (that was made public by Huntington, but not originated by him) is connected to the still relevant discussion that, since the 80s, and since the crisis that took place in unesco during the last term in which the Muslim educator from Senegal Amadou-Mahtar M’Bow was General Director, concerns cultural models and the nature and characterization of culture.
In this article we propose an approach to the concept and meaning of culture, considering the conflict between two large groups we refer to as «dynamic-acquiring model» and «static-identifying model». We also connect this to the fact that, through the detailed analysis of the works of Paul Freire, it is possible to conceive an alternative approach that avoids this lack of compatibility and that is much more operative.
In this sense, Freire’s thesis on culture in the educational context, revels it self as a creative one, as opposed to a sterile discussion between cultural models.
For this author, culture and education cross each other’s path. If culture is characterized as a force capable of transforming reality, education is the attitude that activates that capacity. And because it is an agent of change, it can’t remain a bystander to the transforming potential of culture, and it must develop that capacity to achieve transformations in the path towards freedom.
Key words: culture; cultural models; education; Paulo Freire; clash of civilizations.

1. Introducción

Cuando Huntington publicó su conocido artículo, devenido en libro en 1996, sobre el choque de civilizaciones, sus argumentos, ya sesgados de por sí, tuvieron un eco creciente. Pero lo que vino a reforzarlos fue la interpretación oficial, algunos años después, del presidente George Bush y su círculo acerca del problema de fondo subyacente a los atentados del 11 de septiembre de 2001. Esa amenaza terrorista mundial era en realidad la amenaza de una «civilización» contra otra, de la que en este caso era destinataria –inocente y víctima–, la civilización occidental. Por eso adquirieron especial sentido los planteos de Huntington que no solo hablaban de la lucha de civilizaciones sino también de la reconstrucción del orden mundial, anunciadas ya desde el título The Clash of Civilizations and the Remaking of World Order. Unos años después, y por si hubiera quedado alguna duda sobre sus postulados alertando sobre el peligro que representa la civilización islámica, retoma el tema en 2002 en su artículo «The Age of Muslim Wars».

El problema es que esta polémica sobre el choque de civilizaciones y culturas, expuesta a la luz pública por Huntington pero no originada en él, se engarza con la crisis ocurrida en la unesco durante el segundo mandato de Amadou-Mahtar M’Bow como director general, y que desde los años ochenta sigue vigente en torno a los modelos culturales, y, en definitiva, sobre la naturaleza y caracterización de la cultura, polémica seguramente insalvable pues los dos grandes modelos culturales «oficiales» son tan incompatibles en su estructura y categorización, que si se sigue uno no cabe considerar el otro.

Hace un tiempo, analizando en detalle la obra de Paulo Freire, llegué a la conclusión –después felizmente avalada por él en largas conversaciones unos años antes de su muerte– de que cabe un planteamiento alternativo que elude esa incompatibilidad señalada y que resulta mucho más lúcido y operativo. Las tesis de Freire sobre la cultura, y precisamente desde el contexto educativo, se revelan así no solo geniales sino también creativas frente a una polémica estéril entre los partidarios, grosso modo, de la teoría e historia de la cultura y los de la antropología en sus diferentes dimensiones.

En Educación y cruce de culturas (2004) señalaba que el problema no es que existan dos modelos diferentes tan incomunicables para referirse a la cultura, sino que en los dos casos las contradicciones internas los hacen resultar inadecuados.

2. Modelo dinámico-adquisitivo

Si acudimos al significado etimológico de la palabra «cultura», recordaremos que en su origen latino significa cultivo o cuidado. Se trata de un conjunto de conocimientos adquiridos mediante el estudio, las lecturas, la formación, los viajes, etc. Tampoco será difícil encontrar algunas expresiones que la definan como «conjunto de la actividad espiritual de la humanidad».

Eagleton (2001, p. 22) comienza refiriéndose a su contexto inglés con una apreciación que, sin embargo, podría extrapolarse fácilmente a otros contextos lingüísticos: «Cultura es una de las dos otras palabras más complicadas de la lengua inglesa, aunque el término que a veces se toma por su opuesto, “naturaleza”, parece llevarse la palma».

La relación binaria entre naturaleza y cultura ha sido históricamente constante. La consagración decimonónica de un sector de la filosofía alemana oponiendo las kulturwissenschaften –ciencias de la cultura– a las naturwissenschaften –ciencias de la naturaleza– es solo un ejemplo. Aparece modernamente en Shakespeare, se profundiza en Rousseau, es recurrente en la Ilustración.

La idea de cultura aparece uniforme al considerársela básicamente como una actividad de la persona hacia una superación de estadíos naturales, primitivos, mecánicos. Esa superación a nivel formal o metodológico se realizará por la dimensión mental, intelectual e incluso espiritual del ser humano. Con matices, según la época histórica de que se trate, se ha considerado muchas veces también como dimensión racional de los seres humanos, por ejemplo en Comenio.

Numerosísimos han sido, y son, los libros dedicados al modelo que nos ocupa, y a desplegar, en esta línea, una historia del arte, las ideas, la literatura, etc. Ejemplos recientes son los títulos La cultura. Todo lo que hay que saber de Dietrich Schwanitz (2003), y Del amanecer a la decadencia. Quinientos años de vida cultural en Occidente, de Jacques Barzun (2002).

Una no pequeña fuente de cuestionamientos sobre la identidad de esta cultura se origina en el conflicto entre lo universal y lo único (Mayor, 2008). La cultura, entendida como esa actividad mental y espiritual de los seres humanos, bien podía llamarse «patrimonio de la humanidad», pero un sutil deslizamiento histórico ha producido, en no pocas ocasiones, que ese patrimonio universal se identificara con lo propio, de modo que la cultura ha caído fácilmente en el etnocentrismo. Aunque en el siglo xviii en China o en Europa sabían muy bien distinguir entre una persona culta y una inculta, no estaba tan claro si la cultura significaba lo mismo para una persona culta del Imperio del Centro –China– o para un culto europeo occidental convencido de ser el centro del mundo.

Kuper (2001) señala que, desde la perspectiva de los seres humanos, Max Weber definiría la cultura como la atribución de significado y significación a un segmento finito entre la infinitud de eventos sin sentido que hay en el mundo.

Impactante fue en su momento, 1948, el trabajo de T. S. Eliot Notas para la definición de la cultura, en donde el propio autor confiesa que pretende prestar su ayuda para definir la palabra.

Ahora bien, reflexionemos críticamente sobre este modelo cultural: tiene contradicciones concretas, fácilmente puestas de manifiesto, como el etnocentrismo, el elitismo, el reduccionismo, el idealismo exagerado, de diferentes enfoques o aspectos de sus componentes. Pero hay también contradicciones internas globales, o si se quiere transversales, en el sentido de que recorren todos sus diferentes enfoques, pues, en el fondo, esas contradicciones provienen de la misma naturaleza del modelo.

La primera es de índole epistemológica. Traduce la recurrente idea en la historia del pensamiento de que el mero conocimiento de la verdad conduce por sí mismo a la perfección, pues lleva implícita la bondad. La vieja idea de raíces socráticas en la que se identifica el amor a la sabiduría con el logro de una naturaleza humana buena ha estado influyendo de manera determinante en este modelo de cultura, entendida como superación de la naturaleza, de lo primitivo, en el convencimiento de que esa superación llevaba ya aparejado un perfeccionamiento de la naturaleza humana. Pero, ¿cómo explicar entonces que refinados y cultos espíritus alemanes pudieran escoger la elevada música de Wagner para acompañar las fases del calculado holocausto judío en los campos de concentración y el exterminio en las cámaras de gas?

La segunda gran contradicción interna, vinculada con la anterior, es de índole existencial, o, si se prefiere, global. Este modelo cultural escalona muy bien las fases de la adquisición de la cultura y es básicamente cuantitativo, por eso se suele decir «es muy culto», o «tiene poca cultura». Pero si hablamos de una cultura dada, la oriental, la occidental o la universal, con este modelo de cultura se transmite también un modelo absoluto y lo que pretende salirse de él es tabú. Podemos retomar las célebres y terribles tesis de Freud en El malestar en la cultura. Si no cabe la disidencia identitaria se abre entonces la vía para que esas pulsiones reprimidas u oprimidas se vuelvan contra el propio marco en el que se dan, encontrándonos con una cultura que lleva en sí la pulsión de vida y la pulsión de muerte. La historia está llena de ejemplos que ilustran esta dialéctica: la condena y persecución de la herejía, de la heterodoxia, era la constatación tanto de que uno no puede salirse de la verdad como de que la verdad era la propia cultura del poder convertido en tabú.

Theodor W. Adorno parte de esta tradición en la consideración de la cultura, pero advirtiendo que cultura se opone a barbarie, o se debería oponer. Precisamente la educación tendría este objetivo, la posible superación de aquella (Adorno, 1998, p. 111). El impulso destructivo de agresión primitiva sería característico de la barbarie, lo que remite a Freud cuando señala que hay que contar con la posibilidad de sublimar los llamados instintos de agresión –que pueden encontrarse en la cultura– de forma que acaben por llevar, precisamente ellos, a inclinaciones productivas.

3. Modelo estático-identificativo

En la segunda mitad del siglo xix surge un replanteamiento de fondo de la concepción tradicional de la cultura. El nuevo concepto vendrá caracterizado por una serie de elementos que constituirán, o serán constituidos, por un entorno al que se pertenece y que dará unas señas de identidad (Touraine, 1988) derivadas de dicha pertenencia, independientemente de que los miembros de ese entorno realicen o no un proceso de adquisición intelectual o cognoscitivo.

En antropología (Tejera, 1999) el término tiene una significación referida usualmente al conjunto de creencias, costumbres, valores, conductas, técnicas, experiencias artísticas, creencias y rituales de una sociedad o de alguno de los grupos o sectores que la integran. La cultura, así considerada, se aprende y transmite con la socialización informal y formal a través de la relación de un individuo con otros seres humanos y la escuela.

En todo caso, hay acuerdo entre los antropólogos en identificar el trabajo de E. B. Tylor como el origen para la caracterización de este concepto de cultura. En 1871 el antropólogo inglés señala en Primitive Culture que:

La cultura o civilización, en un sentido etnográfico amplio, es aquel todo complejo que incluye el conocimiento, las creencias, el arte, la moral, el derecho, las costumbres, y todo otro tipo de hábitos y capacidades adquiridas por el hombre en cuanto miembro de la sociedad.

Desde la antropología funcionalista, Malinowski tratará de hallar nuevas vías para ahondar el estudio de la cultura. En su artículo «Culture» (1931) sostenía que el hombre varía en dos aspectos: en forma física y en herencia social o cultural. Para este autor, la cultura incluye los artefactos, bienes, procedimientos técnicos, ideas, hábitos y valores heredados. La organización social no puede comprenderse verdaderamente excepto como una parte de la cultura, y todas las líneas especiales de investigación relativas a las actividades humanas, los agrupamientos humanos y las ideas y creencias humanas se fertilizan unas a otras en el estudio comparativo de la cultura.

Desde la corriente culturalista, y ya desde principios del siglo pasado, se irá desarrollando la concepción de que cada cultura solo puede ser entendida en sus elementos característicos, impidiendo, por tanto, la búsqueda de unas presuntas leyes generales de desarrollo cultural. Dentro de esta corriente antropológica, Margaret Mead intenta demostrar que todo proceso de educación y percepción del mundo está relacionado con ciertos patrones culturales propios de cada pueblo. La autora comprueba que los roles asignados a los hombres y a las mujeres no vienen determinados por causas biológicas, sino más bien por razones culturales.

La antropología estructuralista, al investigar las características unitarias del género humano, incidirá igualmente en el análisis de la cultura. En este sentido, Claude Lévi-Strauss propone que las diferentes instituciones culturales, como los mitos y el sistema de parentesco –el hombre realiza el pasaje de la naturaleza a la cultura a partir de la prohibición del incesto–, son expresiones de estructuras binarias de carácter opuesto, comunes a todo el género humano, a partir de las cuales la mente organiza la realidad. La cultura es, desde este punto de vista, un sistema de comunicación.

A principios de la década de los setenta del pasado siglo Ward H. Goodenough en Culture, Language and Society llega a afirmar que espera que el contenido de la cultura presente un claro paralelismo con el contenido del lenguaje, siendo cada lenguaje en sí mismo una forma de sistema cultural. Goodenough distingue entre la «Cultura» con mayúsculas de una sociedad propiamente y su pool de culturas. Este pool consiste en la totalidad de los valores, ideas, creencias, recetas y tradiciones conocidos por uno o más integrantes de una sociedad, es decir, la suma de lo contenido en el conjunto de los aspectos propios de todos sus miembros.

Dentro de la llamada antropología simbólica, Clifford Geertz (1973) en The Interpretation of Cultures define la cultura como un sistema de concepciones –expresadas en formas simbólicas – a través del cual los hombres se comunican y perpetúan, desarrollando sus conocimientos y actitudes en el recorrido de la vida. En resumen, desde esta propuesta la cultura es un sistema cuyo papel fundamental va a consistir en socializar un significado del mundo para hacerlo comprensible desde una perspectiva determinada (Kuper, 2001, p. 119).

4. La cultura para la unesco

La unesco optará claramente ya en los años setenta y ochenta del siglo xx por un modelo estático-identificativo, posición que habrá de permitirle reconocer la igualdad de todas las culturas del mundo.

La idea de la cultura fue profundizada en 1975 a partir de la Conferencia Intergubernamental sobre Políticas Culturales en África, celebrada en Accra, en la que se extendió el concepto hasta hacerlo abarcar no solo las bellas artes y el patrimonio, sino también las visiones de mundo, los sistemas de valores y las creencias.

Es en 1982, en la Declaración de México sobre las Políticas Culturales, donde se aprueba una famosa y amplia definición:

La cultura [...] puede considerarse [...] como el conjunto de los rasgos distintivos, espirituales y materiales, intelectuales y afectivos que caracterizan una sociedad o un grupo social. Ella engloba, además de las artes y las letras, los modos de vida, los derechos fundamentales al ser humano, los sistemas de valores, las tradiciones y las creencias (unesco, 2002, p. 3).

En la Conferencia Intergubernamental sobre Políticas Culturales para el Desarrollo celebrada en 1998 en Estocolmo se hace un balance de la contribución de la unesco en relación a la reflexión sobre políticas culturales, en la misma línea.

En 2001 la unesco aprobaría la Declaración Universal sobre la Diversidad Cultural, reafirmando que la cultura debe ser considerada como el conjunto de los rasgos distintivos espirituales y materiales, intelectuales y afectivos que caracterizan a una sociedad o a un grupo social, y que abarca, además de las artes y las letras, los modos de vida, las maneras de vivir juntos, los sistemas de valores, las tradiciones y las creencias, en línea con lo ya aprobado en México y Estocolmo.

Reflexionaremos ahora críticamente sobre este modelo de cultura.

La evolución semántica del término «cultura» ha ido acelerándose en los últimos años, después de la definición de Tylor antes señalada. Hay una extensión cuasi universal del significado atribuible al concepto de cultura, con un uso abusivo y superficial por parte de políticos y periodistas. La «cultura de la recogida de las basuras» según una política municipal determinada puede alternarse con la «cultura del botellón» de los jóvenes bebiendo alcohol improvisadamente y de forma multitudinaria en calles y plazas los fines de semana. O puede servir para hablar de la cultural empathy entre el West EuroBank y East Eurobank en cuanto a inversiones y programas comunes de actuación. Y esto, a pesar de los problemas suscitados en la práctica por las diferencias surgidas en la business culture.

Como sucedía con el modelo anterior de cultura, también este plantea algún serio problema. Así, ¿qué sucede cuando nos enfrentamos a la infibulación de las mujeres, e incluso de las niñas, en grandes zonas de África, práctica que se hace extensiva hasta las comunidades de inmigrantes de aquellas regiones en países europeos? ¿Es un rasgo cultural y por ello identificatorio? Y si lo es, ¿con qué autoridad que no pueda ser catalogada de imperialismo cultural se puede criticar o prohibir?

La educación, el marco escolar, es tal vez la más ruidosa caja de resonancia de todos estos problemas. De hecho, ha sido en el contexto educativo internacional a través de su escaparate más visible, la unesco, donde la gran contradicción interna de este modelo ha sido puesta de manifiesto. Basta recordar la ya mencionada crisis de la unesco en los años ochenta.

En este sentido, la conclusión a la que llega Finkielkraut en La défaite de la pensée es que no hay un solo tema sobre el cual la unesco no tenga algo que decir, desde los trabajos caseros a las técnicas industriales, pasando por la alimentación, la manera de vestir, las bellas artes, el deporte, etc. Todo es cultura. Entonces se produce lo que él denomina la «traición generosa», ya que al extraer del episodio nazi la lección de que existía un lazo entre barbarie e ignorancia, los fundadores de la unesco quisieron crear, a escala mundial, un instrumento para instruir a los hombres. Cuarenta años más tarde, sin embargo, sus sucesores elevan, sin vacilar, la ignorancia a categoría de cultura, puesto que designa con dicho término al conjunto de conocimientos y de valores que, sin ser objeto de ninguna enseñanza específica, todo miembro de una comunidad sabe. La identidad cultural estimula a cada pueblo, a cada minoría, a volver la mirada atrás y desistir del porvenir común. Pues «la eminente dignidad de toda cultura» (en palabras de la unesco) hace que se hunda el origen del combatir la cultura fascista, pues sin criterio de referencia todas las culturas tienen el mismo valor.

Tomando este modelo y su definición de cultura, independientemente de las numerosas diferencias y matizaciones, nos podemos encontrar con una gran contradicción interna de orden lógico-epistemológico. Es un modelo que cumple la función de asignar una identidad cultural, pero al componerse esta de todos sus rasgos, incluidos los destructivos, se puede correr el riesgo de una autodestrucción que termine con esa cultura y, consiguientemente, con la propia identidad cultural. Y ejemplos de este proceso los ha habido numerosos a lo largo de la historia. El límite ha sido, y sigue siendo, el hecho de que se llegase a hablar de «cultura de la muerte» o de «culturas de muerte», porque en la identificación de sus características se inscriben o la propia apología de la muerte, o la violencia, la necrofilia y otra serie de perversiones en relación a la persona y la vida humana. No hace mucho un ministro de Cultura británico denunciaba la moda de la cropofilia en el arte, en esta dirección.

5.  «Cultura» escolar

Desde hace unos años, y enmarcada en el mundo de la escuela, se ha ido generalizando la práctica de denominar cultura a una serie de aspectos de la vida escolar donde se desarrollan los procesos de enseñanza-aprendizaje. Para unos se vinculará la cultura escolar con el clima tanto en el aula como en el centro; para otros será una especie de barómetro de la red de relaciones de comunicación dentro del mundo escolar o del mundillo de una escuela; para otros será la epistemología que permitirá entender el proceso de enseñanza-aprendizaje, para otros será como una vasta y variada dinámica de grupos en el centro, para otros será el fundamento del currículum; para otros, la mediación contextual de este último, y para otros la cultura escolar vendrá a ser el centro y el conjunto de las dimensiones y relaciones que existen en ese entramado que es la vida escolar (García Fraile y Sabán, 2008).

Nos movemos así en un modelo estático-identificativo, ya que remite la cultura escolar a la identidad de la escuela y, por tanto, al conjunto de sus ingredientes sin olvidar ninguno.

Marchesi y Martín (1998) sostienen que el concepto de cultura en los centros escolares recibe una particular atención cuando se aborda el cambio educativo y los proyectos de mejora de las escuelas, pues se considera que la transformación de la cultura de los centros es uno de los indicadores más claros de que se ha producido un cambio profundo en dichos centros.

Para ellos, la dificultad principal aparece a la hora de definir el concepto de cultura, así como a la hora de establecer los indicadores adecuados para abordar su estudio. En la mayoría de los análisis sobre cultura escolar se ha utilizado una metodología etnográfica, a partir de una aproximación cualitativa a las relaciones que se establecen dentro de la escuela. Pero no resulta fácil asegurar la riqueza de datos que se obtienen a través de los enfoques etnográficos y utilizar, a la vez, medidas cuantitativas para la comparación y el análisis de los datos obtenidos sobre diferentes variables relacionadas. Para estos autores, una de las claves de clarificación para la definición del concepto puede ser la distinción entre estructura y cultura, y señalan que:

La tradición antropológica anglosajona es la que posiblemente ha realizado una aproximación más completa y funcional. Su definición se aparta de las opiniones que reducen la cultura al conjunto de conocimientos o de tradiciones que posee un grupo social. [...] Los componentes de la cultura son, por tanto, conocimientos, valores y comportamientos [...] (Marchesi y Martín, 1998, p. 132).

Stenhouse plantea que la cultura es un concepto utilizado por los científicos sociales cuando intentan explorar la estructura social del conocimiento, las capacidades, las costumbres y las creencias, con el fin de comprender cómo han surgido, cómo están relacionadas con la sociedad y cómo esta las maneja.

Por ello, Stenhouse es de la opinión de que se necesita una concepción de cultura mucho más flexible y sinuosa para ajustarnos al modo en que esta se comparte y distribuye en una sociedad que responde al tipo de la nuestra, en la que se forman y disuelven grupos, uniéndose los miembros a nuevas asociaciones con arreglo a pautas de una complejidad desconcertante.

Una escuela y un aula son, ambas, grupos en este sentido. Cada uno de ellos tiene su propia cultura. Pero constituye una función peculiar de los grupos educativos el presentar a sus miembros una cultura que tiene una entidad propia fuera del grupo [...] (Stenhouse, 1985, p. 32).

Andy Hargreaves (1996) se mueve en la misma «tradición anglosajona» en relación a su consideración de la cultura. Esta transmite a «sus nuevos e inexpertos copartícipes» las soluciones que han sido generadas históricamente y compartidas de manera colectiva en una comunidad dada. Y con coherencia, añade que «esto configura un marco de referencias para el aprendizaje ocupacional». En esa acepción de cultura que a veces parece identificarse con conducta, comportamiento, se extiende su campo de forma que entra bajo su égida toda la serie de aspectos que tiene que ver, en este caso, con el complejo mundo de la enseñanza.

Para este autor, «las culturas de la enseñanza» contribuirán a dar sentido, apoyo e identidad tanto a los propios profesores como a su trabajo. Para él, al igual que otras, las culturas de la enseñanza tienen dos dimensiones importantes. En primer lugar, el contenido, que en el caso de las culturas de los profesores consiste en las actitudes, valores, creencias, hábitos, supuestos y formas de hacer las cosas fundamentales, compartidas en el seno de un determinado grupo de maestros o por la comunidad docente en general. En segundo lugar, la forma de la cultura de los profesores, que consiste en los modelos de relación y formas de asociación características entre los participantes de dichas culturas, y que se pone de manifiesto en el modo en que se articulan las relaciones entre los docentes y sus colegas.

6.   Una propuesta alternativa desde el análisis de freire

A partir de los análisis de Paulo Freire surge una vía alternativa, un modelo distinto de concepción de la cultura. Y este modelo permite, además, plantear algunos indicadores que favorezcan la resolución de las contradicciones o incluso los impasses de los dos modelos en cuestión.

Freire (1969, 1990, 1994, 1997) considera la cultura como capacidad de transformación de la realidad y como tal respeta el proceso que hace a la persona sujeto, al decir su palabra. Pero eso se consigue en la liberación, no en la reproducción sin más de un hábito tradicional o de un elemento «cultural» cualquiera. La cultura, pues, no se puede plantear en términos abstractos y al margen de la realidad cotidiana del hombre y la mujer; de ahí su relación intrínseca con la educación. Esta viene de la nueva consideración que Freire tiene de cada una de ellas, en la línea de un planteamiento liberador, concientizador, crítico y transformador de la realidad.

Freire utiliza el concepto de cultura como modelo cultural, acción cultural, para describir una situación de hecho. Por eso el autor enfrentará dos modelos culturales: uno que mantiene la situación establecida y otro que aparece a partir de la lucha por la libertad y la transformación de la realidad. En este sentido se produce en Freire un uso ambivalente del término cultura. Es decir, por un lado se refiere a ella en cuanto a modelo cultural o acción cultural, y define el tipo de sociedad y de actitud en cuestión utilizando el término desde una consideración relativa. Pero, por otro lado, Freire utiliza el término cultura en un sentido original, acepción que es la que nos interesa ahora y que en su pensamiento aparece plenamente caracterizada como cultura propiamente dicha.

En el primer sentido, Freire (1990) plantea una oposición de modelos culturales, ya que existe una acción cultural para mantener la opresión, que engendra una cultura del silencio, y hay otro modelo cultural, la acción cultural para la liberación, por medio de la transformación de la sociedad y la historia superando las situaciones de opresión y deshumanización. Las dos formas de acción cultural son antagónicas. Mientras que la acción cultural para la libertad se caracteriza por el diálogo y su propósito principal es la «concientización», la acción cultural para la dominación se opone al diálogo y sirve para domesticar a los seres humanos.

La acción cultural para la dominación, basada en mitos, no puede problematizar la realidad ni luchar por desvelarla, pues ello implicaría una denuncia y un anuncio. Por el contrario, en la acción cultural para la libertad se denuncia una situación opresiva y se anuncia una nueva realidad a partir de un análisis enfocado para la realización del ser humano.

Este es el elemento fundamental de la concepción cultural: la cultura como capacidad de transformación de la realidad, frente a consideraciones estáticas, más o menos elitistas, más o menos académicas, más o menos manipuladoras.

La cultura para Freire debe enfocarse en oposición a la naturaleza que no es creación humana. La cultura es el resultado total de la actividad del hombre, de su esfuerzo creador y recreador y de su trabajo por transformar y establecer relaciones con otros seres humanos. La cultura sería, asimismo, la adquisición sistemática de la experiencia humana, pero crítica y creativamente, no una yuxtaposición de informaciones almacenadas en la inteligencia o en la memoria y no «incorporada» en la vida. Lo que hace a la persona sujeto, y eso es lo que se revela si se trata de una acción liberadora para la transformación creativa de la realidad, es entonces cultura. Y si un elemento o modelo «cultural» sirve para mantener la situación de opresión individual, grupal, racial, sexual o religiosa, más que cultura es la negación de la misma, por mucho que la manipulación de los mensajes la pueda presentar, y aun enarbolar, como identidad cultural.

Lo que mantenga una realidad de alienación, lo que no hace a la persona sujeto sino objeto, no es cultura. La infibulación de las mujeres no es un rasgo cultural, por tanto, aunque sea una transmisión social del comportamiento de una colectividad; es un rasgo de animalidad y no puede ser cultural lo que no es humano.

La cultura es un proceso que culmina con la transformación de la realidad a partir de la crítica y el ejercicio de la libertad. Una cultura que decida a priori lo que es y lo que no es cultura puede conducir a un Goering –responsable de la cultura en el III Reich– que empieza quemando libros y termina quemando seres humanos y pueblos ajenos a la «verdadera cultura aria». Y una cultura que termine por diluirse en todo termina por decir que todo es cultura, y ello supone que la cultura ya no es nada diferente a la realidad dada y tal como está dada, lo que lleva a sustituir cultura por consumo, lo cual se ve en la alienante manifestación cotidiana de la sociedad de nuestro tiempo donde el mercado impone las pautas de conducta, y en un círculo vicioso, las pautas «culturales», como en Un mundo feliz o en Walden Dos.

En Freire, la libertad está en el origen de la cultura, y sin su ejercicio no cabe hablar de cultura propiamente dicha, salvo de «cultura bancaria» que es una acrítica acumulación de depósitos.

Y ahí se cruzan la educación y la cultura. Si la cultura se caracteriza como capacidad de transformación de la realidad, la educación viene a ser la actitud que activa esa capacidad, y que por su condición de cambio para superarse no puede permanecer espectadora ante el potencial transformador de la realidad que tiene la cultura, sino que actúa para desarrollar esa capacidad de transformación. No cabe, propiamente, cultura sin educación.

La cultura, en su capacidad de transformación de la realidad, lleva ambiguamente implícitas la libertad e impulsos de barbarie, y la educación, como búsqueda activa de la práctica de la libertad, es el motor para la implementación de una transformación positiva de la realidad. La educación cruza la cultura, las culturas, y de acuerdo con su esencial componente utópico la orienta en una dirección opuesta a la barbarie.

En respuesta a Huntington, huelga aquí decir que en esta concepción de cultura no tienen un lugar los fundamentalismos. Los fundamentalismos han polarizado el componente destructivo hasta convertir la barbarie en la traducción de su «cultura» radicalizada y única verdadera.

Tanto en el modelo dinámico-adquisitivo como en el modelo estático-identificativo puede ser perfectamente culto dejar la realidad tal como está. Puede darse en el primero una cultura académica tradicional que busca conservar y preservar el legado cultural recibido. Puede darse en el segundo una identidad cultural que sirva simplemente para retratar y reiterar todos los aspectos de un contexto social e histórico determinado.

En el modelo de Paulo Freire, en cambio, no cabe este conformismo de ninguna forma. Esa capacidad de transformación de la realidad en que consiste la cultura se cruza con la educación como práctica de la libertad.

Bibliografía

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