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Revista Iberoamericana de Educación
Número 12 - Educación y Gobernabilidad Democrática

Concertación educativa y gobernabilidad democrática en América Latina1

Daniel Filmus (*)

(*) Daniel Filmus es director de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO) y profesor titular de la Universidad de Buenos Aires, Argentina..

Distintos autores han destacado que cuando nos referimos a la gobernabilidad estamos utilizando un concepto polisémico: «término que adquiere una connotacion imprecisa y ambigua» (Alcántara Saez, 1994: 16), «que mueve inevitablemente a la confusión» (Rojas Bolaños, 1995: 21); «palabra atrapatodo» (Flisfish, 1989: 113) o «concepto elusivo» (Tomassini, 1995: 18). No sólo no existe consenso acerca del uso del término, sino que en distintas ocasiones es utilizado en sentido marcadamente opuesto. En este marco, cualquier acercamiento al análisis de la relación entre educación y gobernabilidad democrática exige una breve aproximación al debate existente acerca de este último concepto y una explicitación acerca del significado que le daremos al mismo en el presente artículo.

1. Acerca del concepto de gobernabilidad

El origen de la utilización reciente del término gobernabilidad está íntimamente vinculado a su inclusión como problema a abordar por la Comisión Trilateral durante la década de los años 70. Esta inclusión es el resultado de la constatación de un incremento en la insatisfacción y desconfianza que provoca el funcionamiento de las instituciones democráticas en los países desarrollados. La Comisión Trilateral adopta una interpretación claramente conservadora del concepto de gobernabilidad al asociarlo principalmente con una sobrecarga de demandas sociales frente al Estado (Huntington y otros, 1975). Desde esta interpretación la ingobernabilidad está asociada, por un lado, a la falta de eficacia de los Estados para responder a los crecientes reclamos de la sociedad en el marco de las condiciones económicas existentes, y, por otro, a la pérdida de confianza de la ciudadanía hacia los políticos y las instituciones democráticas al no encontrar cumplidas sus demandas (Rojas Bolaños, 1995).

La esencia conservadora de esta postura está reflejada en la idea de que es la ampliación de la democracia la que, al permitir la articulación de mayores demandas de la sociedad civil frente al Estado, se deslegitima como sistema: «La democracia, según este razonamiento, cuando se profundiza, alimenta ofertas y demandas, vuelve ingobernable a la sociedad. La pérdida de confianza entre los electores y sus partidos, entre la ciudadanía y las políticas estatales [...] produce estados de ingobernabilidad. Y como este tipo de sociedades no limita la participación popular, el resultado es una desconfianza hacia la democracia misma [...]» (Torres Rivas, 1993: 92). Desde la perspectiva de la Trilateral, gobernabilidad y democracia parecen ser dos términos contradictorios: «...un exceso de democracia significaría un déficit de gobernabilidad; una gobernabilidad fácil sugiere una democracia deficiente...» (Rojas Bolaños, 1995: 24). Por otra parte, desde esta visión, el único protagonista capaz de crear condiciones de gobernabilidad es la elite gobernante a partir de una determinada ingeniería social, de modificaciones en el nivel procedimental de los sistemas políticos o de apelar a la ayuda de mass media a efectos de incrementar los niveles de legitimidad.

De esta manera, las estrategias que se proponen frente a esta situación también conllevan una impronta conservadora: disciplinar a través de mecanismos ideológicos o coercitivos a la sociedad, a fin de limitar su capacidad de demanda. Como veremos más adelante, el aporte que la educación puede brindar en el marco de este concepto de gobernabilidad se encuentra asociado únicamente a su función socializadora e ideológica en torno a legitimar un orden social establecido.

Estas perspectivas son retomadas para América Latina en los años 90, a partir de los documentos elaborados por los organismos de financiamiento internacional, en particular el Banco Mundial y el BID. Probablemente los documentos Governance and Development (1992) del Banco Mundial y Gobernabilidad y Desarrollo. El estado de la cuestión (1992) del BID, han jugado un papel fundamental en la reaparición del concepto en la arena de la política y las ciencias sociales de la región. Recuperada la institucionalidad democrática y habiendo desaparecido (al menos momentáneamente) los enemigos «externos» del sistema, los problemas de gobernabilidad se visualizan principalmente como deficiencias del propio Estado y del sistema político. Por otra parte, la preocupación por el uso eficiente y transparente de la asistencia financiera internacional lleva a incorporar a la idea de gobernabilidad los conceptos de «rendición de cuentas» o responsabilidad (accountability), predictibilidad, honestidad, etc.

De cualquier manera, esta recuperación del concepto de gobernabilidad en el inicio de los años 90 no alcanza a superar una versión restringida y elitista que acota el concepto a un problema de eficacia administrativa o de buena conducción y gerenciamiento del aparato de gobierno. Continúan siendo las decisiones estatales el factor dinámico y casi excluyente en torno al cual se definen las condiciones de legitimidad y eficacia. De este modo se dejan de lado el conjunto de factores sociales y el contexto internacional que producen las condiciones efectivas para la gobernabilidad.

Las perspectivas alternativas

Estas concepciones han provocado el surgimiento de diferentes perspectivas que, principalmente desde el mundo académico, alertan sobre el uso restringido del concepto y plantean el debate en torno a la participación de los distintos actores sociales en función de la creación de las condiciones que hagan propicia la gobernabilidad democrática. Como señala L. Tomassini (1995:11): « Tan grave como ignorar el problema de la gobernabilidad sería enfocarlo en forma equivocada o restringida. Existe la tentación de circunscribir el problema al mejoramiento del gobierno y de su capacidad de manejar el proceso de desarrollo económico y a maximizar la eficiencia del sector público. Invertir ideas y recursos solamente en estos temas, sin analizar las condiciones de las cuales realmente depende la estabilidad del gobierno, su capacidad de ejercer funciones y la viabilidad del sector público, sería como arar en el mar...». En esta dirección, Tomassini y otros autores, como Schmitter y Coppedge (1993), Lechner (1995), Arbós y Giner (1993) y los ya citados Flisfish, Rojas Bolaños, Torres Rivas y Alcántara Saez incorporan una visión más integrada del concepto de gobernabilidad, presentándolo como un fenómeno sistemático. De esta manera también se incluyen en un lugar privilegiado las variables vinculadas a la relación del Estado con el conjunto de organismos económicos y poderes públicos y la interacción con los actores de la sociedad civil organizada, la economía y el mercado. Estas interacciones aparecen como fundamentales para desarrollar la posibilidad de formar «consensos o mayorías estabilizadoras». Así la gobernabilidad deja de ser un asunto de ingeniería en el ámbito de la cúpula del Estado para pasar a ser un proceso más complejo donde deben interactuar un conjunto de actores: «[...] por lo tanto la gobernabilidad democrática no es solo el producto de la capacidad de un gobierno para ser obedecido por sus propios atributos (transparencia, eficacia, accountability), sino de la capacidad de todos los actores políticos estratégicos para moverse dentro de determinadas reglas de juego -una especie de concertación-, sin amenazas constantes de ruptura que siembren la incertidumbre en el conjunto de la sociedad...» (Rojas Bolaños, 1995).

En este punto también es sustancial señalar una distinción que, para el caso de las condiciones particulares de los países latinoamericanos, no es menor. Esta distinción hace referencia a las perspectivas que absolutizan el papel de la voluntad de los actores en torno al mantenimiento de un equilibrio inestable, que se ajusta periódicamente a través de mecanismos previstos institucionalmente, y aquéllas que priorizan las condiciones socioeconómicas necesarias para alcanzar un grado de legitimidad (no solo de legalidad) que permita la gobernabilidad democrática. Las primeras perspectivas, aun incorporando al análisis de las condiciones de gobernabilidad los mecanismos de articulación entre Estado y sociedad civil, enfatizan principalmente los aspectos vinculados al espacio político-institucional. Desde esta visión, la gobernabilidad estaría cuestionada sobre todo por la «crisis de representatividad» que hoy viven nuestras sociedades. Esta crisis, si bien no ha afectado aún a la credibilidad en el sistema democrático, ha comenzado a cuestionar los procedimientos utilizados para la elección de los representantes, a los partidos políticos y a los propios políticos como grupo que prioriza sus propios intereses antes que los de sus representados (Urzúa, 1996; García Delgado, 1994). Por otra parte, y como señala G. O’Donnell (1996:87), en muchas de las sociedades latinoamericanas «[...] los individuos solo son ciudadanos en relación con la única institución que funciona en forma parecida a lo que prescriben sus reglas formales: las elecciones [...]». El fortalecimiento de la gobernabilidad requeriría, entonces, tanto del desarrollo de mecanismos alternativos de participación política de la población como de la profundización de una cultura política que permitiera ejercer una ciudadanía plena.

En las concepciones mencionadas en segundo término, en cambio, la idea de eficacia es incorporada en un doble sentido. Por un lado, en referencia a la competencia técnica y administrativa del gobierno a los efectos de aumentar su racionalidad. Por otro, en dirección a respetar los compromisos electorales y demostrar voluntad política para atender los problemas que surgen de las históricas y actuales situaciones de pobreza y exclusión social (Torres Rivas, 1993).

La coetaneidad de los procesos de democratización, de reforma del Estado y de ajuste económico que están viviendo los países de la región, colocan a esta problemática en un lugar central. La desvinculación entre «[...] una reforma del Estado que apunta principalmente a una racionalidad económica, sin ninguna referencia al régimen democrático [...]» (Lechner, 1995:153) y los procesos de democratización, pone en peligro la gobernabilidad democrática entendida en un sentido integral. Esta tensión fue oportunamente planteada por F. Calderón y M. dos Santos (1992: 191) en sus tesis acerca de un nuevo orden estatal en América Latina: «Si los gobiernos y otros actores sociopolíticos buscan democratización sin modernización del Estado se generará ingobernabilidad. Si los gobiernos privilegian una modernización del Estado orientada mecánicamente por el objetivo de reducir el gasto público pueden llegar a desnaturalizar el régimen democrático [...]». La misma tensión también fue planteada con crudeza por otro tipo de perspectivas: «[...] en el mismo momento en que nos empeñamos en consolidar la democracia debemos estar preparados para medidas económicas que implican un costo social elevado que colocan en cuestión la propia democracia [...] la esperanza de la izquierda es distribuir los sacrificios valiéndose de un criterio basado en la justicia social...» (Weffort, 1993: 192).

De esta manera, el doble sentido adjudicado al concepto de eficacia resulta imprescindible para garantizar la gobernabilidad democrática. Las tendencias a la exclusión social que se manifiestan tanto desde las transformaciones macroeconómicas y del Estado como desde el propio mercado laboral a partir de la introducción de nuevas tecnologías y procesos productivos, sólo pueden ser neutralizadas por políticas estatales dirigidas a «[...] establecer nuevas formas de cohesión e integración social, es decir, para construir un nuevo orden que sea capaz de disminuir las desigualdades objetivas que dividen actualmente la sociedad iberoamericana y aumentar la igualdad de oportunidades...» (OEI, 1996: 9).

Sintetizando, frente a las perspectivas originales de cuño conservador que limitan la problemática de la gobernabilidad al desarrollo de estrategias elaboradas desde la cúpula del Estado en dirección a contener las demandas sociales y canalizar los conflictos sin que ellos amenacen la estabilidad del sistema socioeconómico y político (Garretón, 1993), en los últimos años se ha alumbrado otro concepto de gobernabilidad democrática. Este concepto plantea una perspectiva integral y no restringida del binomio legitimidad-eficacia. Al mismo tiempo, coloca en un lugar central la necesidad de construcción permanente de la gobernabilidad democrática a partir de una nueva articulación entre el Estado y la sociedad civil, otorgándole a esta última un papel irremplazable: «[...] gobernabilidad es equivalente al desarrollo de un marco democrático que suponga amplia participación de sectores populares en la resolución de los problemas que plantea la crisis y la reestructuración productiva y societal [...]» (Rojas Bolaños, 1995: 40). Por otra parte, una visión integral del binomio anteriormente mencionado implica entender la legitimidad tanto como la capacidad del régimen de promover actitudes positivas hacia el sistema político (considerado como merecedor de apoyo), como para crear estrategias para el ejercicio de una ciudadanía plena, sin exclusiones. Eficacia entendida tanto como el incremento de los niveles de racionalidad y eficiencia del Estado en torno a su funcionamiento y puesta en práctica de las políticas públicas, como en dirección a garantizar crecientes niveles de justicia social y de disminución de la pobreza y la marginalidad.

Esta perspectiva también implica dejar de lado la idea de que existe sólo un factor dinámico en la construcción de las condiciones para la gobernabilidad democrática. Exige volver la vista hacia el conjunto de los actores sociales y apostar a la capacidad de organización y de articulación de demandas como mecanismos para posibilitar la participación ciudadana más allá del voto y del control de la gestión pública que presuponen las estrategias que proponen el concepto de accountability. La preocupación por el fortalecimiento de la sociedad civil pasa a desempeñar un rol fundamental dentro de este concepto de gobernabilidad.

2. El aporte de la educación a la gobernabilidad democrática

La visión restringida del fenómeno de la gobernabilidad implica la perspectiva de un aporte también acotado del sistema educativo. Como señalamos anteriormente, desde estas concepciones se enfatiza su capacidad para propender hacia la reproducción y legitimación de un orden social preestablecido, con el objetivo de limitar la capacidad de la ciudadanía para desarrollar demandas que desborden la posibilidad del Estado de satisfacerlas. Al mismo tiempo, se sostiene que la escuela, en el marco de la fuerte tendencia a la exclusión que presentan el mercado de trabajo y la sociedad de consumo, pasa a ser la única institución capaz de evitar la «anomia social» que, en el sentido durkhemniano, puede cuestionar la cohesión social (Filmus, 1994). La posibilidad de impedir la gestación de «minorías vehementes» (Bourricard, 1992) que, a través de manifestaciones violentas, expresen su enfrentamiento con una sociedad que los margina, es también uno de los principales aportes que la escuela está en condiciones de realizar para la gobernabilidad.

La función reproductora de la educación que se espera, desde estas perspectivas, opera en una doble dimensión. Por un lado, respecto al sistema político, tanto a partir de su capacidad para seleccionar las elites dirigentes como de asegurar obediencia y disciplina social frente a un orden institucional que es presentado como «natural» y que reserva el papel protagónico para una selecta minoría (Medina Echavarría, 1973). En este punto, parece más importante el rol de la educación de socializar a todos los niños y jóvenes en los valores y actitudes hacia el respeto a las instituciones, que dirigirse a la adquisición de las competencias necesarias para la participación integral en el mundo del trabajo y de la vida ciudadana. Es por ello que en ciertos períodos históricos se ha privilegiado mucho más la permanencia de los estudiantes en la escuela que el acceso a los conocimientos que la educación promete (Filmus, 1988). En este sentido y siguiendo a Bourdieu y Passeron (1977), no hay que olvidar que la escuela es la única institución con capacidad de sanción (a través del trabajo pedagógico y por intermedio de la autoridad pedagógica) hacia quienes no incorporan las pautas de socialización previstas. Ello no implica desatender el papel que con gran eficacia desempeñan con el mismo objetivo los medios masivos de comunicación.

La segunda dimensión en torno a la reproducción hace referencia al orden económico. En este sentido, se potencia la capacidad del sistema educativo para tender a reproducir y legitimar las desigualdades sociales y económicas, principalmente a partir de la imposición de perspectivas falsamente meritocráticas (Bowles y Gintis, 1976), y de la reproducción de los circuitos de la pobreza (Boudelot y Establet, 1978; Braslavsky, 1985). La posibilidad de demanda frente al Estado queda disminuida cuando se atribuyen las causas de la desigualdad social a las diferentes capacidades individuales de las personas.

Estas funciones, destinadas a crear condiciones de gobernabilidad a partir del disciplinamiento y la reducción de las expectativas de los grupos sociales subalternos respecto a la posibilidad de que el Estado incorpore sus perspectivas y atienda sus demandas, han sido fuertemente cuestionadas y denunciadas por los teóricos crítico-reproductivistas en las últimas décadas. Sin embargo, estas concepciones teóricas dejaron poco lugar para prever un aporte sustantivo de los sistemas educativos a la construcción de una gobernabilidad democrática en el sentido integral con que la hemos definido anteriormente, y que requiere, entre otros aspectos, un fortalecimiento del conjunto de los actores sociales. Entre otras razones, porque desde estas visiones también el Estado y los grupos dirigentes son vistos como actores excluyentes en la construcción de las orientaciones que determinan las políticas y las prácticas educativas.

En este punto, la pregunta central a formularnos es la siguiente: ¿Es posible que en la actual situación por la que atraviesan los países latinoamericanos la educación desempeñe un rol activo en torno a la construcción de una gobernabilidad democrática?

Al respecto cabe destacar que, a partir del retorno de las instituciones democráticas en los diferentes países de la región, se ha recuperado la capacidad de realizar investigaciones socioeducativas. Muchos de estos estudios han contribuido a la aparición incipiente de un nuevo paradigma socioeducativo, que permite proponer la potencialidad del sistema educativo para el desarrollo de una gobernabilidad democrática.

En principio, existen por lo menos dos aportes que permiten plantearse esta perspectiva. El primero de ellos hace referencia a que no es posible proponer una función social universal y predeterminada para la educación respecto de su relación con el sistema político y económico (Braslavsky y Filmus, 1988; Filmus, 1996). Esta afirmación significa «partir de la idea de que la función social de la educación es un fenómeno específico de momentos históricos y de países también específicos» (Filmus, 1996: 132). El segundo de los elementos propone que el resultado del proceso educativo responde a las acciones del conjunto de los actores involucrados y no solo a la voluntad del Estado. Siguiendo los aportes de A. Touraine (1987), recuperar el protagonismo de los actores no significa dejar de reconocer el papel privilegiado de los grupos dirigentes en la organización de la reproducción económica y cultural de la sociedad. Sin embargo, permite incorporar planteos como los que enfatizan que las políticas educativas, como todas las políticas públicas, al mismo tiempo que son parte de un proyecto de dominación, son también «...una arena de lucha y una plataforma importante para la sociedad civil...» (Torres, 1996: 75). También se vinculan con las concepciones que destacan la capacidad de resistencia simbólica de los sectores subalternos desde las «teorías de la resistencia» (Giroux, 1992) y los estudios que revalorizan el papel de las demandas populares de educación (Malta Campos, 1988; Filmus, 1992). Estos tres aportes coinciden en sostener que la sociedad, a través de múltiples actores (maestros, alumnos, agentes burocráticos, padres, gremios, grupos de presión, etc.), no solo es reproductora sino que también aporta sus propias perspectivas en estos procesos. Dicho en otros términos: «Aun sin renunciar al peso que conservan las estructuras, esta perspectiva implica repensar la educación como un espacio de contradicciones y conflictos [...], entre otras razones porque el proceso educativo es específico de espacios regional e históricamente determinados, por la particular configuración, correlación de fuerzas y articulación de los intereses de los distintos actores colectivos e individuales que intervienen en él en cada uno de estos procesos” (Filmus, 1994: 134).

De esta manera, desde la perspectiva que pretendemos plantear en el presente artículo, el aporte de la educación a la gobernabilidad democrática no se puede restringir de ninguna manera a su papel en la reproducción social. Por el contrario, el afianzamiento de la democracia exige poner el énfasis en el rol de la educación para fortalecer la capacidad de los actores de la sociedad civil en su articulación con el Estado. El proceso histórico-político argentino de comienzos del siglo XX es un excelente ejemplo que muestra que los sectores populares pueden no ser meros receptáculos de la cultura dominante transmitida en las escuelas. La relativamente temprana democratización de la educación se transformó en un arma de doble filo para el grupo políticamente elitista que la promovió. Los saberes obtenidos en la escuela en manos de los sectores postergados se convirtieron en «...herramientas para afirmar su propia cultura sobre bases mucho más variadas y modernas...» (Sarlo, 1994) y desde allí pugnar por el ensanchamiento de una democracia restringida tanto en sus aspectos políticos como sociales.

En esta dirección, el principal aporte de los sistemas educativos a la gobernabilidad democrática está vinculado a su capacidad de brindar, sin exclusiones, las competencias necesarias para el ejercicio de una ciudadanía integral. Ello implica dotar a los futuros ciudadanos de las condiciones requeridas para pugnar por una participación plena tanto en el mundo de la política como en el del trabajo y los derechos sociales. Estamos haciendo referencia, en cierto sentido, a lo que el documento de CEPAL-Unesco (1992: 157) denominó «códigos de la modernidad»: «[...] el conjunto de conocimientos y destrezas necesarios para participar en la vida pública y desenvolverse productivamente en la sociedad moderna».

a) Una educación hacia la gobernabilidad democrática debe abarcar, en lo que se refiere a los aspectos políticos, las tres dimensiones en las que, según C. Offe (1990), se constituye la relación entre los ciudadanos y la autoridad estatal. Siguiendo los lineamientos planteados en un trabajo anterior (Filmus, 1994), la primera de estas dimensiones hace referencia a la propia esencia del Estado liberal y recoge el concepto original de «libertad negativa». Se trata de que la escuela debe capacitar a los ciudadanos para hacer valer sus garantías frente a la arbitrariedad política o contra la fuerza y la coacción organizada estatalmente. Esta formación debe permitir el dominio del marco protector, principalmente legal, que tiene como objetivo «[...] contrarrestar eficazmente los amenazadores medios administrativos, fiscales, militares e ideológicos de control que ha acumulado el Estado moderno» (Offe, 1990: 169). La dolorosa experiencia iberoamericana en torno a la conculcación de los derechos humanos más básicos por parte del Estado en la historia del actual siglo, exige prestar especial atención a esta problemática.

La segunda de las dimensiones está vinculada al concepto positivo de libertad, que es el que está expresado en la idea de la condición ciudadana como soberana de la autoridad estatal. Estamos haciendo referencia al papel de la educación en la formación para la participación política, entendida no sólo como el derecho universal a ejercer el voto, sino también en el conjunto de las instituciones sociales. Estamos hablando del ciudadano como sujeto activo en los partidos políticos, en las organizaciones sindicales, empresariales, confesionales, vecinales, estudiantiles, etc., que conforman la red que permite el ejercicio cotidiano e inmediato de la participación democrática. El aporte de la escuela a la gobernabilidad democrática en este punto presenta dos vertientes. La primera hace referencia al desarrollo de las competencias que permiten comprender la complejidad de los procesos sociales de fin de siglo (Ibarrola y Gallart, 1994). Esta comprensión es tan importante para poder elegir entre programas, proyectos y candidatos cuando se presenta la oportunidad, como para poder verse como protagonista de los procesos políticos y sociales. La segunda vertiente tiene que ver con el desarrollo del pensamiento crítico, el respeto al pluralismo y al disenso y con la formación de una actitud participativa. Estos elementos, tan vinculados a los contenidos como a los modos de gestión y a las prácticas escolares, son determinantes de la posibilidad de los ciudadanos de participar en el debate político público.

Por último, y en el marco de un Estado que no se puede desentender de las políticas sociales, la escuela debe desempeñar un papel fundamental en la dimensión de la ciudadanía, que está vinculada a la participación social como «[...] cliente que depende de servicios, programas y bienes colectivos suministrados estatalmente para asegurar sus medios materiales, sociales y culturales de supervivencia y bienestar» (Offe, 1990: 143). Estamos haciendo referencia a la formación de los futuros ciudadanos en la capacidad de organizarse para demandar aquellos bienes que, como la educación, la justicia, la seguridad y la sustentabilidad ambiental, dan lugar a la posibilidad de una verdadera igualdad de oportunidades en pos de alcanzar una mejor calidad de vida (Filmus, 1996).

b) Por otra parte, resulta evidente que no podemos hablar de ciudadanía plena si no se contempla la posibilidad de integración social a partir del acceso al trabajo en condiciones dignas. En el marco de las fuertes tendencias a la expulsión de trabajadores y a una mayor selectividad del mercado laboral, el papel de la educación deviene fundamental. En este aspecto, las nuevas condiciones socioeconómicas indican que debemos renunciar a la omnipotencia educativa que signó la década de los años 60, época en la que se adjudicaba linealmente a la educación la capacidad de garantizar el acceso al puesto de trabajo. Desde el punto de vista de la gobernabilidad democrática, el principal aporte de la educación debe realizarse en dirección a crear condiciones de empleabilidad para todos los ciudadanos, sin excepción. Dicho en otros términos: si bien la educación ya no puede asegurar el acceso al trabajo, sí debe producir las condiciones para que todos los ciudadanos puedan estar en igualdad de condiciones (en cuanto a competencias) para ingresar en los sectores modernos del mercado laboral (Filmus, 1996).

Pero al mismo tiempo que la educación desempeña un rol fundamental en la posibilidad de integración individual de los ciudadanos, también realiza un aporte a otros dos elementos centrales del concepto de gobernabilidad democrática: la competitividad y la justicia social. Como señalan F. Calderón, M. Hopenhayn y E. Ottone (1996) en un reciente artículo, la construcción de una ciudadanía plena no tiene sólo un «fin ético» . El efecto sistémico de una mayor socialización de los códigos de modernidad entre la ciudadanía implica un sensible incremento de la competitividad global de la sociedad. Este aumento de la productividad se constituye en un requisito necesario (aunque por supuesto no suficiente) para el mejoramiento de los niveles de igualdad en la distribución de los bienes que la sociedad produce ahora en mayor escala. Por un lado, porque la existencia de mayores excedentes produce mejores condiciones para la puja distributiva. Por otro, porque la aplicación masiva de nuevas tecnologías también puede ser utilizada a los efectos de resolver, en el marco de la escasez de recursos, problemas sociales de larga data en áreas tan sensibles como la vivienda, la salud, el transporte, el hábitat, etc.

3. La concertación de las políticas educativas como estra- tegia para la gobernabilidad democrática de los sistemas educativos en contextos de transformación

Por último, plantear la problemática del aporte de la educación a la gobernabilidad democrática implica necesariamente debatir acerca de las condiciones de gobernabilidad de los propios sistemas educativos. Ello nos remite a las definiciones de gobernabilidad democrática ya enunciadas en el primer punto del presente artículo. Siguiendo los conceptos de Rojas Bolaños (1995), oportunamente citados, es posible afirmar que la gobernabilidad democrática de los sistemas educativos, principalmente en momentos en que se desarrollan procesos de profundas transformaciones, no puede ser únicamente producto de la capacidad de las autoridades educativas para ser obedecidas por sus propios atributos, sino de la capacidad de todos los actores del proceso educativo de articularse en dirección a llevar adelante los cambios, sin amenazas constantes a la interrupción del proceso que siembren incertidumbre en el conjunto de la sociedad.

Retomando el binomio legitimidad-eficacia en una perspectiva integral, la legitimidad no puede limitarse a la articulación de la legalidad delegada a las autoridades educativas desde el gobierno democráticamente constituido y desde la legislación correspondiente con la correcta definición de las políticas educativas. Al mismo tiempo, el concepto de eficacia tampoco puede restringirse a la racionalidad en la aplicación de las políticas junto con la utilización de estrategias que garanticen la transparencia y el control a partir del concepto de «accountability». En otras palabras, desde nuestra perspectiva, la suma: legalidad + buen gobierno + racionalidad + accountability no es = éxito en la transformación educativa. No se trata de que estos elementos sean innecesarios. Por el contrario, son imprescindibles. Plantear la concertación educativa como estrategia central para garantizar la gobernabilidad democrática de los sistemas educativos implica sostener que no son suficientes. Implica concebir que la envergadura y trascendencia de los cambios exigen un proceso de construcción compartida que requiere el fortalecimiento, la participación y el compromiso del conjunto de los actores de la sociedad en el desarrollo de las políticas de democratización y mejoramiento de la calidad educativa.

El contexto para la concertación

Entre otros, existen tres factores que permiten proponer el desarrollo de procesos de amplia concertación de políticas educativas para avanzar en la transformación de los sistemas educativos latinoamericanos: a) el primero es el retorno a la institucionalidad democrática en el conjunto de los países de la región; b) el segundo es la centralidad que han adquirido las políticas educativas en torno a la posibilidad de impulsar procesos de crecimiento socioeconómico que se sustenten en mayores niveles de integración y equidad social; c) el tercero hace referencia a la creciente toma de conciencia acerca de la profunda crisis por la que atraviesan los sistemas educativos y el condicionamiento que ello implica para el futuro de los países.

Respecto del primero de los factores, la recuperación de la democracia ha ido colocando a la política como actividad organizadora de las relaciones sociales. En esta dirección, se trata de que tanto en los procesos de toma de decisiones como de resolución de conflictos se pase de un sistema organizado con el criterio de confrontación a otro que reconozca en la concertación su principio estructurador (Tiramonti, 1995). No se trata de un sistema de eliminación del conflicto, las tensiones o las diferencias. Se trata de crear mecanismos a través de los cuales una parte de los conflictos y las tensiones sean resueltos mediante el diálogo y los acuerdos, en la búsqueda de resultados que contemplen intereses diversos y aun opuestos (Tedesco, 1995). En este punto es muy importante destacar que la concertación de políticas educativas no significa consenso. En primer lugar, porque sería ingenuo suponer un acuerdo de todos los sectores de la sociedad en torno a las estrategias democratizadoras, cuando desde distintas perspectivas se esgrimen argumentos conservadores y se pretenden soluciones elitistas a la crisis sometiendo la educación a las leyes del mercado. En segundo lugar, porque entre los propios actores que concretan un núcleo central de políticas y estrategias de cambio pueden existir aspectos donde los acuerdos no sean posibles. La idea de concertación implica la posibilidad de dirimir estos temas controvertidos mediante los mecanismos de resolución de conflictos previstos institucionalmente, al mismo tiempo que se avanza en los aspectos en que sí existen coincidencias.

Respecto del segundo de los aspectos, es evidente que en los últimos años se ha recuperado la confianza en el papel de la educación y del conocimiento en el desarrollo de las naciones. Después de años en los que el predominio del autoritarismo, el estancamiento económico, el endeudamiento externo y la crisis fiscal estuvieron acompañados de un profundo «pesimismo pedagógico», la educación ha vuelto a ocupar un lugar privilegiado en la agenda del desarrollo iberoamericano. Al contrario de lo que ocurriera en la etapa en la cual las concepciones de capital humano resultaron hegemónicas, actualmente la recuperación del sentido de la educación no se orienta únicamente hacia sus aportes económicos. También se la percibe como fundamental para la construcción de las identidades nacionales y regionales, para el fortalecimiento de los sistemas democráticos y para elevar los niveles de justicia social.

Por ultimo, la posibilidad de avanzar en procesos de concertación también proviene del alto grado de consenso en torno a la profundidad y gravedad de la crisis educativa. A comienzos de la década de los años 90 resultaba evidente que la educación se había desvinculado de las necesidades de las sociedades iberoamericanas de fin de siglo. Esta evidencia se constató a partir de los bajos resultados mostrados por las primeras evaluaciones estandarizadas de la calidad educativa realizadas en la región. En este sentido, los datos parecen ser coincidentes: cerca del 40 y el 50% de los alumnos que concurren a las escuelas en los diferentes niveles no alcanzan los conocimientos mínimos que los sistemas educativos prometen (Carnoy y de Moura Castro, 1996). Ya sea por la publicidad de estos resultados o por la propia percepción de la gente, la conciencia de la crisis es cada vez más generalizada. Ya no se trata sólo de una cuestión que preocupa a los sectores dirigentes, a los empresarios o al gobierno. La insatisfacción con la escuela y la consecuente necesidad de transformación, comprenden hoy al conjunto de los actores sociales que pretenden encontrar estrategias que permitan combinar mayores niveles de productividad con una sensible disminución de la desigualdad.

De esta manera, existe un contexto social que favorece el desarrollo de amplias alianzas sociales y políticas que permiten, a través de estrategias de concertación, la articulación de distintos actores para transformar profundamente la educación. Cabe acotar que, adoptando diferentes modalidades y con la participación de distintos actores, la formación de alianzas sociales y políticas en torno al desarrollo de procesos educativos encuentra notables antecedentes en el acervo histórico de muchos países de la región. Por ejemplo, la amplia alianza mediante la cual se crearon y consolidaron los Estados nacionales en el siglo XIX en oposición a los intereses de las metrópolis, se sustentó en la concepción de que los sistemas educativos se podían convertir en los instrumentos más idóneos para la incorporación de los habitantes a la construcción de la nacionalidad, el Estado y la ciudadanía. Esta alianza se amplió sensiblemente cuando los procesos de migración, urbanización e industrialización exigieron la expansión y democratización de los sistemas educativos, particularmente en aquellos países definidos como de «modernización temprana» (Casassus, 1995; Braslavsky, 1995; Rama, 1987).

Las nuevas exigencias para la concertación

Volviendo a la situación actual, existen por lo menos tres elementos que exigen avanzar en estrategias de concertación para poder transformar con éxito los sistemas educativos: a) la gravedad de la crisis hace necesario el aporte y la energía del conjunto de los actores de la sociedad; b) una transformación de esta envergadura requiere un lapso de tiempo y una continuidad en las políticas educativas de mediano y largo plazo que van más allá de lo que permiten los procesos electorales; y c) el sentido de las transformaciones propuestas en la mayor parte de los países de la región implica una participación más consciente y activa de los principales actores del proceso: padres, docentes y alumnos.

La necesidad de protagonismo del conjunto de los actores sociales cobra particular énfasis a medida que van perdiendo vigencia las concepciones que plantean que el Estado es el único actor capaz de resolver la crítica situación a través de una planificación centralizada. Tampoco parecen ganar amplios márgenes de consenso las perspectivas que plantean que el mercado, por sí mismo, puede regular las decisiones en este campo. La existencia de modelos estatales excesivamente centralistas y monopolizadores del poder político, al reemplazar la acción de la sociedad civil en torno a la articulación de las políticas sociales, ha mostrado claras limitaciones de la satisfacción de las demandas de distintos sectores sociales. El mercado, por su parte, tiende a suprimir la política y a dejar librada la pugna por los bienes educativos a la capacidad de consumo, organización y demanda de cada sector. Como muestra la experiencia, son quienes ya poseen más acceso a la educación quienes están en mejores condiciones de articular sus reclamos. La redefinición del sistema educativo (tanto de gestión oficial como privada) como espacio público, exige no confundirlo con lo puramente estatal ni disolverlo en la lógica individual del mercado. Concebirlo como lugar de encuentro entre lo estatal y lo social implica crear las condiciones para que se amplíe el espectro de actores que interactúan en la construcción de las políticas. Al mismo tiempo, significa crear (o recrear) mecanismos de gestión que permitan la participación del conjunto de los sectores sociales en la elaboración, desarrollo y evaluación de las estrategias educativas. Ello debiera tener efectividad en los diferentes niveles de conducción del sistema, desde el nacional hasta cada una de las instituciones educativas

(Tedesco, 1995; Tiramonti, 1995; Filmus, 1996; Hilb, 1995). Por otra parte, los protagonistas de la acción educativa formal (docentes, padres, alumnos, instituciones educativas públicas y privadas, etc.) y no formal (medios de comunicación, ONGs, iglesias, sindicatos, organizaciones empresariales, partidos políticos, etc.) deben ocupar un lugar privilegiado en los procesos de concertación. En este marco, la participación de los docentes a través de sus organizaciones es fundamental para alcanzar los consensos necesarios que permitan la concreción de los objetivos propuestos.

Respecto de los tiempos, es evidente que la profundidad de los procesos de transformación requiere concebir las estrategias educativas como políticas de Estado y no como de un gobierno determinado. Las experiencias de cambio muestran que no existen medidas «mágicas» que permitan modificar las prácticas escolares de forma inmediata. Sólo la continuidad y perseverancia en la aplicación de las políticas permite que ellas no se limiten a cambios en las normativas o en los diseños curriculares sin afectar a los procesos de aprendizaje. En esta dirección, la efectividad de las estrategias está íntimamente vinculada a la posibilidad de alcanzar acuerdos entre las fuerzas políticas mayoritarias en torno a un núcleo central de propuestas que se compartan más allá de los diferentes énfasis o matices que da fuerza privilegie en su aplicación.

Por ultimo, la propia esencia de la transformación propuesta exige una participación consciente de la comunidad educativa, en particular de los docentes, si se pretende que se produzcan transformaciones reales en la práctica cotidiana del aula. Con características particulares para cada caso, los procesos de cambio muestran singulares similitudes para la mayoría de los países latinoamericanos: se descentralizan los servicios educativos hacia provincias, municipios, o a ambos; se tiende a una mayor autonomía en el trabajo de las escuelas; se promueve el desarrollo de proyectos institucionales por establecimiento; se comienzan a aplicar mecanismos de evaluación permanente de la calidad; se intenta modificar una lógica burocrática por otra que se centre en los aspectos sustantivos de la acción pedagógica; se potencian las estrategias de participación de la comunidad al interior de las escuelas, etc. Como se puede observar, el conjunto de los cambios propuestos exige una participación más activa y consciente de los docentes. Pensar en estrategias no participativas ni concertadas de la puesta en práctica de la transformación desnaturaliza el sentido de la propuesta y plantea el peligro de neutralizar su impacto en la vida cotidiana de las escuelas. Por el contrario, el protagonismo de los actores en el sistema de acuerdos corresponsabiliza a los mismos respecto del resultado del proceso educativo, democratizando la capacidad de su control, seguimiento y evaluación. En el desarrollo de este proceso no parece utópico que el conjunto de la sociedad vele porque el Estado cumpla con sus compromisos de financiamiento educativo y con el prometido mejoramiento de las condiciones salariales y de trabajo docente. O porque los empresarios cumplan con sus obligaciones impositivas. Los docentes podrán estar en mejores condiciones de exigir un aporte más activo de los padres a la educación de sus hijos, y la sociedad de responsabilizar a los docentes por el resultado de su trabajo. Desde esta perspectiva, el proceso de seguimiento de los acuerdos se torna en sí mismo un trabajo pedagógico.

Experiencias y contenidos de la concertación educativa2

Como consecuencia de los elementos hasta aquí planteados, en los últimos años se han desarrollado incipientes experiencias de concertaciones, acuerdos, pactos y consensos educativos en un conjunto de países de la región. No existe un «modelo» uniforme para estos intentos. Las modalidades, objetivos, duración y forma de convocatoria de los procesos han sido sumamente variados. Entre otros, ha habido consensos básicos y pactos coyunturales en Chile, acuerdos respecto a programas de transformaciones para la enseñanza básica en México, diversos tipos de consultas en Ecuador y Nicaragua, importantes congresos pedagógicos en Bolivia y Argentina, el Plan Decenal de Educación en República Dominicana, e importantes procesos de debate de las leyes educativas en Brasil y Argentina. Los temas que se han puesto en discusión para el acuerdo en cada uno de los casos también han sido diferentes. Las experiencias muestran que es posible concertar políticas y programas en torno a: a) los objetivos de la educación y su articulación con el proyecto nacional; b) criterios de recaudación, asignación y volúmenes de recursos necesarios; c) legislación y estructura del sistema educativo; d) cambios en los modelos de gestión; e) contenidos y competencias a desarrollar para satisfacer las Necesidades Básicas de Aprendizaje (Nebas) en cada país y en cada situación; f) situaciones de desventaja que es necesario atender prioritariamente y con mayores recursos; g) condiciones de trabajo y profesionalización de la carrera docente; h) formas de articulación entre la educación formal, la no formal y el papel de los medios de comunicación. Los resultados y los logros concretos de éstas y otras experiencias han sido heterogéneos. Aún carecemos de evaluaciones sistemáticas y comparativas de estos procesos. El estudio de sus aciertos, dificultades y cuestiones pendientes, parece imprescindible para avanzar en dirección a generalizar las acciones de concertación, adaptándolas a cada realidad nacional.

Por último, cabe destacar que la investigación y la evaluación educativas juegan un importante papel en la creación de igualdad de posibilidades para la concertación. Los estudios pueden crear las condiciones de transparencia para que los distintos actores puedan negociar y acordar sobre la base de un conocimiento certero de la realidad educativa y de las decisiones posibles ante cada situación (Ibarrola, 1995). Tanto la necesidad de contar con información precisa respecto de la situación del sistema educativo, la eficiencia en la utilización y distribución de los recursos y los logros respecto a los aprendizajes de los niños, como el manejo democrático de esta información, son funciones indelegables aunque no exclusivas del Estado. Poner estos datos en manos de la sociedad es uno de los principales aportes que la comunidad científica y el propio Estado pueden realizar para fortalecer el papel de los actores que deben protagonizar los procesos de construcción de la gobernabilidad democrática de los sistemas educativos, a fin de saldar las importantes deudas que se mantienen con el pasado y enfrentar los nuevos desafíos educativos que se plantean a partir de las transformaciones de fin de siglo.

Notas

(1) El autor del presente artículo agradece los comentarios de la Lic. Guillermina Tiramonti.

(2) Las reflexiones que se expresan han sido elaboradas con base en los trabajos presentados al Seminario «La concertación de políticas educativas en Argentina y Latinoamérica», que organizaron, con el auspicio del Ministerio de Educación y Cultura de la Argentina, la Fundación Ford y OREALC/Unesco, la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO-Argentina) y la Fundación Concretar. Estos documentos fueron publicados bajo el título ¿Es posible concertar las políticas educativas?, por FLACSO-Miño y Dávila Editores, en Buenos Aires 1995.

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