OEI

Organización
de Estados
Iberoamericanos


Para la Educación,
la Ciencia
y la Cultura

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Revista Iberoamericana de Educación
Número 9
Reforma de la Educación Secundaria

Educación, Desarrollo y Equidad Social1

Manuel de Puelles Benítez - José Ignacio Torreblanca Payá (*)

(*) Manuel de Puelles Benítez es catedrático de Política de la Educación de la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED) de España. José Ignacio Torreblanca Payá es becario del Instituto Juan March de Estudios e Investigaciones de Madrid (España).

«La necesidad de reorientar las prioridades del desarrollo desde una exclusiva optimización del crecimiento económico hacia objetivos sociales más amplios como la erradicación de la pobreza y una mejor distribución de la renta es hoy sumamente reconocida». Michael P. Todaro, 1985.
Se ha dicho recientemente que sería difícil encontrar a alguien que en el mundo actual negara la importancia de la educación para la salud económica de cualquier país2. Sin embargo, detrás de este aparente consenso, existen múltiples problemas de no fácil solución, tales como: ¿cuánta educación se necesita de cara al desarrollo económico? ¿quiénes deben recibirla? ¿cuánto se ha de invertir? ¿debe darse preferencia a la educación primaria o, por el contrario, los esfuerzos deben centrarse en la secundaria? ¿no es la educación superior un requisito inexcusable para el cambio tecnológico? ¿cómo conciliar todas estas demandas? ¿cuánto invertir en ellas? Como veremos a lo largo de este trabajo, tales cuestiones no son sino el resultado de la complejidad que alberga el binomio desarrollo-educación.

I. El desarrollo como problema

Desde el final de la segunda guerra mundial hasta mediados los años 70, el mundo occidental asistió a un proceso de crecimiento económico extraordinario3, mayor incluso en la periferia que en el núcleo central: si en los Estados Unidos y en Australasia este crecimiento casi se duplicó en relación con el registrado entre 1913 y 1950, en Europa occidental se triplicó y en la periferia europea fue siete veces superior al que se había producido en la primera mitad del siglo (véase cuadro adjunto).

CUADRO

1913/1950

1950/1973

1973/1987

PIB

POB

PIB
cápita

PIB

POB

PIB
cápita

PIB

POB

PIB
cápita

Países europeos capitalistas avanzados

1,8 0,6 1,3 4,6 0,8 3,8 2,1 0,2 1,9

Periferia capitalista europea

1,3 0,9 0,7 5,5 1 5 2,6 0,8 1,6

Europa del Este y la URSS

1,4 0,2 1,1 4,4 0,7 3,3 1,8 0,5 1,8

Norteamérica y Australasia

2,9 1,4 1,4 4,2 1,9 2,2 2,5 1,1 1,5

América Latina

3,3 1,8 1,4 5,2 2,6 2,5 2,9 2,2 0,8

África

3,3 2,1 1,2 4,7 2,9 1,8 2,5 3,1 -0,5

Asia

1,5 1,5 0,1 6,1 2,6 3,5 5,4 2 3,3

FUENTE: Maddison A., "El crecimiento posbélico y la crisis: una visión global", Pensamiento Iberoamericano, nº 18, pp. 13-42.

Como puede observarse en el cuadro señalado, la evidencia apunta a que, al menos en el mundo occidental, la posición dominante de un centro frente a una periferia dependiente no supone, al menos en principio, un incremento de las disparidades. Más bien al contrario, el núcleo central realizó el papel de motor del desarrollo respecto de su periferia más próxima, de manera que, al crecer ésta más rápidamente que el centro, se produjo una tendencia a la convergencia de los niveles de bienestar. Esta consideración se refuerza históricamente si recordamos que la revolución industrial inglesa actuó como centro del crecimiento europeo o que el liderazgo económico de Estados Unidos en la segunda posguerra mundial sentó las bases de la expansión económica mundial. Apareció así un modelo de crecimiento en el que el capital excedentario del centro suplió la escasez de ahorro e inversión de los países adyacentes, al mismo tiempo que el comercio internacional introdujo flexibilidad, eficiencia y competitividad en las economías occidentales.

La sacralización del crecimiento económico

El éxito ostentoso y temprano de este modelo de crecimiento fue el factor fundamental que explicó el traslado del modelo a la periferia del sistema económico mundial. Este modelo, que comenzó a agotarse a fines de los años 60, y que entró en crisis mortal durante los 70, tuvo dos premisas esenciales para su aplicación a los países en vías de desarrollo.

La primera premisa fue esta: un centro desarrollado es motor y no obstáculo para el desarrollo de la periferia4. De acuerdo con dicha premisa, las bajas tasas de ahorro, y por tanto de inversión doméstica, podían ser reemplazadas con capital exterior, produciéndose entonces un «atajo» (short-cut) para el desarrollo, y resultando innecesario repetir las fases de crecimiento histórico habidas en Occidente (revoluciones agrícola e industrial), con el consiguiente ahorro de etapas y de esfuerzos. Por tanto, los obstáculos al desarrollo había que buscarlos en las propias sociedades subdesarrolladas: imperfección del mercado interior, ineficiencia económica, estructuras sociales muy rígidas, corrupción política, parasitismo burocrático, falta de inversión en capital humano, baja productividad y nacionalismo económico. En consecuencia, los peores puntos de partida, fruto de situaciones internas y no de la posición internacional de los países, eran superables mediante una estrategia adecuada dirigida a remover los obstáculos al crecimiento. Una instrumentación correcta de las diversas variables macroeconómicas podía producir el despegue hacia el desarrollo, ya que el capital exterior podía sustituir las bajas tasas internas de formación de capital5.

La segunda premisa del modelo era que el subdesarrollo es un problema exclusivamente de crecimiento económico, siendo el producto interior bruto per cápita el indicador del crecimiento. La conclusión era inevitable: el crecimiento tenía que primar la eficiencia aunque fuera a costa de la equidad en la distribución de los bienes y de los servicios; era preferible un fuerte crecimiento económico con desequilibrios graves a un menor crecimiento con equidad. De este modo, se estimaba que la desigualdad social y económica no era un problema ni un cuello de botella para el crecimiento, sino una situación de partida que se iría corrigiendo de forma natural. Una vez superada la fase de despegue, el crecimiento se filtraría por ósmosis, repercutiendo sus beneficios en las clases más desfavorecidas en un proceso que sería extenso en el tiempo. Había otra consecuencia más, derivada de este modelo: la dualidad ricos-pobres debía dar paso al círculo virtuoso de inversión-consumo- empleo, por lo que una ruptura precipitada de la dualidad podía tener consecuencias económicas adversas. En otras palabras, los intentos redistributivos prematuros constituían una amenaza para el despegue. Sin embargo, como veremos enseguida, esta simplificación de la realidad se mostró desacertada, conduciendo no sólo hacia una sacralización del crecimiento económico, sino incluso a la de las propias políticas dirigidas únicamente a resultados basados en el crecimiento acelerado del producto interior bruto, medido en renta per cápita. Los valores macroeconómicos desplazaban a los microeconómicos.

Pero la realidad no respondió a la teoría. Si bien durante el período 1950-1973 se produjo un crecimiento económico efectivo en los países en vías de desarrollo, es decir, en la periferia del sistema económico mundial, no hubo un proceso de convergencia entre el centro y la periferia; por otra parte, se acrecentaron las desigualdades dentro de las mismas sociedades en desarrollo, porque, aunque el crecimiento fue notable, resultó absorbido en parte por el incremento de la población y en parte por las clases o capas sociales más favorecidas: de esta forma, el problema del desbordamiento demográfico y el de la equidad social quedaron al descubierto. La constatación de todos estos hechos trajo consigo la crisis del modelo liberal de crecimiento económico.

Los posteriores análisis de los hechos señalados pusieron de manifiesto efectos distintos a los previstos, efectos no queridos. La afluencia del campo a la ciudad, forzada por el modelo de crecimiento industrial, contribuyó a aumentar las tasas de desempleo hasta cotas alarmantes; las consecuencias fueron el aumento de la pobreza y de la marginación social. La falta de atención al mundo rural perjudicó a la productividad agraria y no mejoró las condiciones de vida de los habitantes del campo. Otro efecto no previsto fue que las clases favorecidas, en vez de invertir, dedicaron las rentas al consumo de bienes suntuarios. La inversión masiva en educación no produjo tampoco los beneficios esperados porque, aunque se cosecharon algunos éxitos en la alfabetización y en la educación primaria, la secundaria creó una nueva clase de desempleados instruidos y la superior consumió excesivos recursos que no tuvieron impacto visible en el crecimiento económico. Todo ello obligó no sólo a una revisión de los conceptos de crecimiento y desarrollo, sino a una nueva interpretación de las relaciones centro-periferia.

La revisión del concepto de desarrollo

Un primer paso fue someter la experiencia histórica del hemisferio norte a un nuevo examen. Puede decirse a este respecto que, en general, hubo acuerdo en aceptar el limitado valor de esta experiencia, tanto por la dificultad de importar modelos históricamente diacrónicos como, sobre todo, por la existencia de un hecho central: el hemisferio norte no convivió en su momento con otros países más avanzados, como ocurre en el hemisferio sur, lo que distorsiona gravemente las posibilidades de desarrollo de las naciones de este hemisferio (atraso tecnológico, desigualdad comercial, dominación política directa -colonialismo- o indirecta). Por otra parte, hay que destacar que Europa nunca registró tasas de crecimiento demográfico superiores al 2%, aliviando sus problemas de población mediante emigraciones masivas hacia el continente americano. Por último, no puede olvidarse que los países subdesarrollados se concentran en franjas geográficas muy definidas, donde clima y suelo van ligados a una baja productividad.

A finales de los años 60 comienza a cuestionarse la segunda premisa del modelo de crecimiento vigente. Empieza a abrirse paso la idea de que es un error identificar el crecimiento económico con el desarrollo y de que es necesario no sólo conciliar el crecimiento con el desarrollo social, sino también que el crecimiento económico se traduzca en desarrollo social.

Esta nueva corriente de pensamiento rechazó un concepto puramente económico del crecimiento, basado en el nivel de renta, tratando de buscar nuevos indicadores que reflejaran las preocupaciones de estos países sobre el crecimiento y la equidad. Surgieron así nuevos modelos de desarrollo fundados en indicadores sociales diversos6 o en índices de calidad de vida7. El examen de dichos indicadores, aplicado a estos países, mostró que no existe relación clara entre los niveles de renta alcanzados y los de igualdad o calidad de vida. También desde ámbitos internacionales, como por ejemplo la CEPAL, se llegó a la conclusión de que el modelo de crecimiento descrito constituía una amenaza real para el desarrollo social, económico y político de los países en vías de desarrollo. Había llegado la hora de la revisión crítica del pensamiento establecido, el momento propio del desarrollo social.

El concepto de desarrollo social es un concepto que huye de las estrechas concepciones economicistas de los años 50 y 60. En los años 70 el énfasis se va a poner en un crecimiento redistributivo que actúe coordinadamente sobre fenómenos como la pobreza, los bajos niveles de vida, la desigualdad, el desempleo, la educación, la sanidad, la vivienda y el medio ambiente. A su vez, se pretende que esta concepción se libere, en la medida de lo posible, de una sobrecarga cultural de valores exclusivamente occidentales, buscándose aquéllos que por su validez universal fueran compatibles con los comportamientos, actitudes y tradiciones autóctonos de cada país. Tales valores se agrupaban en tres ejes que nucleaban los derechos humanos, económicos y sociales, desglosados del siguiente modo: derecho a las condiciones materiales de vida, de tal modo que el desarrollo satisficiera las necesidades mínimas de alimentación, vivienda, sanidad, educación y seguridad física; derecho a que se respetaran la identidad y la dignidad de los hombres y de los pueblos; derecho a la libertad de elección individual y social, lo que significaba la erradicación de la servidumbre y de la miseria, así como de las instituciones que las mantienen.

La revisión del concepto de desarrollo, alumbrada en los años 70, tuvo como fin no sólo buscar índices alternativos de crecimiento que englobaran los aspectos sociales con los económicos y los políticos, sino la elaboración de un concepto de desarrollo «específico», liberado de experiencias históricas no susceptibles de traslación mimética8. Se volvía ahora a las complejas condiciones del subdesarrollo: sociedades duales, bajas condiciones de vida, desigual acceso a los bienes educativos, crecimiento demográfico acelerado, vulnerabilidad política, dependencia internacional, economías de carácter marcadamente agrícola y escasa productividad, desempleo notorio, etc., etc.9.

El problema de las estrategias

La descolonización de finales de los 50 y comienzos de los 60 creó en las Naciones Unidas una mayoría de países en vías de desarrollo que consiguió introducir en la agenda de esta Organización el problema del subdesarrollo y de la dinámica Norte-Sur en las relaciones económicas y políticas de carácter internacional. Asimismo, consiguió la creación de instituciones y organismos especializados en el desarrollo10 que promovieron concepciones y estrategias alternativas al modelo descrito.

Es ahora cuando comienza a cuestionarse la primera premisa del modelo de crecimiento económico, basándose para ello en las teorías estructuralistas del desarrollo y en la teoría de la dependencia11. De acuerdo con dichas concepciones, el subdesarrollo no es una situación que se corrija mediante su inserción en la economía internacional, sino un proceso en el que el Norte absorbe al Sur como consecuencia de la subordinación de este hemisferio a aquél, es decir, en virtud de la vulnerabilidad política, financiera y comercial de los países subdesarrollados. Desde este enfoque, el desarrollo del Sur no es un problema nacional de política macroeconómica, sino un objetivo imposible de conseguir si no se produce una transformación radical de las relaciones Norte-Sur, lo que conlleva un enfrentamiento entre los países en vías de desarrollo y los desarrollados.

De la confrontación de posiciones descrita surgió la demanda de un Nuevo Orden Económico Internacional (NOEI), promovido por Prebisch desde la Secretaría General de UNCTAD, cuyo objetivo era que la economía mundial se supeditara a las necesidades del desarrollo, poniendo fin a la explotación del Sur por el Norte12. Para lograrlo era preciso aplicar el principio de equidad al comercio mundial, ya que el descenso continuado de los precios de las materias primas del Sur y el proteccionismo del Norte, con el consiguiente deterioro de la relación de intercambio, tendían una trampa al subdesarrollo de la que era imposible escapar. Dado que los países en vías de desarrollo eran productores de materias primas de vital importancia para el Norte, se pensó que formando un cartel de productores se frenaría el deterioro de la relación de intercambio, se forzaría al Norte a realizar una política más redistributiva y se limitaría el poder de las grandes multinacionales.

Los años 70 contemplaron el fracaso de esta nueva estrategia, no sólo porque sus demandas no fueron atendidas por el Norte, sino también porque la división hizo estragos entre sus partidarios. Los países productores de petróleo (OPEP), miembros del Grupo de los 77, formaron efectivamente un cartel e impusieron sus nuevos precios, provocando con ello una grave crisis en Occidente y enormes beneficios para ellos. Pero esta situación afectó más negativamente a los países del Sur no productores de petróleo que al mismo Norte. Por otra parte, la posibilidad de un desarrollo autóctono13, emancipado del Norte, no fue efectiva: sólo sirvió para aplazar las necesarias reformas de las estructuras productivas. Tampoco los intentos de integración económica regional dieron resultado, en parte por basarse esta estrategia en presupuestos de carácter nacionalista. La conclusión es que, en ausencia de una transformación profunda del sistema económico internacional, el estructuralismo no fue capaz de prescribir estrategias válidas para el desarrollo.

La estrategia de sustitución de importaciones y el nacionalismo económico produjeron un efecto no querido: el incremento a largo plazo de las desigualdades económicas. Especialmente en América Latina, la combinación del nacionalismo económico con la afluencia de dinero barato procedente de la OPEP retrasó en los 70 el ajuste de sus economías, conduciendo a la explosión de la deuda en los años 80 (encarecimiento del dinero tras la segunda crisis del petróleo).

El fracaso de las estrategias señaladas -transformación del sistema económico internacional y desarrollo autóctono- trajo en los años 80 el renacimiento del liberalismo económico y su estrategia de reducción del Estado y de la desregulación14. Pero el neoliberalismo parece haber olvidado las lecciones de los años 50 y 60. De nuevo estamos ante políticas económicas que ponen todo el énfasis en el crecimiento económico, aunque sea a costa de la equidad y del incremento de las desigualdades sociales. Los «planes de ajuste», las «terapias de choque», las privatizaciones masivas y la flexibilización de los mercados de trabajo se basan sobre todo en políticas monetarias y de oferta que han desplazado radicalmente a las políticas fiscales y de demanda, sin que se conceda su justo valor al coste social de esas políticas, coste que en América Latina amenaza la estabilidad de la democracia, de por sí frágil en estos países.

Quizás el defecto más grave de esta nueva estrategia de crecimiento económico es que, una vez más, supone un traslado de modelos y experiencias occidentales, olvidando que los países en vías de desarrollo presentan una vulnerabilidad y una dependencia que invalidan la posibilidad de esa traslación. Por poner un ejemplo, la reducción del Estado, con independencia de cómo pueda ser valorada en el Norte, constituye en el Sur una política de peligrosas implicaciones y de graves desequilibrios.

Hacia una integración de estrategias

De manera no muy comprensible, el neoliberalismo ha ignorado o ha entendido de forma incorrecta la experiencia de desarrollo asiática. Como es sabido, mientras que América Latina oscilaba entre políticas nacionalistas y neoliberales, en Asia se abría una nueva vía. Los países de la cuenca del Pacífico -New Industrializing Countries- optaron por una estrategia de crecimiento vinculada al refuerzo del Estado, a la exportación, a la competitividad, a la inversión y, sobre todo, a la estabilidad macroeconómica. Como es evidente, estos países no sólo iniciaron el despegue, sino que registraron un crecimiento equilibrado durante los años 80 y los actuales 90.

Estos países demostraron que es posible un crecimiento económico sostenido y una disminución de las desigualdades sociales. Lo que se ha llamado «crecimiento equitativo»15 no es más que la adopción de una estrategia que combina, de una parte, la fortaleza del Estado con la inserción internacional16, y, de otra, políticas económicas orientadas al crecimiento con otras sociales orientadas hacia la redistribución. Esta situación no era nueva. De hecho, países como España, Portugal, Grecia, Hungría, etc., han sido clasificados dentro de esta nueva categoría. La novedad estriba en que el éxito de los «tigres» asiáticos demuestra que esta estrategia no solo era accesible para la periferia europea, sino también para países en vías de desarrollo considerados «dependientes». En consecuencia, la experiencia de estos países indica que, dadas unas adecuadas estrategias internas adaptadas a la situación de cada país, y dadas unas adecuadas condiciones internacionales -por ejemplo, apertura comercial y crecimiento económico-, el centro puede ser un motor de desarrollo para la periferia.

Por su situación de partida, numerosos países de América Latina estaban en condiciones de emular el fenómeno de crecimiento equitativo. Sin embargo, como resultado de los dogmatismos nacionalistas y liberales de los años 70 y 80, ningún país latinoamericano consiguió en esos años un despegue equilibrado y sostenible. Esta situación ha sido denominada por Fajnzylber como el «síndrome de la casilla vacía»17. Fajnzylber, al analizar la relación entre crecimiento y equidad en América Latina, ha señalado la existencia de tres tipos de países: en primer lugar, los «dinámico-desarticulados», como Brasil, Colombia, Ecuador, Panamá, Paraguay y República Dominicana, esto es, países que han promovido el 73% del producto bruto regional, pero con disparidades agudas; en segundo lugar, los «estancado-articulados», como Argentina y Uruguay, es decir, países con una mayor equidad pero que sólo han producido el 11% de la renta regional; y en tercer lugar, los «estancado-desarticulados», cuya descripción respecto del crecimiento resulta obvia. Ahora bien, la cuarta casilla, la de los países «dinámico-articulados» permanece vacía, a pesar de que en similares condiciones de partida y con niveles análogos de desarrollo, otros países (España, Portugal, Israel, etc.) han conseguido ambos objetivos.

Hacia finales de la década de los 80 parece que, lejos de los extremos del neoliberalismo y del aislamiento, comienza a producirse cierto grado de consenso sobre la necesidad de conciliar la inserción internacional con la construcción de un tejido productivo y social articulado, de tal manera que el crecimiento económico permita atender a las necesidades básicas de la población (alimentación, vivienda, salud, educación, etc.). Como ha sido indicado en esos mismos años, la evidencia disponible sugiere que ni la integración económica mundial ni el aislamiento pueden garantizar el desarrollo económico por sí solos: una sobredependencia y una especialización exportadora crean una vulnerabilidad que puede ser fatal; por otra parte, el aislamiento puede acarrear ineficiencia y despilfarro, lo que impide el crecimiento a largo plazo. Lo importante es la capacidad de adaptación y de transformación, para lo que es necesario un liderazgo político y económico. El papel del Estado resulta aquí incuestionable18.

II. Las complejas relaciones entre educación y desarrollo

La relación entre economía y educación no pasó desapercibida para los autores clásicos. Es conocido que Adam Smith comparó la eficiencia de un hombre instruido con la de una máquina de elevado coste; que Stuart Mill puso de relieve la conexión entre la productividad y la destreza de los trabajadores y que, incluso, Alfred Marshall habló de la semejanza que existe entre un hombre que invierte en un negocio -capital físico- y otro que invierte en la educación de sus hijos. No obstante, todos los autores están de acuerdo en reconocer que la importancia de la educación para el crecimiento económico, sea la que fuere, solo ha sido objeto de estudio sistemático a partir de la segunda mitad de este siglo, especialmente con la aparición de la teoría del capital humano en los años 50.

La teoría del capital humano

En 1957 Solow señaló que el crecimiento económico experimentado por los Estados Unidos a lo largo del período 1900-1949 no podía ser explicado adecuadamente acudiendo sólo a los clásicos factores de producción -tierra, trabajo y capital-, por lo que era necesario considerar que existían otros factores inmateriales a los que se debía atribuir ese progreso económico. Al principio, Solow identificó esos factores con el «progreso técnico», pero más tarde habló del factor «residual», dentro del cual ocuparía un lugar de excepción el capital humano19.

En 1959, otro economista, Odd Aukrust, estudió el crecimiento económico de Noruega entre 1900 y 1955, llegando a la conclusión de que el incremento experimentado no era fruto ni de la tasa de inversión de capital físico ni del factor trabajo, sino que existía otro elemento, la «organización», al que cabía atribuirle el mayor papel20. Estamos, pues, ante un cuarto factor de producción en que es considerable la importancia del componente humano a la hora de determinar el producto final. Obviamente, ese «factor humano» no hacía referencia sin más al aspecto cuantitativo del trabajo, sino que suponía un incremento cualitativo de éste.

En 1961, otro autor, llamado a ejercer una gran influencia en esta materia, Theodore W. Schultz, publicó un trabajo sobre el espectacular crecimiento que los países europeos experimentaron en la segunda posguerra mundial. Aunque el Plan Marshall jugara un papel importante en ellos, la sorprendente y colectiva recuperación económica de la Europa occidental sólo fue posible teniendo en cuenta la riqueza cultural acumulada durante muchos años, que, aunque seriamente dañada por la guerra, no se destruyó totalmente21. A este factor de producción, que hasta ese momento no había sido objeto de excesiva atención para los economistas, llamó Schultz «capital humano», designando con ello a la capacidad productiva del individuo, incrementada por una serie de elementos entre los que destacó a la educación. La educación no se identifica con el capital humano, pero es uno de los medios que más contribuyen a aumentar la capacidad productiva.

Los trabajos de Schultz fueron completados por diversos estudios dirigidos a alcanzar la verificación empírica: se trataba de probar la importancia de la educación para el crecimiento económico. Entre esos trabajos debemos destacar el realizado por Bowman y Anderson22, publicado en 1963, relativo a un conjunto de países en vías de desarrollo, en el que se utilizaron como parámetros referentes los niveles de alfabetización y los de renta. La conclusión a la que llegaron fue que para producir un crecimiento económico sostenido era necesaria la existencia de un primer «umbral de alfabetización», situado entre un 30% y un 40% de la población total. Debe advertirse, no obstante, que Bowman y Anderson señalaron también, en tan temprana fecha, que la alfabetización era una condición necesaria pero no suficiente, es decir, nunca sostuvieron que la alfabetización por sí sola pudiera originar el crecimiento económico23.

Pocos años más tarde apareció otro importante estudio sobre la contribución de la educación al desarrollo, efectuado por Denison en 196724. De los trabajos empíricos realizados sobre Estados Unidos para el período 1950-1962, Denison sacó la conclusión de que la educación, considerada como un insumo, representaba el 15% del crecimiento económico, si bien en un estudio posterior que efectuó para el período 1948-1973 el porcentaje de la educación se redujo a un 11%. Lo importante para Denison era que mientras los insumos tradicionales -trabajo y capital- sólo explicaban el 60% del crecimiento total, el 40% era atribuible a otros elementos inmateriales que constituían en sí un factor residual, al que justamente atribuyó Denison el aumento de la productividad. Dentro de este factor residual incluyó una mejor asignación de los recursos, las economías de escala y lo que el propio autor denominó avances en el conocimiento, es decir, la influencia de la educación no formal, el conocimiento técnico, las mejoras en la organización, elementos todos que se pueden englobar bajo el término común de capital humano. Si tenemos en cuenta que Denison atribuyó a los avances en el conocimiento un porcentaje del 29% sobre el crecimiento global y a la influencia directa de la educación formal un 11%, la importancia del capital humano parece determinante25.

En 1980, Hicks realizó un estudio comparativo sobre una muestra de 75 países en vías de desarrollo para el período 1960-1970, hallando que existía una relación entre un mayor crecimiento, medido en el correspondiente nivel de renta per cápita, y los niveles de alfabetización, nutrición y esperanza de vida. El estudio resultó particularmente relevante respecto de los 12 primeros países que, con una tasa media de crecimiento del 5,7%, realizaron el despegue con un 65% de alfabetización (los demás países contemplados, con una tasa media de crecimiento del 2,4%, partían de unos umbrales de alfabetización del 38%)26. En el mismo año se publicó otro trabajo comparativo de Wheeler en el que, si bien no se encontraba una relación importante entre esperanza de vida, nutrición y crecimiento, sí aparecía una conexión apreciable entre alfabetización y desarrollo27.

Las aportaciones de los economistas empíricos no convencieron a la comunidad académica ni produjeron un consenso científico sobre la relación entre educación y desarrollo. Como sabemos, no se han producido evidencias suficientes sobre la influencia que corresponde a la educación formal y no formal, no se ha podido precisar con exactitud el papel preponderante de la educación primaria frente a la secundaria y a la superior, no se ha dilucidado el pleito de la formación técnica frente a la educación general ni el del conocimiento técnico y científico sobre la formación general y polivalente. Incluso en momentos en que la teoría del capital humano se hallaba en su cenit, hubo autores que indicaron que se trataba de un problema estadístico no tratado adecuadamente, más que de un problema real, de modo que si los insumos y los productos se hubieran medido bien el factor residual se habría reducido mucho o, incluso, habría desaparecido. Por otra parte, trabajos posteriores, como los de Bowman28, vinieron a precisar que la contribución de la educación había sido sensiblemente inferior a la referida por Denison.

Puesta en tela de juicio la aportación de la educación como factor de producción, la investigación se encaminó al examen de aquella desde la perspectiva del mercado laboral. Nos referimos a la teoría del credencialismo, que hizo hincapié no en los efectos cognitivos de la educación, sino en la influencia del sistema educativo sobre el comportamiento de los futuros trabajadores. Así, se puso de relieve que la enseñanza primaria contribuye a inculcar en los alumnos una serie de actitudes necesarias para el trabajo laboral corriente, tales como puntualidad, sentido de la disciplina, docilidad, capacidad para trabajar en equipo, aceptación de la rutina, etc., mientras que la enseñanza superior inculca actitudes necesarias en los puestos de mando, tales como capacidad de liderazgo, sentido de la responsabilidad, autoestima, polivalencia, etc.29. Otra corriente paralela, orientada a investigar cómo la educación hace más productiva la actividad laboral, se desarrolló en el seno de la psicología social. Inkeles y otros autores, basándose en múltiples datos, señalaron la importancia de la educación formal a la hora de transformar las actitudes tradicionales del individuo, facilitando así la aparición del llamado «síndrome de modernidad», necesario para conseguir tasas importantes de desarrollo económico30.

La época dorada de la educación

Con independencia de las polémicas académicas acerca de las relaciones entre educación y desarrollo, lo cierto es que tanto el pensamiento económico y político como las propias organizaciones internacionales, contribuyeron a crear una mística pública acerca de la influencia benéfica de la educación en el desarrollo. Los gobiernos aceptaron sin demasiadas reservas la idea de que el crecimiento económico venía condicionado por la oferta de una mano de obra cualificada, y pensaron que el sistema educativo debía suministrarla inevitablemente y de modo constante, porque así lo exigía el crecimiento. Fue la época de expansión de los sistemas educativos de los años 50 y 60, de la democratización de la educación -escolarización universal de la enseñanza primaria y apertura de la secundaria y de la superior-, y la de los años del planeamiento macroeducativo en el ámbito de la planificación económica general.

Durante esta etapa los países en vías de desarrollo invirtieron masivamente en la educación, convencidos de que la falta de recursos educativos constituía el cuello de botella del crecimiento económico. El sector de la educación se convirtió, en muchos de estos países, en la primera actividad del Estado en términos de gasto público. Más aún, el gasto público en educación creció de manera sostenida durante esas décadas con resultados espectaculares en el porcentaje de alfabetización. Además, se transmitieron valores y creencias necesarios para el desarrollo y, en general, se incrementaron notablemente los niveles de educación.

La revisión del binomio educación y desarrollo

Pero la educación no fue una excepción a la revisión generalizada del pensamiento económico sobre el crecimiento. Desde el campo de la teoría económica, la década de los 80 fue testigo de una durísima crítica a aquellos autores que habían afirmado y defendido la relación entre educación y desarrollo. El escepticismo vino así a contrarrestar el excesivo entusiasmo de algunos gobiernos, la simplicidad de ciertas políticas unilaterales y lo que se llamó la ideología del desarrollo. Ciertamente, veinte años de crecimiento no consiguieron cerrar mucho la brecha de la desigualdad económica entre el Norte y el Sur, ni paliar las desigualdades internas en los países en vías de desarrollo. Pero en realidad lo que los años 80 pusieron de relieve fue la extraordinaria complejidad de las relaciones entre educación y desarrollo.

La complejidad de estas relaciones se refiere tanto a los países desarrollados como a los que tratan de superar el atraso económico en el que se encuentran. En los años 80 fueron varios los autores que pusieron de manifiesto diversas situaciones en las que no podía apreciarse relación alguna entre educación y desarrollo31. Así, se trajo a colación el modelo sueco, que había alcanzado un alto nivel de educación en el siglo XIX en el marco de una economía nacional situada casi en las antípodas del desarrollo, o el modelo histórico inglés, del que se ha dicho que la revolución industrial no necesitó apenas de la educación formal32. Otros casos similares fueron expuestos con persistente reiteración.

Sin embargo, los modelos citados podrían ser sustituidos por otros tanto o más significativos, como por ejemplo el caso alemán, cuya educación primaria, orientada hacia la formación profesional, jugó un considerable papel en el siglo XIX en el crecimiento económico, o el caso japonés, hoy paradigmático, cuyo énfasis en la universalización de la alfabetización tuvo un importante impacto en el crecimiento económico de ese país. Como han señalado Núñez y Tortella, ciertos investigadores han optado por la técnica, más sencilla pero menos fecunda, de acumular información sobre situaciones históricas en las que la relación entre educación y desarrollo puede parecer contradictoria, en vez de aislar las distintas variables que integran este binomio y analizar las complejas relaciones existentes entre ellas33. En realidad, como ya indicara Cipolla en 1969, la complejidad de la relación entre educación y desarrollo no significa que ésta no exista, sino que resulta oscurecida por otros muchos factores, exógenos y endógenos, tales como la riqueza relativa del país, su estructura social, la cualificación de la fuerza laboral, el propio sistema educativo, etc.34.

La educación en el hemisferio Sur

Los países en vías de desarrollo han experimentado en su propia carne la confusión señalada. Así, por ejemplo, los estudios del Banco Mundial indican que, en efecto, la alfabetización está ligada positivamente a la mejora de la productividad agrícola35, pero otros revelan que la educación es una de las causas de la migración hacia las ciudades, cuyo colapso amenaza a un desarrollo social y económico que sólo puede emprenderse desde la transformación del medio rural36.

Lo cierto es que, a pesar de las cuantiosas inversiones realizadas en los sistemas educativos de muchos de estos países, los resultados alcanzados no han respondido a las expectativas, posiblemente porque para ello deberían producirse, al menos, estas dos condiciones:

a) que no existan factores exógenos que anulen los efectos positivos esperados. Los ejemplos podrían multiplicarse al máximo: tanto la malnutrición como las deficientes condiciones de vida tienen un efecto adverso sobre el desarrollo intelectual de las personas; la pobreza suele disuadir de la escolarización cuando la contribución económica de los niños a la subsistencia familiar no es despreciable; las malas condiciones de la vivienda hacen prácticamente inviable el estudio y el aprendizaje.

b) que el gasto en educación sea adecuado y eficiente, porque en definitiva el gasto no es un fin sino un instrumento de las políticas públicas de educación. Una reflexión profunda sobre el gasto público suele faltar a los responsables de las políticas educativas, excesivamente sensibles a una consideración cuantitativa del mismo -tal porcentaje de inversión pública o tal número de maestros suele ser estimado como medida de éxito o de fracaso-, aunque hoy sabemos que, si no median factores de calidad, tales porcentajes, aun siendo importantes, no tienen por qué producir necesariamente los resultados deseados.

¿Qué problemas sustantivos obstaculizan entonces la eficiencia de la educación en estos países? Forojalla ha destacado como tales los siguientes37:

1) la obsolescencia de los currículos: métodos educativos anticuados, caracterizados sobre todo por el aprendizaje pasivo; contenidos orientados casi exclusivamente a la obtención del grado; nula o deficiente evaluación. Añádase a esto la existencia de profesores poco instruidos, desmotivados por la percepción de salarios muy bajos, y, en el otro extremo, universidades modeladas de acuerdo con criterios de excelencia pero al margen del desarrollo social del país;

2) disparidad entre el sistema educativo y el sistema productivo, especialmente por lo que respecta al desarrollo rural. El currículo nacional no puede ser sólo urbano, sino que debe albergar contenidos que vinculen la educación al desarrollo rural;

3) desequilibrio entre educación y empleo. Las crisis económicas, el desbordamiento demográfico y la emigración masiva a las ciudades han debilitado el vínculo entre educación y trabajo, produciendo fenómenos nuevos: aparición de «educados desempleados», «desplazamiento» de graduados -los de nivel superior ocupan los empleos propios de la secundaria y los bachilleres se emplean en trabajos propios de la primaria-, fuga de cerebros debida a que algunas universidades producen un personal altamente cualificado que no puede ser absorbido por el escaso desarrollo tecnológico del país;

4) el problema de la equidad: sin políticas específicas, el sistema educativo tiende a reproducir las desigualdades. De ahí la importancia excepcional de la educación primaria en países donde la escuela cumple múltiples funciones encaminadas a mejorar las condiciones de vida (nutrición, salud, higiene) y a respetar las culturas propias;

5) el problema de la financiación, importante en un marco económico general de endeudamiento, de pérdida general de productividad, disminución en el porcentaje del comercio mundial, etc. Dada esta situación, el financiamiento sólo puede ligarse con políticas de calidad, con políticas que busquen la eficiencia administrativa, docente y curricular.

Algunas proposiciones sobre educación y desarrollo

Aunque son muchos los estudios empíricos que apuntan a ello, no se ha podido verificar ni medir con exactitud la importancia de la educación para el desarrollo económico. Pero hay una cosa cierta: los países que cuentan hoy con alto nivel de renta están dotados de modernos sistemas educativos. Ello no quiere decir que exista una relación de causa-efecto entre la educación y el desarrollo, ni que sólo la inversión en educación produzca el desarrollo económico. Podríamos decir que existe un notable grado de acuerdo en resaltar que, como afirmó la Conferencia Mundial sobre la Educación de 1990, los sistemas educativos son condición indispensable pero no suficiente para alcanzar el desarrollo deseado. En todo caso, parece haber un acuerdo razonable sobre las proposiciones siguientes:

1. La evidencia histórica respalda la opinión de que ninguno de los países altamente industrializados de nuestros días logró un crecimiento económico significativo antes de alcanzar la universalización de la educación primaria38. Más aún, el ejemplo reciente de los nuevos países industrializados de la cuenca del Pacífico revela que iniciaron el despegue cuando habían logrado ya la práctica alfabetización de su población. Lo mismo puede decirse respecto de otros países que han experimentado en los últimos decenios un crecimiento rápido del PNB, como es el caso de España, Portugal, Grecia, Tailandia, etc.

En aquellas sociedades en las que aún no se han alcanzado niveles suficientes de alfabetización, ésta sigue siendo un prerrequisito del crecimiento económico. No haber traspasado el «umbral de alfabetización» constituye un serio obstáculo para el desarrollo. Aunque la relación entre alfabetización y desarrollo es compleja, y aunque no pueden trasplantarse miméticamente experiencias de unos países a otros, la alfabetización universal es necesaria para un proceso de modernización económica y de cambio.

2. Dentro de los procesos de alfabetización hoy ocupa un lugar predominante la educación de la mujer. La existencia del «diferencial sexual», es decir, la diferencia entre las tasas de alfabetización masculina y femenina, constituye un rasgo constante de todos los procesos históricos de alfabetización. En general, la alfabetización masculina ha precedido a la femenina, disminuyendo el diferencial sexual hasta su extinción conforme las tasas de escolarización y de alfabetización se universalizaban. Los estudios empíricos realizados hasta el momento indican que el nivel de renta está relacionado positivamente con los niveles de alfabetización, pero esa relación se vuelve negativa si se toma como referencia el diferencial sexual39. Una tasa de alfabetización femenina baja es un obstáculo para el desarrollo económico.

La educación de la mujer es importante porque en muchas sociedades, si no en todas, su posición es cuasi determinante para la calidad del nivel de vida de la población. Las mujeres alfabetizadas desempeñan un papel relevante en las tasas demográficas de las sociedades en desarrollo: la mujer educada asume el control de su fertilidad y es partidaria de la procreación responsable; la mujer instruida mejora la nutrición, la higiene y la salud familiares; la mujer alfabetizada, en fin, promueve e impulsa la educación de sus hijos. La erradicación del diferencial sexual y la universalidad de la alfabetización abren el camino hacia la modernidad y permiten el cambio de actitudes sociales ante un mundo en permanente evolución.

3. Sólo la educación, formal y no formal, facilita hoy el acceso universal a los llamados códigos de la modernidad, esto es, a los conocimientos y destrezas necesarios no sólo para la integración en la sociedad productiva sino también para participar en la sociedad civil y en la vida pública. Este conjunto de conocimientos y de destrezas no se limita a las reglas básicas del pasado -lectura, escritura y operaciones aritméticas simples-, sino que abarca también el espíritu crítico, la recepción de mensajes de los medios de comunicación y la participación en trabajos de grupo40. La población necesita estar capacitada para manejar los códigos culturales básicos de la modernidad. Para ello es previa la universalización de la educación primaria y la reforma curricular, de manera que se aprendan en la escuela las destrezas fundamentales para desenvolverse en la sociedad. Supone también la instrucción de los adultos en los conocimientos básicos y funcionales del mundo de hoy.

4. La educación ocupará un lugar central en la futura y ya inminente sociedad del conocimiento. La producción y distribución del conocimiento, tanto en la versión formal de la acumulación de capital humano como en el aprendizaje directo dentro de la producción de bienes y servicios, es fundamental para alcanzar un desarrollo sostenido a largo plazo. Como se ha señalado no hace mucho, estamos en una economía en la que el conocimiento ha llegado a ser el principal recurso productor de la riqueza, lo que plantea al sistema educativo nuevos retos y exigencias41. La escuela como mecanismo de educación formal será insustituible porque sólo ella garantizará un aprendizaje organizado, sistemático y programado, si bien la educación formal deberá enseñar para la vida y no para la propia escuela42. La inversión en capital humano será absolutamente necesaria. Los países industrializados de Asia del Pacífico han demostrado que el protagonismo asignado al conocimiento puede producir un nuevo paradigma productivo: países pobres, sin mayores recursos naturales, han dado gran importancia a la educación y la han transformado en una gran ventaja competitiva en relación con otros países43.

5. La acumulación de capital humano admite múltiples aspectos: inversiones en capacitación, nutrición, salud, infraestructura de higiene, educación. Estas inversiones, especialmente las que se hacen en educación, pueden ser complementarias respecto de aquellas otras contempladas por la teoría clásica económica. Pero el énfasis en la educación y en el conocimiento no es solo un servicio social básico, sino uno de los pilares del progreso técnico44. Efectivamente, los últimos estudios empíricos han revelado la existencia de un alto grado de complementariedad entre el cambio tecnológico y el capital humano. Es preciso, pues, un enfoque integrado de las relaciones entre sistema educativo, capacitación e investigación y progreso técnico.

6. El desarrollo económico no conduce de modo natural a la equidad, pero ésta no puede alcanzarse sin un desarrollo sostenido, respetuoso del medio ambiente y del marco político democrático. La concepción de que primero debe ser el desarrollo con sus inevitables desigualdades, y luego la redistribución y la equidad, no ha sido favorecida por la realidad. La evidencia empírica nos ha revelado que no existe ninguna correlación entre desarrollo y distribución adecuada de los bienes y de los servicios. Más aún, en muchas sociedades actuales los efectos del desarrollo han sido la segmentación y la desigualdad.

No sólo en las sociedades subdesarrolladas, aunque sí en muchas de ellas, el modelo a que se aboca de manera natural es el de la sociedad dual: una parte de la población disfruta de los bienes del desarrollo y del empleo estable, mientras que otra, más o menos numerosa según los casos, aparece excluida y marginada. Como se ha indicado expresamente, la generalización de las competencias y de altos niveles de cualificación es el medio indispensable para combatir esta división dual de la sociedad: la inversión en educación aparece como la forma más efectiva a largo plazo de evitar la segmentación y de favorecer la integración social45.

Breve excurso sobre la educación y sus tres niveles clásicos

Como han señalado Bayley y Eicher, la múltiple interacción entre la educación y el cambio tecnológico implica tomar decisiones sobre cuestiones cruciales, entre ellas la de asignar a la población diferentes tipos de habilidades46. Sin entrar en el carácter fundamentalmente político que entraña el diseño de los criterios de asignación, puede decirse que resolver este nudo gordiano supone replantearse las relaciones entre los tres niveles clásicos del sistema educativo y las exigencias del desarrollo.

Como ya hemos indicado, la evidencia histórica respalda la opinión de que no hay desarrollo sostenible sin una alfabetización universal de la población. Aquellos países que se empeñan en desviar el gasto público hacia la enseñanza superior cuando tienen altas tasas de desescolarización, están echando piedras sobre su propio tejado. En las primeras etapas del desarrollo la alfabetización escolar debe ser, sin duda alguna, la primera prioridad47.

La educación terciaria, la creación de un grupo altamente cualificado, debe estar en relación con la capacidad del país para absorber tanto las innovaciones tecnológicas como a los científicos y técnicos que el sistema superior de enseñanza produce. La «sobreinversión» en este nivel de educación puede ser perjudicial para el desarrollo de un país si no está en función de su capacidad tecnológica: la consecuencia no querida puede ser el subempleo de mano de obra altamente especializada o la fuga de cerebros. De ahí que la reforma de la educación secundaria puede ser un camino interesante para aquellos países que, habiendo alcanzado plenamente el logro de la alfabetización, no pueden soportar los gastos de una costosa educación terciaria.

De esta forma, la capacidad competitiva de una nación está relacionada, por una parte, con la combinación adecuada de educación primaria, secundaria y terciaria, y, por otra, con la forma en que estos grados de educación se relacionan con el nivel de desarrollo y con el estado de la tecnología. En cualquier caso, la relación entre la educación, la capacidad y la conexión investigación-desarrollo deviene un «triángulo necesario» que tiene que ser objeto de un enfoque integrado, de modo que se incluyan en él todos los aspectos involucrados en el binomio educación y desarrollo.

III. Hacia un enfoque global de la educación

A la hora de concretar algunas conclusiones, resulta necesario hacer hincapié en un análisis que contextualice la educación dentro del mundo complejo del desarrollo, lo que nos conduce a realzar aquí dos consideraciones ya reseñadas. En primer lugar, la complejidad de la relación entre educación y desarrollo no significa que esta no exista, sino que, lejos de ser abstracta, se encuentra condicionada por otros factores que deben ser tenidos muy en cuenta. Sería preciso no olvidar que factores exógenos a la educación pueden anular sus buenos efectos y que, en consecuencia, hay que dar un tratamiento adecuado a dichos factores (inestabilidad política, mal gobierno, desnutrición, malas condiciones de vida, economía de subsistencia, etc). Asimismo, no debe olvidarse que no todo gasto público en educación, por el hecho de producirse, origina efectos multiplicadores (puede haber una sobreestimación de la educación técnica y superior, una deficiente formación del profesorado, una insuficiente atención a la educación rural, credencialismo, etc., que lo impidan).

En segundo lugar, la educación necesita cada vez más un enfoque global: económico, pero no economicista; social, con incorporación de nuevos índices de desarrollo; político, pero de Estado.

El enfoque económico de la educación significa que hay que atenerse a los imperativos de la realidad, testaruda y tenaz, que nos indica una y otra vez la relación ineludible entre el sistema educativo y el productivo, la importancia de la educación para un desarrollo sostenido y, a contrario sensu, los efectos negativos de una política económica que descuida la atención a la educación. El enfoque económico supone también el rechazo de una concepción idealista de la educación que se niegue a aceptar la propia realidad. No obstante, dicho enfoque no equivale a contemplar la economía de la educación como un todo autónomo al que hay que sacrificar, cual nuevo Moloc, toda otra consideración, sino que forma parte de la realidad integral del hombre y de la sociedad.

La estimación de la educación desde una perspectiva económica tampoco puede echar al olvido la concepción de la educación como un derecho social, la importancia que ha tenido y que tiene para la ciudadanía política y el papel que juega y que debe jugar en un desarrollo con equidad. Como es sabido, la aparición de los derechos sociales en el siglo XX supuso una transformación de la concepción política del hombre y un reconocimiento de su especificidad y de su individualidad. En el ámbito de la educación la concepción de los derechos sociales implicó la democratización de la enseñanza, es decir, el fortalecimiento y la universalización de la enseñanza básica, la apertura de la educación secundaria a la población escolar y la instauración de una política de puertas abiertas para la enseñanza superior. A veces parece olvidarse que estos logros, tan recientes por otra parte, son conquistas sociales, producto del esfuerzo y del sacrificio de varias generaciones, y en ningún caso fruto espontáneo del mercado. Son, como se sabe, obra de la acción continuada de los poderes públicos.

Hablar de una concepción política de la educación no supone, como creen algunos, introducir la política en la escuela, sino la consideración de la educación como una institución pública. Aunque hoy los estudios empíricos no han avalado totalmente el énfasis puesto en la educación como instrumento de los poderes públicos, subsiste el valor de la educación como instrumento de socialización cívica y, sobre todo, de integración y cohesión nacionales. Por ello, aunque en el pasado la educación fue centro de múltiples luchas políticas, parece llegada la hora de que la conciencia civilizada de la humanidad coloque a la educación por encima de toda consideración partidista o de facción. Como han señalado recientemente los Ministros de Educación iberoamericanos en la Declaración de Buenos Aires, «las transformaciones educativas deben ser política de Estado, ejecutadas a largo plazo, por encima de las coyunturas y con la mayor participación de todos los sectores políticos y sociales. Deben implicar metas nacionales de manera que su continuidad programática y financiera esté garantizada. Deben procurar acuerdos y consensos que den base de sustentación a los cambios que se realicen»48. Ello supone replantearse el papel del Estado.

Es cierto que hoy día los inmensos retos que enfrenta la educación sólo podrán asumirse si intervienen en este complejo proceso todos los actores sociales, esto es, la familia, las comunidades locales, los grupos organizados, los medios de comunicación, los partidos políticos. Pero el Estado sigue siendo el garante de todo este proceso y sigue teniendo un papel que cumplir, papel que no es sustitutivo del de los actores sociales, sino concurrente.

En efecto, el Estado sigue teniendo un papel importante de arbitraje y de conciliación de intereses. Lejos de reducir el papel del Estado lo que la situación reclama es un cambio de roles: no es su papel el de un agente económico nacionalista sino el de líder de un proceso de transformación productiva con equidad, el proveedor de unos bienes públicos fundamentales para un desarrollo económico y social sostenible. En el plano económico, el Estado debe remover los obstáculos al desarrollo y fomentar selectivamente la construcción de un tejido industrial flexible y competitivo, sin olvidar por ello su necesaria intervención en la política económica. En el plano social, el Estado debe atender a objetivos de redistribución de bienes y servicios, materiales e inmateriales, a afianzar las bases del crecimiento mediante las políticas sociales (fiscales, sanitarias, laborales, educativas, etc.), y, especialmente, a velar porque la educación no refuerce las desigualdades iniciales, buscando la equidad social: es la función compensadora del Estado. En el plano político, debe favorecer la creación de lazos de ciudadanía política, promover el conocimiento y la afección al sistema democrático, y estimular la integración de los ciudadanos dentro de la comunidad nacional: su palanca más precisa sigue siendo la socialización, que se efectúa por medio de las instituciones educativas y culturales.

Notas

(1) Este trabajo es el resultado de la reelaboración y ampliación del documento que, encargado por la OEI para concretar el estado de la cuestión, se presentó a la V Conferencia Iberoamericana de Educación, celebrada en Buenos Aires en el mes de septiembre de 1995.

(2) Bailey, Th. y Eicher, Th., «Educación, cambio tecnológico y crecimiento económico», La educación. Revista interamericana de desarrollo educativo, nº 119, III, 1994, pp. 461-479.

(3) Utilizamos el término crecimiento como sinónimo de incremento del nivel de renta, la palabra industrialización como aumento de la participación del sector industrial en la renta nacional y la voz desarrollo como crecimiento sostenido de la renta unido a un cambio estructural.

(4) Los principales autores de la idea de la convergencia progresiva entre centro y periferia fueron Pearson y Rostow. Véase Gilpin, R., The Political Economy of International Relations, Princeton, Princeton University Press, 1987.

(5) Véase la obra clásica de Lewis, A., Teoría del Desarrollo Económico, México, Fondo de Cultura Económica, 1958 (la obra original, The Theory of Economic Growth, es de 1955). Véase también el libro no menos clásico de Rostow, W., The Stages of Economic Growth, London, Cambridge University Press, 1960 (hay traducción española, Las etapas del crecimiento económico: un manifiesto no comunista, México, Fondo de Cultura Económica, 1973).

(6) La UNISDRI -United Nations Research Institute on Social Development- definió dieciséis indicadores del desarrollo, entre los que incluyó aspectos como la esperanza de vida, el consumo de proteínas, las tasas de escolarización, las condiciones de la vivienda, el acceso a luz eléctrica, agua y gas, así como a la productividad agraria. Véase Todaro, M. P., Economic Development in the Third World, New York, Longman, 1985 (hay traducción española, El desarrollo económico del Tercer Mundo, Madrid, Alianza Universidad, 1988).

(7) Por ejemplo el ICFV -Índice de Calidad Física de Vida- que califica a los países según la posición relativa que ocupan en atención a tres variables: esperanza de vida, mortalidad infantil y grado de alfabetización. Véase Todaro, op. cit.

(8) Se trata de tener en cuenta la propia situación de estos países, que va desde el subdesarrollo hasta la marginación, pasando por la realidad del desarrollo dependiente. Véase Gilpin, op. cit., pp. 288-290.

(9) Véase Todaro, op. cit., pp. 85-88.

(10) Por ejemplo, las comisiones económicas regionales como CEPA, CEPALO, CEPE o CEPAL, y nuevas agencias especializadas como UNCTAD.

(11) Véase la obra de Krasner, Structural Conflict: The Third World Against Global Liberalism, Berkeley, University of California Press, 1985.

(12) Esta nueva demanda, que tendría su base en la Asamblea de la UNCTAD de 1964, sería asumida en 1970 por el Grupo de los 77 de la ONU. Véase al respecto el libro de Ramón Tamames, Estructura Económica Internacional , Madrid, Alianza, 1988, pp. 181-184.

(13) Se argumentaba, concretamente en el caso de América Latina, que los mayores períodos de crecimiento se habían dado en épocas de segregación respecto de la situación económica del Norte (gran depresión del 29 y segunda guerra mundial), sobre la base de una «industrialización sustitutiva de importaciones» (ISI).

(14) Para una crítica frontal, véase Martín Seco, J. F., La farsa neoliberal. Refutación de los liberales que se creen libertarios, Madrid, Temas de hoy, 1995, passim. Desde la perspectiva de América Latina, véase Castañeda, J. G., La utopía desarmada, Barcelona, Ariel, 1995, especialmente los capítulos XIII y XIV.

(15) Growth with Equity Industrializing Countries (GEIC’s).

(16) Fundamentalmente mediante un círculo virtuoso de exportaciones, de inversión extranjera, de incrementos constantes de productividad, de flexibilidad y de proteccionismo selectivo.

(17) Fajnzylber, F., «Las Economías Neoindustriales en el Sistema Centro-Periferia de los Ochenta», Pensamiento Iberoamericano, nº 11, pp. 125-129.

(18) Gilpin, op., cit., p. 290.

(19) Solow, R. M., «Technical Change and the Aggregate Production Function», Review of Economics and Statistics , v. XXXIX, 3, 1957.

(20) Partiendo de una tasa de crecimiento medio del 3,39% anual, Aukrust asignó un 0,46% al capital físico, un 1,12% al trabajo y un 1,81% a la «organización». Véase Aukrust, O., «Investment and Economic Growth», Productivity Measurement Review , 1959.

(21) Schultz, Th. W., «Education and Economic Growth», en Henry N. (ed.), Social Forces Influencing American Education , Chicago, 1961.

(22) Bowman M. J. y Anderson, C. A., «Concerning the Role of Education in Development», en Geertz, C. (comp.), Old Societies and New States , Glencoe, The Free Press, 1963.

(23) Casi veinte años después, en 1982, Sandberg llegaría a la misma conclusión. La diferencia con Bowman y Anderson radica en que Sandberg estudió las relaciones entre educación y desarrollo en unos cuantos países europeos desde 1850 a 1970. Véase Sandberg, L. G., «Ignorance, Poverty and Economic Backwardness in the Early Stages of European Industrialization: Variations on Alexander Gerschenkron’s Grand Theme», Journal of European Economic History, 11, 1982 (hay traducción española en Núñez C. E. y Tortella G. (eds.), La Maldición Divina. Ignorancia y Atraso Económico en Perspectiva Histórica, Madrid, Alianza Universidad, 1993, pp. 61-88).

(24) Denison, E. F., Why Growth Rates Differ: Post-War Experience in Nine Western Countries, Washington, D. C., The Brookings Institution, 1967. Véase también su obra Accounting for Slower Economic Growth: The United States in the 1970s, Washington, D. C., The Brookings Institution, 1979.

(25) Una exposición estrictamente económica de los diversos enfoques sobre las relaciones entre la educación, el capital humano y el crecimiento económico puede hallarse en Vaizey, J., Economía Política de la Educación, Madrid, Santillana, 1976, capítulos II y III (la versión original, The Political Economy of Education, es de 1972).

(26) Hicks, N., «Is There a Trade-off between Growth and Basic Needs?», Finance and Development, 17 (2), 1980.

(27) En este trabajo se revelaba también una relación importante entre alfabetización y baja fertilidad, preanunciando uno de los grandes temas de la década de los 90: el de la relación entre la educación de la mujer y el descenso de las tasas de la natalidad, mejora de la nutrición e impulso a la enseñanza primaria. Véase Wheeler, D., Human Resource, Development and Economic Growth in Developing Countries: A Simultaneous Model , Washington, D. C., World Bank, 1980.

(28) Bowman, M. J., «Education and Economic Growth: an Overview», en King, T. (comp.), Education and Income: A Background Study for World Development Report, 1980, Washington, D. C., World Bank, 1980.

(29) Blaug, M., «Where Are We Now in the Economics of Education?», Economics of Education Review, 4, 1985.

(30) Inkeles, A. y Holsinger, D. B. (comps.), Education and Individual Modernity in Developing Countries, Leiden, Brill, 1974.

(31) Graff, H., The Legacies of Literacy, Bloomington, Indiana University Press, 1987.

(32) No entramos ahora en la polémica, que todavía subsiste, sobre si la revolución industrial se inició en Inglaterra porque, como ha señalado Nicholas, tenía unos niveles relativamente elevados de alfabetización, o si, como ha indicado Hobsbawm, la primera industrialización inglesa no exigió grandes conocimientos académicos, bastando las destrezas técnicas adquiridas en el propio espacio fabril, tesis muy en la dirección de la teoría moderna de aprender-haciendo (learning by doing), pero que olvida que la educación básica también influye sobre la efectividad del aprender-haciendo.

(33) Tortella, G. y Núñez, C. E., «Educación, capital humano y desarrollo: una perspectiva histórica», en Núñez, C. E. y Tortella, G. (eds.), La Maldición Divina..., op. cit.

(34) Cipolla, C., Literacy and Economic Development in the West, Baltimore, Penguin Books, 1969 (hay traducción española: Educación y desarrollo en Occidente , Barcelona, Ariel, 1970).

(35) World Bank, World Development Report 1900, Washington, D. C., 1990.

(36) Todaro, M.P., op. cit.

(37) Forojalla, S. B., Educational Planning and Development, London, Macmillan Press, 1993. Obsérvese que, aunque los problemas subrayados son propios de estos países, varios de ellos afectan también, en mayor o menor grado, a los países desarrollados.

(38) Peasle, A., «Elementary Education as a Pre-requisite for Economic Growth», American Economic Review, vol. 75, nª 5, 1985. Citado en Hallak, J., Invertir en el Futuro. Definir las Prioridades Educacionales en el Mundo en Desarrollo , Madrid-París, Tecnos-UNESCO, 1991, p. 57.

(39) Un estudio empírico del diferencial sexual aplicado a España puede hallarse en el documentado trabajo de Núñez, C., E., La Fuente de la Riqueza. Educación y Desarrollo Económico en la España Contemporánea , Madrid, Alianza Universidad, 1992, especialmente pp. 174-189.

(40) CEPAL, Educación y Conocimiento: Eje de la Transformación Productiva con Equidad, Santiago de Chile, 1992, pp. 157-169.

(41) Drucker, P. F., Las Nuevas Realidades: en el Estado y la Política, en la Economía y los Negocios, en la Sociedad y en la Imagen del Mundo, Buenos Aires, Sudamericana, 1990.

(42) CEPAL, op. cit., pp. 104-106.

(43) Naisbitt J. y Aburdene P., Megatendencias 2000, Bogotá, Norma, 1990.

(44) CEPAL, Equidad y Transformación Productiva con Equidad: un Enfoque Integrado, Santiago de Chile, 1992.

(45) Gorz, A., Métamorphose du Travail, Paris, Galilée, 1988.

(46) Bayley Th. y Eicher, Th., op. cit., a quienes seguimos en este punto.

(47) España fue un clásico ejemplo negativo en el pasado. Como ha demostrado Clara E. Núñez en su obra ya citada, La riqueza de las naciones, la sobreestimación en el siglo XIX de las enseñanzas secundaria y terciaria, en detrimento de la primaria, fue una de las causas importantes del retraso económico español y de su incorporación tardía a la revolución industrial.

(48) V Conferencia Iberoamericana de Educación, Declaración de Buenos Aires, Argentina, Organización de Estados Iberoamericanos para la Educación, la Ciencia y la Cultura (OEI), 1995, pp. 2-3.

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