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Revista Iberoamericana de Educación
Número 10 - Evaluación de la Calidad de la Educación

Evaluación de la calidad de la Educación

OEI

(*) Este trabajo fue elaborado por Alejandro Tiana y Horacio Santángelo, con la colaboración de Francesc Pedró, para ser presentado como documento base en la VII Reunión Ordinaria de la Asamblea General de la OEI, celebrada en Buenos Aires del 26 al 28 de octubre de 1994.

Las políticas suelen y deben ser, en democracia, objeto de juicios por parte de la ciudadanía. La política educativa lo es de modo muy especial por diversas razones: su carácter prácticamente universal, su relación con el mundo de los valores, aspiraciones y expectativas, el hecho de tratarse de un proyecto colectivo, etc. Pero es importante que estos juicios se basen en evaluaciones lo más objetivas posibles.

Una evaluación es, en cierto modo, un juicio hecho sobre un dato o conjunto de datos con referencia a determinados valores de referencia. La evaluación de la educación, si se postula como un elemento útil para la política y la administración de la educación, no puede apoyarse en prejuicios o posiciones ideológicas, sino que precisa de la existencia de un análisis científico de la realidad que se enjuicia a la luz de valores explícitos de referencia. Si la evaluación implica juicio, éste debe resultar de observaciones concretas basadas en normas o valores lo más objetivos posibles. Dicho de otro modo, la evaluación puede considerarse como la apreciación sistemática, sobre la base de métodos científicos, de la eficacia y de los efectos reales, previstos o no, buscados o no, de las políticas educativas y del sistema educativo, tanto desde la perspectiva de un microenfoque -centrado en el aula o en el centro- como de un macroenfoque -centrado en los distintos niveles y modalidades y, también, en su conjunto-. Éste es el sentido que en el presente documento se atribuye a la evaluación de la educación.

1. Génesis y expansión del concepto de evaluación de los sistemas educativos

En términos generales, la necesidad de proceder a una evaluación objetiva de los sistemas educativos es un fenómeno relativamente reciente. De hecho, corre en paralelo a la consideración de la educación escolar como algo que concierne no sólo al docente y al alumno, sino que tiene importantes implicaciones sobre cuanto acontece fuera del recinto escolar. Es a lo largo del siglo XIX cuando el progresivo proceso de conversión de la pedagogía en una ciencia, junto a los avances en el terreno de la psicometría, se traducen en la posibilidad de exámenes concebidos, administrados y sancionados por agentes distintos al docente, por los científicos e investigadores de la educación.

Pero las relaciones entre estos avances y la administración educativa eran por aquel entonces todavía inexistentes, aunque pueda citarse el precedente de la Inglaterra de finales del XIX donde se instauró un sistema de retribución a los maestros que tenía en cuenta los resultados alcanzados por sus alumnos. A principios de siglo aparecieron las primeras tentativas de indicadores relacionados con los gastos escolares, las tasas de abandono o de promoción, etc., junto a los primeros tests estandarizados de concepción psicométrica. No es hasta los años treinta cuando surgen, en los Estados Unidos, de la mano de la Carnegie Corporation y de los primeros institutos universitarios de investigación educativa, las primeras aproximaciones alternativas al estudio de las diferencias entre los objetivos escolares y los logros alcanzados. Pero será veinte años más tarde cuando la teoría del capital humano ofrecerá a la enseñanza un importante instrumento para la planificación educativa. Y desde su seno surgirán tres líneas paralelas de investigación en materia de evaluación de resultados: con respecto a las necesidades de mano de obra, a las tasas de rendimiento social y a la demanda social. En el tiempo, se produce una coincidencia entre estas líneas y los movimientos de reforma educativa que insisten en dotarse de mecanismos de evaluación que prueben su bondad y mejora con respecto a los métodos tradicionales. El énfasis en la objetivación y la cuantificación no tardó en ser contestado en la década de los años setenta por medio de una reacción en pro de la evaluación cualitativa.

Los ochenta verán, pues, florecer un gran número de aproximaciones, contrapuestas algunas y complementarias otras, a la evaluación de la educación. En última instancia, la necesidad de una renovación de la concepción y prestación del servicio público de la educación, en el contexto de la crisis del Estado de bienestar, conducirá en los noventa a un renacer de los métodos cuantitativos de evaluación de la educación, en sintonía con nuevas fórmulas de gestión y evaluación de las políticas públicas.

Actualmente, tanto en Europa como en América, los planes y las instituciones dedicados por entero a la evaluación de la calidad de la educación a escala nacional son una realidad que ha cobrado vida en muy poco tiempo. Este tipo de actuaciones se inicia con fuerza, en un primer momento, en aquellos países que cuentan con una administración educativa tradicionalmente descentralizada. En estos casos -sirvan de ejemplo los Estados Unidos e Inglaterra y Gales-, las autoridades centrales pueden ver en los mecanismos de evaluación un procedimiento para recuperar o detentar el control de la información. Por otra parte, en los países de estructura administrativa tradicionalmente centralizada -como Francia-, o que se hallan sumidos en procesos de descentralización -con destino a las regiones, como en España, o a los propios centros escolares, como en los Países Bajos-, los organismos y planes de evaluación cobran vigor como mecanismos que posibilitan un seguimiento de las políticas educativas -y particularmente de las reformas- mucho más detallado, significativo y útil a los efectos de coordinación y toma de decisiones.

La influencia que en estos desarrollos han tenido las iniciativas internacionales, y muy especialmente de la IEA (Asociación Internacional para la Evaluación de la Enseñanza, desde 1962) ha sido muy importante, sobre todo cuando la publicación de algunos resultados, a finales de los años ochenta, puso de manifiesto que países que han ido ganando terreno en términos de competitividad económica internacional a las grandes potencias, también han mejorado sensiblemente su posición en el terreno de los resultados académicos, casi hasta extremos insospechados. Muy particularmente, los Estados Unidos se han visto afectados por una crisis de la imagen pública de la educación que se ha nutrido considerablemente de la posición académica relativamente débil que los escolares estadounidenses parecen mostrar comparativamente con respecto a los japoneses y a los alemanes, rivales también en el terreno económico. No estará de más recordar aquí que uno de los grandes textos que urgieron la necesidad de un escrutinio constante de los resultados académicos en los Estados Unidos a principios de los ochenta se tituló, precisamente, Una nación en peligro. Organismos internacionales como la OCDE y la Unesco han invertido en los últimos años grandes esfuerzos en la definición de sistemas de indicadores internacionales de la educación, con el convencimiento de contribuir así a mejorar el conocimiento que los políticos y administradores de la educación tienen de sus propios sistemas con respecto a otros que pueden tomar como comparables y, por consiguiente, como referentes.

En América Latina, la diversidad y multiplicidad de experiencias es una constante desde los años ochenta. Bastará recordar aquí desde las evaluaciones de programas específicos, como las realizadas en México en 1978 (Cursos Comunitarios), en Colombia en 1979 (ICOLPE) o en Perú en 1984 (PRONEI), hasta campañas de evaluación de logros y rendimientos escolares de amplio alcance como en Chile desde 1982 (PER y SIMCE) o en Argentina desde 1993. Estas últimas campañas tienden, cada vez más, a convertirse en un rasgo permanente de la labor que se espera lleven a cabo las administraciones educativas.

2. La evaluación de sistemas educativos en su contexto

El reciente énfasis en la evaluación de la calidad de la educación aparece en un contexto muy preciso en el que coinciden, al menos, tres tipos de tendencias:

Crisis económica

Los efectos más directos de la crisis económica sobre los sistemas educativos se refieren, por supuesto, a la reducción del gasto público. Pero hay otros efectos indirectos, no tan obvios, que tienen que ver con la manera como ese gasto se lleva a cabo. Por un lado, en una época de crisis económica no sólo se reduce la inversión pública, sino que se hace más necesario establecer prioridades. Desde la perspectiva actual, la época de las grandes inversiones en educación, en capital y recursos humanos, veinte y treinta años atrás, parece haber dejado la impresión de que el sistema educativo es un pozo sin fondo, que nunca puede llenarse y donde nunca hay suficiente para contentar demandas, cuantitativas y cualitativas, siempre crecientes.

En el seno de cada país, el gasto público en educación tiene que competir con otras posibles inversiones cuyos resultados aparentan estar mucho más al alcance de la mano, son mucho más visibles y, en última instancia, rentables a corto plazo. En los últimos años la educación ha dejado de ser la prioridad fundamental frente a otras preocupaciones como el desempleo, la ocupación de los jóvenes, la protección social y la recuperación económica.

Paradójicamente, en un contexto de crisis, las demandas educativas aún crecen más, siguiendo su propia lógica de escalada. Los Estados, en semejante situación, se ven sobrecargados de necesidades a las que deben dar salida, en una coyuntura económica que no permite hacerlo con todas por igual. La solución consistirá en establecer prioridades para el gasto público. Estas prioridades pueden fijarse en función de diferentes criterios. Uno de los posibles es la rentabilidad. El sector educativo puede ofrecer rentabilidad tan sólo a largo plazo, lo cual le hace poco atractivo a quien desea ante todo resultados a corto plazo.

Por consiguiente, los efectos de la crisis económica coyuntural son mucho más importantes que una simple reducción monetaria o porcentual, ya que dan lugar a una nueva concepción de la prestación de los servicios públicos: una prestación basada en los principios de la rendición de cuentas, la auditoría y la evaluación de resultados que, por otra parte, vienen a ejercer de contrapeso a una tendencia no menos comprensible hacia la descentralización de la administración educativa y hacia la autonomía -curricular, económica, de gestión- de los centros educativos. En suma, se trata de conferir autonomía para producir un servicio público de mayor calidad, más eficaz y eficiente respecto de las demandas regionales o locales y más económico; a cambio, deben aceptarse las reglas impuestas por los necesarios mecanismos de evaluación. Autonomía y descentralización sí, pero con control de resultados.

Evaluación y rendición de cuentas

La rendición de cuentas pretende destacar que es necesario controlar y evaluar, externamente a la escuela, el rendimiento y el logro de los alumnos, de los docentes, de los centros y del sistema en su conjunto. Se trata de conseguir que éste rinda cuentas, como empresa pública que es, a la ciudadanía en general y a sus representantes, del mismo modo que lo hacen las restantes empresas públicas. De este modo se pretende conseguir un mejor conocimiento y uso de las condiciones óptimas que han de permitir lograr las finalidades y los objetivos sobre los que existe un acuerdo público.

Aunque la rendición de cuentas encuentra un eco generalmente favorable, como lo atestigua el creciente énfasis en la evaluación, no faltan críticas. Así, para algunos es la expresión de la ruptura del consenso acerca de qué es lo que la educación debe aportar al individuo, a la comunidad y al país. Otros ven en ella la mera trasposición de unas actitudes y prácticas propias del mundo de la empresa, de la ingeniería y de la ciencia al aula, en una especie de reduccionismo.

Sea como sea, la rendición de cuentas no sólo tiene que ver con la mejora del servicio público de la educación, sino que es un nuevo paradigma de aplicación en los restantes sectores de la actividad pública y social que desarrolla el Estado. En parte, el debate sobre ella tiene que ver con la administración y distribución de los recursos humanos, económicos y materiales, tareas que se han convertido en cotidianas y primordiales en los Estados modernos. Y, en esta medida, la rendición de cuentas apunta a la naturaleza de la responsabilidad que se supone incumbe a quienes gestionan esa administración. Por consiguiente, se trata de algo mucho más amplio y complejo que el simple examen de los procesos y los productos educativos, pues cuestiona, en última instancia, quién debe determinar sobre qué debe rendirse cuentas, de qué modo, quién debe hacerlo y ante quién.

En este contexto, bien podría afirmarse que la evaluación no es sino una forma distinta y nueva de hacer política y, más concretamente, de explicar las políticas por medio de los logros alcanzados o, eventualmente, fallidos. No es extraño, pues, que la gran obsesión con que se abre la década de los noventa sea, sin duda alguna, la de la eficacia y, por ende, la del énfasis en la evaluación de los sistemas educativos.

En realidad, esto puede no parecer nuevo, puesto que ahí están los servicios de inspección escolar: todos los sistemas educativos cuentan con organismos y cuerpos administrativos destinados a controlar el funcionamiento de los mismos y a poner remedio a sus eventuales disfunciones. Este es el papel tradicionalmente asignado a los servicios de inspección, presentes bajo una u otra forma en la práctica totalidad de los sistemas educativos. Pero lo cierto es que las nuevas estrategias de evaluación aparecen bajo el paradigma de la rendición de cuentas y conllevan la creación de instituciones ad hoc a las que se quiere imprimir un nuevo estilo de gestión.

3. Modelos e instrumentos

En términos generales se parte de que la legislación en vigor prevé un mecanismo específico de evaluación, ya sea de los resultados globales del sistema de enseñanza, ya sea de cada nivel concreto. Así, las estrategias de evaluación no sólo tienen por objeto la regulación y el desarrollo del sistema -tareas tradicionalmente desempeñadas por la inspección-, sino, por encima de todo, permitir la rendición de cuentas por parte de las instituciones docentes y de los niveles de la administración responsables de la puesta en práctica de las políticas diseñadas. Y, no en menor medida, verificar que los contenidos y los objetivos de la educación responden a las necesidades, intereses y capacidades de los alumnos. Para ello es necesario que los insumos (la especificación de los objetivos y el contenido de la enseñanza) puedan ser adaptados, cambiados y variados en función de los productos (resultados logrados por los alumnos) y viceversa. Para conseguirlo es preciso reforzar las unidades responsables de la evaluación o bien crear otras de nuevo cuño, no tan sólo en el nivel central sino también a escala regional o local.

Por otra parte, tanto la legislación como la presión de los parlamentos insisten en la necesidad de que los poderes públicos, en diversos ámbitos, publiquen regularmente informes de situación sobre el estado de la enseñanza basándose en el conjunto de informaciones disponibles, ya se trate de los datos más asépticos de la investigación-evaluación o de los sondeos públicos de opinión, como de los datos más matizados procedentes de la inspección, de la investigación-acción o de los resultados de los proyectos de centro.

En general, los procedimientos adoptados dependen del modelo de administración del sistema educativo. Allí donde existe una tradición de gestión centralizada, las instituciones educativas y las autoridades locales y regionales tienen cada vez mayor responsabilidad en el terreno de la evaluación. Se procura ampliar la gama de métodos de evaluación y, en la medida de lo posible, convertir la evaluación en un proceso activamente participado por todos los actores. Por el contrario, allí donde se emprenden procesos de descentralización en profundidad o bien allí donde han predominado tradicionalmente las estructuras descentralizadas, se intenta reinvestir de poder los proverbialmente mermados órganos centrales. De este modo pasan a disponer de un nuevo instrumento con el que supervisar las diferencias interterritoriales y corregirlas mediante políticas compensatorias que garanticen la equidad.

Modelos

Generalmente se suelen considerar cuatro modelos distintos de evaluación que, a decir verdad, se corresponden con cuatro posibles funciones. Estos cuatro modelos no se encuentran reflejados en estado puro en ningún país. Se presentan aquí, por tanto, a efectos ilustrativos. Son los siguientes:

a) Modelo descriptivo. El objetivo final es realizar un inventario de los efectos de una política educativa dada. El ejemplo más notorio es el inventario de los logros y rendimientos académicos de un nivel educativo. Idealmente, se trata de confeccionar una lista en la que se contabilizan los efectos o las variaciones entre un estado t y un estado t+n. Se busca exhaustividad -registrando cualquier variación- y neutralidad. Se trata de informar: generar los datos y exponerlos, sin entrar en análisis.

b) Modelo analítico. Consiste no sólo en registrar los resultados, sino en explicar por qué un objetivo o meta dados no se han alcanzado. Aquí se privilegian uno o varios parámetros que corresponden a las prioridades de la política educativa en curso, olvidando o relegando a un segundo término los demás efectos que aquélla hubiera podido crear en otros parámetros. Se trata de descubrir la distancia que separa los objetivos formulados de los alcanzados finalmente y de explicarla por medio del recurso a las condiciones que han presidido la ejecución de esa política educativa. Se efectúa un diagnóstico y se explican las diferencias, atribuibles a fallos en el proceso de puesta en práctica de la política.

c) Modelo normativo. A diferencia de los dos anteriores, en este modelo los evaluadores sustituyen los valores de referencia de quienes diseñaron la política educativa, cuyos efectos se examinan por otros distintos. La sustitución puede ser debida a que los objetivos iniciales no eran claros y unívocos, a que no se comparten con los decisores o a que se asume abiertamente una política distinta. En este caso, la evaluación no es útil a los políticos sino puramente a los evaluadores. El resultado será la propuesta de una política educativa distinta.

d) Modelo experimental. Bajo este modelo se trata de descubrir si existen relaciones estables de causalidad entre el contenido de una política educativa determinada y un conjunto dado de fenómenos de índole educativa que se dan en el terreno. Si la autoridad pública decide que un programa escolar comprenda un cierto tipo de matemáticas, por ejemplo, sus consecuencias determinarán el fracaso o el éxito de los alumnos en el bachillerato. Se postula, pues, la existencia de correlaciones explicables entre causas, o variables independientes (el contenido del programa), y consecuencias, o variables dependientes (los efectos a medio o largo plazo sobre la situación académica de los alumnos). Se trata de sacarlas a la luz y, si es preciso, de realizar sobre el terreno y en pequeñas muestras experimentos previos para poner a prueba las mejores soluciones, generalizables después al conjunto.

Instrumentos y técnicas

La evaluación acostumbra a servirse de dos tipos de instrumentos: las técnicas de explotación de la información y los planes de investigación. El uso de unas y otras no es de ningún modo excluyente.

Puede apuntarse, pues, que la distancia que separa el énfasis en las técnicas de explotación o en los planes de investigación obedece a una distinta actitud: el predominio de las primeras acostumbra a indicar una manera de entender la evaluación que sólo pretende establecer mecanismos de control. El predominio de los planes de investigación, por el contrario, indicaría más bien una apuesta decidida por la evaluación como algo más que un mero control, como una necesidad política y técnica para orientar los procesos de toma de decisiones y, en suma, la mejora de la calidad de la educación.

En términos generales, es posible afirmar que cualquier sistema de evaluación de los sistemas educativos debería contemplar el empleo de cuatro tipos distintos de enfoques o líneas:

Factores a tener en cuenta en la puesta en práctica de sistemas de evaluación

Aunque la experiencia acumulada hasta el momento en esta materia es limitada y, paradójicamente, todavía no ha sido objeto de procesos de evaluación, lo cierto es que es posible sugerir algunas características que pueden tomarse como factores necesarios para el éxito en la puesta en práctica de sistemas de evaluación de la calidad de la educación. En síntesis, podrían ser:

La evaluación internacional y los sistemas de indicadores

Es difícil escapar al atractivo de cualquier intento de situar los resultados del propio sistema educativo con respecto a otros de parecidas características. Hasta ahora, todos los intentos de evaluaciones internacionales han sido objeto de fuertes críticas de índole epistemológica y metodológica, pero no por ello los medios de comunicación han dejado de reproducir en lugar preeminente los resultados, especialmente cuando -por inesperados- pueden suscitar el debate en un país dado. Es previsible que a corto plazo este tipo de evaluaciones internacionales se incremente porque el momento es especialmente proclive a acoger dichas iniciativas, pero los problemas de orden técnico (en el diseño y ejecución) e interpretativo (transferibilidad y comparabilidad de conceptos y datos) parecen, hoy por hoy, de difícil solución. En cualquier caso, el prestigio de las entidades e instituciones organizadoras -independientes y no gubernamentales- justifica que se preste atención a sus resultados.

La línea de investigación sobre el diseño de indicadores internacionales de la educación, aunque no exenta de problemas, parece mucho más prometedora en el futuro. De un lado, permite avanzar en la creación de un cuerpo internacional de conocimientos sobre los sistemas educativos; de otro, facilita una colección de indicadores con una utilidad evidente, tanto para enjuiciar la evolución temporal del propio país como para tener una indicación con respecto a la posición relativa que ocupa en el concierto de los países de su más inmediata referencia.

4. Usos de la evaluación en política educativa

Resulta insuficiente presentar la evaluación educativa como una mera exigencia de la correcta prestación de un servicio público como la educación. De hecho, la función evaluadora debe formar parte integrante de cualquier proceso orientado a la consecución de resultados. Pero no es menos cierto que la información resultante de aplicar dicha función puede tener muchos usos alternativos o complementarios a los que cabe otorgar en el estricto marco del sistema educativo. En efecto, junto a los usos internos, directamente relacionados con los procesos, los resultados y, en sentido amplio, el gobierno de los sistemas educativos, resulta decisivo aplicar esas informaciones a otros usos que cabe concebir como externos, esto es, fuera de los estrictos límites de los sistemas educativos.

Usos internos en relación con las políticas educativas

La primera utilidad de la evaluación de los sistemas educativos tiene que ver, lógicamente, con el gobierno de los mismos en el sentido amplio del término, es decir, con la recogida de información significativa para los procesos de toma de decisiones y para la reconsideración, cuando sea oportuno, de las decisiones tomadas a la luz de sus efectos sobre el sistema educativo. Es difícil imaginar cómo, sin la existencia de procedimientos de evaluación que suministren información significativa, puede procederse al seguimiento y eventual reorientación de políticas educativas. Por todo ello, no es extraño que los países que han decidido poner en práctica sistemas de evaluación en los últimos años estén íntimamente convencidos de que, pese a sus dificultades de todo orden, se han introducido en un camino sin retorno. Difícilmente sería hoy posible volver a aquellas épocas en que el gobierno de los sistemas educativos se basaba en informes retóricos o en meras intuiciones.

En este sentido, es posible destacar algunos posibles usos internos de la evaluación en relación a la política y a la administración educativa. Sin ser excluyentes, intentan ofrecer una muestra de las distintas posibilidades que brinda un sistema de evaluación de la calidad de la educación.

La evaluación ha devenido un instrumento crucial tanto para el gobierno y conducción de los sistemas educativos como, más particularmente, para el seguimiento y la puesta en práctica de reformas educativas.

a) Gobierno y conducción de los sistemas educativos

La función evaluadora debería incidir decisivamente en el gobierno y la conducción de los sistemas educativos, mostrando esencialmente cuáles son los resultados conseguidos. En síntesis, es condición imprescindible para la correcta formulación de políticas educativas. Efectivamente, el diagnóstico de los sistemas educativos, que suele identificarse con una foto fija, debe suceder en momentos sucesivos, lo cual, siguiendo con el símil, abocaría a una imagen en movimiento que puede ser objeto de análisis con mucha mayor profundidad, alcance y perspectiva. Cuando estos análisis se hacen de forma recurrente en función de un conjunto de objetivos de política educativa claramente enunciados, la evaluación suministra una base coherente para orientar un sistema educativo hacia el logro de dichos objetivos, para urgir intervenciones, cuando sean necesarias. Más allá de la función de diagnóstico, que se corresponde a la necesidad interna del propio sistema educativo de promover un informe de situación sobre procesos y resultados, la evaluación también puede obedecer a criterios de control de calidad y eficacia de las políticas adoptadas; en suma, de evaluación de políticas públicas.

b) Seguimiento y evaluación de reformas educativas

Las labores de gobierno y conducción de los sistemas educativos incluyen el seguimiento y la evaluación de políticas y reformas educativas. Buena parte de las políticas educativas, con cierta frecuencia, comprende procesos complejos de reforma estructural, organizativa o curricular. Estos procesos se acostumbran a acometer en tres fases, que corresponden al examen de alternativas, a la puesta en práctica de proyectos piloto o experimentales, y, finalmente, a la generalización de la reforma. En estas tres fases la información suministrada por los procedimientos de evaluación es crucial para la toma de decisiones, con implicaciones no sólo pedagógicas, sino también políticas, sociales y económicas. E, igualmente, para difundir, como se verá más adelante, los logros y problemas suscitados por la reforma en curso. En cualquier caso, conviene tener presente que no es por desgracia frecuente la evaluación de políticas educativas y reformas educativas sobre la base de datos fiables, válidos y representativos.

Usos internos en relación con la administración y gestión de los sistemas educativos

La evaluación es conveniente para tareas de:

a) Diagnóstico. La evaluación es un mecanismo privilegiado para la recogida de información significativa. Se trata, sin lugar a dudas, de convertir la recolección y procesamiento de datos de índole estadística en un conjunto ordenado de variables y de indicadores -concebidos como agrupaciones de variables-, que permitan conseguir una aproximación al estado de la educación, de sus sucesivos niveles y modalidades en un momento temporal dado. De esta forma, la estadística de la educación tiende a adoptar un talante mucho más propenso al análisis de fenómenos. Se trata, en suma, de responder a cuestiones relativas a qué es lo que sucede y sugerir, por medio de la interrelación entre variables, por qué sucede. Así, v.gr., la determinación de los niveles de rendimiento escolar en distintos grados y su análisis, por ejemplo, basándose en zonas o regiones, cobra sentido en cuanto, más que una finalidad en sí, deviene un instrumento para suscitar la mejora de la calidad. Por consiguiente, la evaluación en la forma de centros específicos a ella dedicados, puede concebirse, en primer término, como un instrumento de investigación social cuyo principal objetivo es el diagnóstico de situaciones y el suministro de información sobre el comportamiento y la buena marcha del sistema educativo.

b) Base para la toma de decisiones. Con cierta frecuencia, la puesta en práctica de políticas educativas y los sucesos que se desencadenan plantean alternativas y opciones para cuya resolución se hace imprescindible tomar en consideración los datos aportados por actuaciones puntuales de evaluación, encaminadas precisamente a iluminar el proceso de toma de decisiones. Sólo si un sistema educativo dispone de mecanismos estables y continuados de evaluación podrá producir informaciones útiles para alumbrar alternativas de modo rápido y fiable.

c) Investigación. La existencia de datos acumulados sobre el comportamiento de los sistemas educativos y sus resultados, permite ofrecer un capital nada despreciable a los investigadores de la educación. Bien es verdad que la influencia sobre las políticas educativas de la investigación educativa de corte académico ha sido más bien reducida en los últimos años. Pero no lo es menos que nuestros países siguen necesitando estudios e investigaciones que sugieran vías de mejora de la calidad. Estos estudios sólo serán posibles si las administraciones educativas hacen un esfuerzo de acopio y difusión de datos sobre los sistemas educativos.

d) Prospectiva. Anticipar las necesidades futuras es una de las grandes preocupaciones de los políticos y los administradores de la educación. De nuevo las proyecciones y los estudios prospectivos sólo tendrán visos de seriedad si se apoyan en un sistema coherente y fiable de información sobre el sistema educativo. En los años noventa ya no basta con poner el acento en la evolución de la demanda cuantitativa de educación; es preciso anticipar igualmente de qué modo se comportarán los flujos del sistema y cuál será la previsible evolución en términos de resultados, cuantitativos y cualitativos.

Usos externos

La información suministrada por la evaluación de los sistemas educativos ofrece igualmente diversos usos externos a los directamente relacionados con la puesta en práctica de políticas educativas y con el gobierno y administración de sistemas educativos. Ciertamente las políticas educativas, como género particular de las políticas sociales, son concebidas para dar salida a necesidades específicas cuya satisfacción es relativamente difícil de evaluar por comparación a otras políticas mucho más fácilmente cosificables. Y esto es así en gran medida porque los efectos de las políticas educativas generalmente son apreciables sólo a medio y largo plazo, y también porque la propia definición del servicio público a prestar -la educación- es de naturaleza, si no imprecisa, sí al menos no unívoca. Y, desde luego, concurrente con otras fuentes educativas como la familia, los medios de comunicación social o las organizaciones sociales, con las que no siempre se da la necesaria sintonía ni en fines ni en medios.

Disponer de datos contrastables, fiables y válidos sobre los procesos y resultados educativos puede convertirse en un mecanismo de gran fuerza y legitimidad no sólo para informar a la opinión pública, sino incluso para transformar actitudes y prejuicios que debieran desaparecer o quedar en entredicho ante la presentación de datos objetivos. Por desgracia, la imagen pública de nuestros sistemas educativos no es, por razones de muy diversa índole, favorable, pero sería inapropiado y contraproducente dar por sentado que esa imagen no pueda, de modo progresivo, cambiar y mejorar sobre la base de la formulación de objetivos concretos de política educativa que, a la luz de evaluaciones sucesivas, se logran en gran medida.

En una época de escasez de recursos, tampoco está de más sugerir que las inversiones educativas se traducen en logros efectivos, cuantificables si cabe. Pero esto no debe hacerse tan solo por un mero cambio en el modo de proceder en lo que respecta a la gestión de los recursos públicos, que tienden a primar ahora la eficacia, la eficiencia y la economía, acaso por encima de otros criterios, sino porque la fe que años atrás se tenía en la inversión en capital humano como motor de desarrollo se ha convertido en una certeza demostrable. Ahora bien, este argumento se desmorona ante la opinión pública, ante los medios de comunicación o ante los restantes miembros de un gobierno, cuando no se pueden presentar datos y resultados fehacientes.

Esta última consideración apunta igualmente al valor estratégico de la educación para el desarrollo. El debate político, económico y social sobre el papel que la educación debe jugar en el desarrollo del propio país, debe hacerse desde la pluralidad de opciones, pero es obligación de las administraciones educativas suministrar informaciones significativas que alumbren y enriquezcan estos debates.

Este uso estratégico debe acompañarse, con todo, de una especial sensibilidad hacia la educación. Cuanto puede ganarse con mucho esfuerzo gracias a la evaluación puede perderse en un momento si la presentación de resultados no se reviste y acompaña del debido respeto hacia aquellos aspectos, ricos y variados, de los procesos educativos de los cuales los instrumentos de evaluación sólo pueden facilitar una ligera aproximación. No se debiera olvidar que las cifras y los datos sólo permiten entrever la complejidad de un aula en lo que respecta a las relaciones humanas que en su seno y en su entorno se desarrollan.

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