Organización de Estados Iberoamericanos Para la Educación, la Ciencia y la Cultura |
Revista
Iberoamericana de Educación Número 12 - Educación y Gobernabilidad Democrática |
(*) Leonardo Sánchez es doctor en Ciencias Políticas y Sociología por la Universidad Autónoma de Madrid, España, y doctor miembro del Instituto Juan March. En la actualidad realiza trabajos de documentación y estudios en la OEI, en calidad de becario. |
Las posibles conexiones intelectuales entre la gobernabilidad democrática y el sistema educativo, o la educación en general, apenas han sido tratadas por los especialistas, ni desde el campo de la educación ni desde la ciencia política. Una revisión de la literatura académica de los últimos años ha aportado un número muy pequeño de títulos que contuvieran al mismo tiempo los términos gobernabilidad y educación, y éstos siempre referidos a la gobernabilidad de los sistemas educativos, y no tanto a la potencial influencia de la educación en la gobernabilidad de las democracias. Naturalmente, sí se han hallado abundantes trabajos en los que se relaciona la educación con el sistema político y se tratan cuestiones como la eficacia de las políticas educativas o la contribución del sistema educativo a la movilización política y la legitimidad de la democracia, pero ninguno de ellos se plantea de manera explícita estudiar los vínculos entre la enseñanza y la gobernabilidad; parece claro, en este sentido, que dicho tema no constituye un campo de estudio fácilmente identificable.
La razón que explica la ausencia de una literatura específica en la cuestión que nos ocupa es la propia incertidumbre que rodea al concepto gobernabilidad. Como veremos a continuación, el término surgió con fuerza en la década de los setenta para referirse a los problemas que estaban experimentando las democracias para hacer frente a las crecientes demandas sociales, pero el debate a que dio lugar no tuvo la suficiente continuidad entre los politólogos y sociólogos. La enorme amplitud de los temas abarcados por dicha expresión impidió que se consolidara como un concepto comúnmente aceptado por los expertos, y favoreció que la discusión académica derivara hacia otras cuestiones relacionadas con la gobernabilidad, pero sustancialmente distintas a ésta: por ejemplo, el estudio de la legitimidad de los sistemas políticos, o el análisis de la eficacia de las políticas públicas. Es significativo, en este sentido, el hecho de que la práctica totalidad de los más importantes diccionarios de Ciencia Política no haya incluido la voz gobernabilidad en sus listados de conceptos: este es el caso del Penguin Dictionary of Politics, de David Robertson (Penguin Books, 1986), del European Political Dictionary, de Ernest Rossi y Barbara McCrea (ABC-Clio, 1985), del New Dictionary of Political Analysis, de Geoffrey Roberts y Alistair Edwards (Edward Arnold, 1991) o del Dictionary of 20th Century World Politics, de Jay Shafritz (H. Holt, 1993). Tampoco se incluye en importantes diccionarios de sociología, como el de Raymond Boudon, A Critical Dictionary of Sociology (Routledge, 1989) o en el Harper Collins Dictionary of Sociology, de David y Julia Jary (Harper Collins, 1991). Uno de los pocos diccionarios de Ciencia Política que sí incluye la voz, el Dizionario di Politica, de Norberto Bobbio, Nicola Matteucci y Gianfranco Pasquino, afirma que la literatura sobre gobernabilidad es vasta pero poco sistemática y que sus argumentos e hipótesis son a menudo confusos y poco definidos. Refiriéndose tanto a la gobernabilidad como a su opuesto, la ingobernabilidad, el Dizionario asegura que una y otra no son en realidad fenómenos perfectamente constatables, sino procesos en curso, relaciones complejas entre los componentes de un sistema político (Pasquino, 1990: 455).
A pesar de las dificultades entrañadas por el término gobernabilidad, su uso ha sido frecuente en el mundo político y periodístico, a menudo para referirse a los problemas de formación y estabilidad de los gobiernos en las democracias parlamentarias y a las situaciones de bloqueo en la toma de decisiones que se producen cuando determinadas instituciones entran en conflicto. Por su parte, la propia literatura académica, aunque no siempre utilice el concepto de la gobernabilidad, no ha dejado de ocuparse de los temas que éste abarca, puesto que las preocupaciones que dieron lugar a su surgimiento mantienen plena vigencia hoy en día. Dichas preocupaciones se reducen, básicamente, a lo siguiente: cómo garantizar que los gobiernos democráticos cumplen sus cometidos en un mundo cada vez más cambiante y de conexiones más complejas y a menudo contradictorias. Si estas circunstancias no fueran suficientes para justificar una nueva revisión del concepto, cabría añadir que su uso en la Ciencia Política ha vuelto a revitalizarse en los últimos años, como veremos, al amparo del debate acerca de las nuevas formas de gobierno en las sociedades avanzadas. Por todas estas razones, la discusión sobre la gobernabilidad democrática conserva enteramente su relevancia. El objeto de este ensayo, que es indagar en las relaciones entre educación y gobernabilidad, resulta así del máximo interés a la luz de los nuevos enfoques que se están desarrollando en el estudio del gobierno democrático.
El trabajo que se expone a continuación se divide en tres partes. En la primera se comentan algunas de las obras más significativas en el campo de la gobernabilidad democrática y se trata de definir con algo más de precisión dicho concepto. En la segunda se examinan varios trabajos que han analizado la gobernabilidad de los sistemas educativos en las democracias avanzadas. En la tercera se exploran los estudios que han tratado de buscar las conexiones entre la educación -y el sistema educativo- y la gobernabilidad de los sistemas políticos democráticos.
En el período comprendido entre la Segunda Guerra Mundial y los primeros años de la década de los setenta se produjo un crecimiento económico y un desarrollo social sin precedentes en los países occidentales. Al sostenido incremento de la renta se unió un progresivo aumento del Estado de Bienestar y mayores cotas de participación política del conjunto de la población. Aunque no pueda mantenerse la idea de que ésta fue una época de absoluto consenso social y de completa paz política, sí es cierto que los conflictos latentes tendieron a amortiguarse gracias al pleno empleo y a las posibilidades de bienestar y promoción sociales ofrecidas por la expansión de los sistemas públicos en educación, sanidad y pensiones. El acuerdo de los principales partidos gobernantes en cada país respecto a las políticas económicas y sociales que debían llevarse a cabo se vio favorecido por la difusión y aceptación de teorías que preconizaban la expansión del gasto público, la doctrina económica keynesiana o la teoría del capital humano.
La prosperidad y el relativo consenso social no impidieron, sin embargo, la aparición de trabajos en los que se cuestionaban las posibilidades de supervivencia del Estado de Bienestar y de la propia democracia. En claro precedente de la literatura sobre la ingobernabilidad de las democracias, aunque sin utilizar tal terminología, podían hallarse dos corrientes doctrinales de signo completamente opuesto. Por un lado, se encontraban los estudios marxistas sobre las contradicciones inherentes al Estado capitalista. Por otro, estaba la literatura conservadora (o liberal radical) del Estado mínimo.
El enfoque marxista constituyó, hasta mediados de los años setenta, el principal punto de referencia crítico del Estado de Bienestar. Como afirma Claus Offe, los argumentos teóricos -y la convicción práctica- de que así no se puede seguir, estaban situados en 1968/69 a la izquierda. Esta partía de las contradicciones de clases y las luchas resultantes que, por modificadas que estuviesen, acabarían necesariamente deshaciendo la estructura básica capitalista (Offe, 1988: 27-28). Si el Estado no era más que el instrumento de dominación de la clase capitalista, el Estado de Bienestar tan solo representaba un intento más de enmascarar y perpetuar las desigualdades existentes. Basándose en estas premisas, un economista marxista, James OConnor, trató de explicar cómo el aumento del gasto público en Estados Unidos había de desembocar necesariamente en la crisis del Estado capitalista. En su obra The Fiscal Crisis of the State (1973), OConnor establecía que el Estado debía cumplir dos funciones esencialmente contradictorias: la acumulación -asegurar el beneficio del capital-, y la legitimación -crear ciertas condiciones de armonía social-, lo que implicaba que el Estado debía efectuar ciertos gastos sociales. De acuerdo con este autor, el crecimiento imparable de las industrias monopolistas estadounidenses, amparado por el Estado, estaba produciendo mayores niveles de desempleo y pobreza, lo que había de ser compensado con el desarrollo de políticas sociales que sostuvieran la legitimidad del sistema. Esta dinámica sólo podía dar lugar a una crisis fiscal del Estado, dado que los detentadores del capital no estarían dispuestos a pagar impuestos y a renunciar a sus beneficios en la misma proporción que el crecimiento de los gastos sociales. Además, la crisis fiscal se vería agravada por la lucha política de los distintos intereses monopolistas que estaban tratando de patrimonializar el Estado de manera cada vez más acusada, lo que produciría una incesante inestabilidad política (OConnor, 1973: 5-10).
Por su parte, los teóricos del Estado mínimo formaban otro frente de oposición al Estado de Bienestar. La idea de que las políticas sociales producían ineficiencia económica era ciertamente antigua, puesto que se basaba en el principio de la economía de mercado de que la intervención estatal había de distorsionar el ajuste óptimo del sistema productivo. En este sentido, a principios de siglo Alfred Marshall se cuestionaba cómo era posible justificar cambios en la estructura de la propiedad o limitaciones a la libertad de empresa si ello había de disminuir la riqueza agregada (citado por Maravall, 1996: 178-79). Con el surgimiento del Estado de Bienestar, no obstante, aparecieron autores que argumentaban que la intervención del Estado no sólo ejercía efectos negativos sobre la economía, sino que había de afectar inevitablemente al funcionamiento de la democracia y del sistema de libertades. Una de las tesis más conocidas es la de Friedrich von Hayek, quien en dos obras capitales, Camino de servidumbre (1976) y The Constitution of Liberty (1960), criticaba la creciente intervención del Estado. En la primera de ellas, publicada originariamente en 1944, Hayek atacaba la planificación social con el razonamiento de que resultaba imposible que el planificador pudiera procesar todo el conocimiento necesario para efectuar decisiones económicas eficaces; además, la planificación suponía imponer a la totalidad de la población una determinada concepción del bien, lo que en una sociedad libre era una violencia injustificada. En la segunda obra, Hayek partía de un concepto negativo de la libertad -definida como ausencia de coacción-, frente al concepto positivo de libertad -como poder o capacidad de acción-, para afirmar que los resultados del mercado no podían ser considerados restricciones a la libertad, ya que no eran las consecuencias deseadas de ningún individuo en concreto, sino los efectos de reglas imparciales e impersonales. Aunque la intervención del gobierno era admisible a la hora de justificar una cierta protección social para los grupos más desprotegidos (incluida la sanidad pública para dichos grupos), así como para financiar la extensión de un cierto nivel educativo a la totalidad de la población, lo que había de redundar en el interés general (Hayek, 1960: 257), los intentos de llevar a cabo una redistribución de la riqueza en aras de la justicia social sólo podía dar lugar a la arbitrariedad y a la ruptura de las reglas imparciales que aseguraban la libertad de todos. La intervención de los gobiernos en búsqueda de justicia social, por bien intencionada que ésta fuera, produciría un aumento del poder arbitrario de la burocracia y de los grupos de interés bien conectados con ésta, en detrimento de aquellos individuos no protegidos por asociaciones poderosas (Hayek, 1960, tercera parte).
Las dos corrientes doctrinales mencionadas hasta el momento ocuparon durante décadas un lugar relativamente marginal en el pensamiento político de Occidente. Sin embargo, la crisis económica de mediados de los años setenta, que vino a poner fin al largo período de bonanza iniciado en la posguerra, proporcionó renovados ímpetus a las teorías críticas del capitalismo avanzado y del Estado de Bienestar, y en especial a la neoliberal o del Estado mínimo. La crisis quebró en buena medida la confianza en las ideas que habían sustentado las políticas económicas y sociales y dio lugar a la profusión de análisis en los que se cuestionaba la capacidad de las sociedades de gobernarse a sí mismas de acuerdo con los presupuestos políticos seguidos hasta ese momento. A partir de aquellos años comenzó a hablarse de la ingobernabilidad de las democracias, es decir, de la aparición de tan graves fallos en su funcionamiento y en su aptitud para resolver ciertos problemas sociales básicos que la propia supervivencia del sistema podía verse en juego. Citando de nuevo a Claus Offe, la literatura de la crisis de ingobernabilidad, que frecuentemente partía de un análisis conservador o neoliberal del Estado, utilizó diversos argumentos que habían estado en la base de la crítica marxista al capitalismo avanzado, como la teoría de la crisis del Estado fiscal o el análisis de las contradicciones entre la lógica del sistema económico y las consecuencias del desarrollo político democrático (Offe, 1988: 28-29).
Uno de los primeros trabajos en los que se estudió la gobernabilidad democrática utilizando tal término, fue el informe que para la Comisión Trilateral realizaron en 1975 tres sociólogos: Michel Crozier, Samuel P. Huntington y Joji Watanuki, en el que se analizaban los problemas de gobernación que estaban aquejando a las democracias avanzadas de Europa Occidental, Estados Unidos y Japón (Crozier et al., The Crisis of Democracy, 1975). En dicho estudio se mostraba un notable pesimismo hacia la democracia, derivado de los crecientes retos a los que ésta se había visto sometida. Por una parte, los autores destacaban que se había producido una desproporcionada expansión de la actividad gubernamental a partir de la Segunda Guerra Mundial. Al igual que había afirmado OConnor, Huntington aseguraba que el Estado democrático tendía al desequilibrio estructural entre gastos e ingresos, pero en tanto que aquél lo atribuía al desarrollo de la economía capitalista, para Huntington era consecuencia del propio proceso democrático, que había fomentado la expansión de la participación política y de los valores democráticos e igualitarios (Crozier et al., 1975: 73-74). La condición de sistema abierto de la democracia, unida a los efectos del desarrollo social y económico, produjeron una tendencia a la sobrecarga de los sistemas de decisión y de la capacidad de los gobiernos para resolver los problemas sociales, debido a la multiplicación de las demandas por parte de grupos de interés cada vez más fragmentados (Crozier et al., 1975: 12-16). Por otra parte, los autores constataban que se había producido un declive en la confianza de la gente en la autoridad, no sólo del gobierno, sino también de otras instituciones como los sindicatos, las iglesias, la escuela, el ejército y las asociaciones de diverso tipo: la extensión del espíritu democrático, con su igualitarismo, populismo y sentido del individualismo, había debilitado los fundamentos de dichas instituciones, las cuales precisaban con frecuencia de una notable jerarquía y un fuerte liderazgo interno (basado en el conocimiento experto) para funcionar correctamente. Huntington aducía el ejemplo de la universidad, donde diversas reformas habían introducido la participación de los estudiantes en los órganos de toma de decisiones, en detrimento del poder de los auténticos expertos: los profesores (Crozier, et. al.,1975: 75).
En definitiva, de acuerdo con los autores de este importante estudio sobre la ingobernabilidad, la crisis se derivaba tanto de un aumento de la carga sobre el gobierno como de una disminución de su capacidad real para tomar decisiones y resolver problemas. El resultado era, además de la ya mencionada crisis fiscal del Estado, con sus nefastas consecuencias para la economía en general -inflación y desempleo-, una general insatisfacción de los ciudadanos con el funcionamiento de las instituciones, una extensión del sentimiento de anomia o pérdida de confianza en los objetivos e intereses generales de la democracia, y un aumento del conflicto de intereses. Los autores no veían un peligro inminente de colapso de la democracia, debido a la falta de alternativas legítimas y creíbles en los regímenes autoritarios, pero sí eran extraordinariamente pesimistas respecto al futuro del sistema democrático como instrumento eficaz y estable de decisión colectiva (Crozier et al., 1975: 156-71). A conclusiones parecidas llegaban otros sociólogos como Daniel Bell (1979), o economistas liberales como Samuel Brittan (1975).
El tono extremadamente pesimista de esta literatura se vio rebajado sustancialmente en años sucesivos, ante la evidencia de que las democracias parecían haber sido capaces de encontrar formas de enfrentar la crisis y de adaptarse a las circunstancias cambiantes de la economía. A diferencia de lo ocurrido en los años treinta, cuando muchas democracias se tambalearon ante el embate de los totalitarismos, en los setenta la resistencia ante la crisis fue mucho mayor y su legitimidad no se vio seriamente amenazada. De hecho, la quiebra de los regímenes autoritarios y la transición a la democracia en importantes regiones del planeta -primero en el sur de Europa, en los años setenta, después en América Latina en los ochenta, y, finalmente, en el Este de Europa en los noventa-, no hizo sino demostrar sucesivamente la solidez de los sistemas democráticos y su condición de solución óptima, si no única, de los problemas sociales.
En este sentido, ya desde finales de los setenta los estudios sobre la gobernabilidad tendieron a centrarse no tanto en la supuesta incapacidad de las democracias para gobernarse a sí mismas, como en analizar sus desajustes y hallar las claves para un funcionamiento más eficaz de ellas. La gobernabilidad, por lo tanto, pasó de concebirse en términos de ingobernabilidad o bloqueo a ser considerada una cualidad del régimen político que admitía diversos grados de cumplimiento. Así, dentro de esta nueva perspectiva, pronto pudieron identificarse dos corrientes: por una parte, los estudios sobre las nuevas formas de relación entre el Estado y la sociedad civil, y en concreto sobre la aparición de acuerdos neocorporativistas; por otra parte, la literatura que analizaba las políticas públicas, y en especial la eficacia y nivel de cumplimiento de las mismas. A continuación veremos brevemente algunos ejemplos de cada una de estas dos corrientes y su relación con la cuestión de la gobernabilidad.
En torno a la misma época en la que se estaba produciendo el debate sobre la ingobernabilidad de las democracias se publicaron una serie de estudios que señalaban que la existencia de organizaciones de interés fuertes y con ascendiente ante el poder público, lejos de socavar necesariamente el buen funcionamiento de la democracia, podían contribuir en determinadas circunstancias a la gobernabilidad de la misma. En dos artículos publicados en 1974, Gerhard Lehmbruch y Philippe Schmitter constataban que en un cierto número de países avanzados habían tenido lugar durante décadas pactos entre los sindicatos, las organizaciones empresariales y los gobiernos, por los cuales las asociaciones de interés negociaban con el Estado la elaboración de determinadas políticas económicas y sociales y cooperaban en su puesta en marcha (los artículos están recogidos en Schmitter y Lehmbruch, 1979). A esta estrategia de intermediación de intereses los autores le daban el nombre de corporativismo o neocorporativismo, que se diferenciaba del corporativismo tradicional anclado en el catolicismo social o el adoptado por los países fascistas por el hecho de que aquél no trataba de sustituir los mecanismos democráticos de representación ni restringir la competencia electoral o las reglas constitucionales (Maravall, 1996: 218). Los sistemas neocorporativos se caracterizaban por dos rasgos principales. Por una parte, el número de participantes en los acuerdos debía ser por fuerza pequeño, preferentemente una organización por cada parte interesada -empresarios y trabajadores-, con una fuerte implantación en las bases representadas y capacidad para hacer cumplir a dichas bases los compromisos contraídos. Por otra parte, la incorporación de las asociaciones de interés al proceso de la política económica implicaba una cierta continuidad de los acuerdos y, de algún modo, una institucionalización de estas relaciones. Los estudiosos del fenómeno argumentaban que aquellos países que habían adoptado el modelo corporativo mejoraban sustancialmente su gobernabilidad, en la medida en que a través de la negociación las organizaciones de interés podían renunciar a parte de sus pretensiones a cambio de medidas que redundasen en el interés general, y además imponer a sus representados el cumplimiento de los acuerdos con cierta facilidad. Para algunos, el neocorporativismo aseguró la paz social y el crecimiento económico de los países en mayor medida que aquellos que no adoptaron dicha estrategia (Maravall, 1996: 218-20); los ejemplos de Suecia, Holanda o Austria han sido recurrentes a la hora de ponderar el modelo corporativista. En un artículo posterior Schmitter (1981) argumentó que los países con acuerdos corporativistas alcanzaban mejores resultados en un índice de gobernabilidad por él elaborado, especialmente en una de sus dimensiones, el desgobierno (unruliness), o conflicto abierto, que comporta a menudo acciones ilegales (la otra dimensión sería la inestabilidad política). La conclusión a la que llegaba era que la gobernabilidad relativa de los sistemas políticos de Europa Occidental y Norteamérica está más afectada por la naturaleza cualitativa de sus sistemas de intermediación que por la magnitud cuantitativa de los problemas económicos y sociales a los que deben enfrentarse (Schmitter, 1981: 315).
En años sucesivos el modelo neocorporativo fue intensamente aplicado a numerosos estudios empíricos, e incluso trató de extenderse a ámbitos distintos de las políticas socioeconómicas, como la propia educación. No obstante, al mismo tiempo que se difundía su uso, se tendían a poner en entredicho algunas de las virtudes que se le habían atribuido. Así, por ejemplo, Pérez Díaz elaboró una variante del modelo corporativo, que él denominó mesogobiernos o gobiernos intermedios, y tras analizarla en el espacio de las políticas económicas y regionales en España, llegaba a la conclusión de que sus resultados eran ambiguos y algo contradictorios (Pérez Díaz, 1987). Para este autor, los gobiernos intermedios eran instituciones diseñadas y construidas por actores concretos (el gobierno del país y ciertas elites sociales) para solucionar determinados problemas de especial gravedad y urgencia; la idea era que dichos problemas fueran resueltos conjuntamente por el gobierno de la nación y los gobiernos intermedios. Los gobiernos intermedios eran más probables ante la existencia de conflictos de integración social o crisis económica particularmente agudos, cuando las elites sociales disponían de una notable capacidad de actuación, e incluso de veto a las decisiones gubernamentales, y cuando la clase política nacional era débil y se encontraba muy fragmentada (Pérez Díaz, 1987: 48-50). Ejemplos de construcción de mesogobiernos en España eran los acuerdos corporativos entre gobierno, empresarios y sindicatos de finales de los setenta y principios de los ochenta, así como el proceso de construcción del Estado autonómico. Los resultados de estos procesos eran contradictorios: por una parte, habían contribuido a legitimar el sistema político -algo especialmente importante en una transición y consolidación democráticas-, así como la economía de mercado. Sin embargo, también habían acarreado consecuencias negativas, como la interferencia en el funcionamiento eficiente de los mercados y el aplazamiento de decisiones de reajuste ineludibles, en el caso de los mesogobiernos económicos, o la inestabilidad del sistema de distribución de competencias políticas, en el caso de los mesogobiernos regionales, así como el reforzamiento de las relaciones clientelares entre la clase política y los grupos de interés, lo que ocurría tanto en los gobiernos intermedios regionales como económicos (Pérez Díaz, 1987: 89-92). En líneas generales, la gran crítica que se ha planteado a los modelos neocorporativos ha sido el peligro de que las organizaciones manipularan el proceso político en favor de sus intereses particulares en detrimento del bien común, con notable erosión de las instituciones auténticamente representativas de la población en su conjunto y, en definitiva, de la democracia.
En todo caso, parece que los pactos socioeconómicos globales se hicieron más difíciles de alcanzar en los países avanzados durante la década de los ochenta, en buena medida porque la constatación del carácter estructural de los problemas económicos disminuyó los incentivos para alcanzar acuerdos que supusieran sacrificios para las partes implicadas (Maravall, 1996: 220-21). Esta circunstancia, unida a las crecientes dudas acerca de los efectos positivos de dichos pactos, ha llevado a un cierto declive de la literatura neocorporativista y a la aparición de nuevos análisis más ajustados a la realidad de los años noventa. El interés por determinar qué tipo de relaciones entre la sociedad civil y el Estado resulta más beneficioso para la gobernabilidad democrática no ha disminuido en absoluto, pero ha derivado hacia la investigación de modelos de intermediación más informales y menos explícitos que los pactos entre grandes organizaciones de interés. Veremos a continuación cómo ha evolucionado la investigación en este campo, al presentar el desarrollo de los estudios que analizan las políticas públicas.
El análisis de las políticas públicas surgió en los años sesenta como un importante campo de estudio dentro de las ciencias sociales. Hasta ese momento, la Ciencia Política se había centrado en el examen de las instituciones y estructuras de gobierno desde un punto de vista más bien formal, muy influido por el Derecho Político. El análisis de las políticas introdujo un mayor dinamismo al considerar como su objeto de estudio no sólo los aspectos organizativos de la política, sino la acción de los gobiernos, que trataba de explicarse y de compararse entre unos y otros. En palabras de Dye, los estudios de políticas públicas investigaban lo que hacen los gobiernos, por qué lo hacen y qué implicaciones tiene. Este enfoque adoptó con frecuencia un carácter marcadamente interdisciplinar, al incorporar técnicas y métodos de análisis procedentes de las distintas ciencias sociales.
Dentro de los estudios de políticas públicas adquirieron una cierta relevancia aquellos que se centraban en los resultados concretos de la acción de gobierno. Los primeros estudios de políticas públicas tendían a centrarse en la acción de los gobiernos tomada en su sentido más estricto (y a veces en sus no-acciones, o en explicar la falta de actividad en determinados campos), lo que incluía el contenido de la legislación, el reparto del gasto público, etc. Pronto se vio que dicha orientación era insuficiente, puesto que resultaba palpable que en ocasiones el contenido de las políticas no se correspondía con los resultados reales de éstas, y que incluso se producían consecuencias no deseadas o efectos perversos de las mismas. Dichas consecuencias debían ser explicadas dentro del proceso de decisión política; de ahí que parte de la literatura atendiera al problema de la puesta en marcha o ejecución de las políticas públicas (implementation). Esa literatura poseía una relación evidente con la gobernabilidad, porque trataba de determinar la eficacia de las políticas, aunque lo hacía desde un punto de vista más modesto que los estudios sobre gobernabilidad en general, y porque se centraba en áreas o ámbitos concretos de la acción gubernamental y no en una visión de conjunto del sistema político.
Uno de los primeros trabajos en los que se adoptó este enfoque fue el de Pressmann y Wildavsky (1973), en el que se analizaba la puesta en marcha de un programa del gobierno federal americano de ayuda social a sectores marginales del estado de California. La constatación del fracaso en la consecución de los objetivos del programa llevó a los autores a establecer que el proceso de formación de las políticas públicas constaba de dos fases: una de formulación o elaboración por los órganos políticos, y otra de puesta en marcha o implantación por las agencias burocráticas. Con frecuencia, la puesta en marcha desvirtuaba los objetivos políticos, a causa de las deficiencias organizativas de la estructura burocrática que había de implantarlos, o bien a causa de deficiencias en la propia definición de la política, tanto por la existencia de contradicciones en los objetivos perseguidos como por la falta de realismo de éstos. En años posteriores los estudios de ejecución de las políticas se sucedieron (varios de ellos centrados en las políticas educativas, como veremos en la sección siguiente), y se trató de determinar en qué medida era posible elaborar políticas y estrategias de aplicación eficaces para la consecución de los objetivos previstos.
En general, la conclusión a la que se ha llegado al cabo de los años es que con frecuencia resulta difícil distinguir entre la formulación y la puesta en marcha de las políticas. Por un lado, los procesos de ejecución pueden dar lugar a reformulaciones de los objetivos de la política. Por otro, hay decisiones tomadas durante el proceso de formulación que tienen un impacto considerable sobre el de ejecución y condicionan totalmente la marcha de éste (Grindle, 1981; Subirats, 1994, cap. 4º). La mayoría de los estudiosos de las políticas públicas tiende hoy a considerar que éstas son el resultado de procesos complejos en los que intervienen un conjunto de actores, tanto públicos como privados, y tanto en el proceso de formulación como en el de aplicación. Las políticas públicas deberían ser entendidas como el conjunto de decisiones y acciones de los actores políticos y privados interesados en un determinado ámbito. Los análisis actuales tienden a hablar de entramados políticos o entramados de intereses políticos (policy networks)1 para referirse a los modelos de interacción de los distintos agentes presentes en una política específica: en el caso de la política educativa, por ejemplo, el entramado podría estar compuesto, además de los políticos y los administrativos correspondientes, por grupos de presión tales como las asociaciones y sindicatos de profesores, las asociaciones de padres, la Iglesia, etc. En la formulación de las políticas todos ellos intervendrían en el proceso político, desde sus orígenes hasta su puesta en marcha, tratando en todo momento de influir en el mismo en favor de sus intereses. De esta manera, la política entendida en su sentido weberiano como conjunto de decisiones tomadas por los órganos políticos y ejecutada por los administrativos, perdería buena parte de su sentido2 .
Algunos autores han ido más allá de este nuevo enfoque de la política desde el punto de vista descriptivo, para darle además un sentido prescriptivo. Esos autores considerarían que la existencia de estos entramados ayudaría a la gobernabilidad de las democracias, al permitir descargar del Estado parte de sus responsabilidades y dar lugar a una mayor cooperación entre los agentes públicos y los privados en la elaboración y ejecución de las políticas. Este enfoque se relaciona, de alguna manera, con los modelos neocorporativos de los que hablaba anteriormente, con la diferencia de que ahora se trata de modelos de intermediación menos estructurados, más dinámicos y menos controlados por el propio Estado. Así, por ejemplo, Jan Kooiman afirma que lo que él denomina gobernación sociopolítica (social-political governance), o conjunto de estructuras para la toma de decisiones en la que entrarían agentes públicos y privados, es un procedimiento más adecuado para la gobernabilidad de las sociedades contemporáneas avanzadas, ya que la mayor complejidad, dinamismo y diversidad de éstas requiere la adopción de modelos políticos más flexibles y dinámicos que el paradigma tradicional de decisión política y ejecución administrativa (Kooiman, 1993).
Como decía en la introducción, la literatura acerca de la contribución del sistema educativo a la gobernabilidad es, como tal, casi inexistente. No obstante, sí pueden hallarse importantes estudios y ensayos referentes a dos aspectos íntimamente relacionados con la gobernabilidad democrática. Por una parte, se encuentran aquellos trabajos que han explorado las relaciones entre educación y democracia desde la filosofía política, y que básicamente se centran en determinar en qué medida la educación ha de transmitir ciertos valores e inculcar ciertas actitudes favorables a la democracia en los niños y los jóvenes. Por otra parte, una serie de autores, desde las ciencias políticas y económicas, ha señalado la aportación de la educación al desarrollo y modernización de los países, esto es, los efectos positivos de la extensión de la enseñanza tanto sobre el sistema productivo como sobre ciertos componentes esenciales del sistema político, entre los que se encuentran la participación ciudadana o la formación de las elites políticas. En este apartado se analizan algunas obras escritas en cada una de estas dos direcciones.
La relación entre el sistema político y la escuela ha sido destacada por los filósofos políticos desde antiguo, puesto que ya Platón señalaba la conexión íntima entre la educación y las instituciones, las leyes y las costumbres de cada Estado. La correspondencia entre educación y democracia también parece clara. La mayoría de los autores coincide en afirmar que para que la educación contribuya a la consolidación y buen funcionamiento de la democracia es necesario que aquélla no se limite a la transmisión de ciertos conocimientos o aptitudes, sino que también difunda e inculque determinados valores y actitudes que se consideran necesarios de cara a un correcto funcionamiento del sistema democrático. Entre estos valores destacan el aprecio a la libertad y la dignidad humanas, la tolerancia, el respeto a las diferencias y la creencia en la igualdad fundamental de los seres humanos. Lo que se ha venido a llamar cultura cívica democrática es precisamente la identificación con los valores e instituciones de la democracia, la disposición a participar políticamente, y la capacidad de formar juicios críticos de la realidad política existente. En este sentido, para que la democracia pueda funcionar como tal es imprescindible que la mayor parte de la ciudadanía comparta dichos valores básicos y sienta la legitimidad de las instituciones democráticas, objetivos a los cuales debe encaminarse la educación como agente de socialización política.
A pesar del acuerdo en torno a la importancia de la educación en la socialización política, la forma en que la misma ha de llevarse a cabo es sujeto de una cierta controversia. Para algunos autores, es el sistema educativo formal el que ha de estar imbuido de ciertos valores comunes y transmitirlos por igual a todos los ciudadanos, independientemente de las creencias particulares que éstos -en realidad, los padres de los niños- profesen. Para otros, el sistema educativo formal ha de poseer un carácter más neutral y, a partir del respeto a todas las creencias, presentar las distintas variedades de pensamiento y cultura existentes en la sociedad para que los niños escojan por sí mismos; en este caso, la socialización democrática se produciría no tanto a través de la inculcación de valores comunes como de la exposición a la diferencia y el aprendizaje a partir de la libertad de elección. Por su parte, para otros, el sistema educativo ha de reflejar la libertad de creencias de los padres, quienes deben tener derecho a escoger el tipo de educación que desean para sus hijos; la inculcación de valores democráticos en los jóvenes, aunque necesaria y deseable, no se haría tanto a través de la imposición por el Estado de ciertos contenidos educativos como de las propias iniciativas sociales, en las que, desde convicciones liberales, habría que confiar. De manera simplificada, estas tres posturas podrían denominarse comunitaria, neutral liberal y libertaria o de pluralismo segmentado2 .
La posición que denomino comunitaria es aquella que conceptúa al sistema educativo como un factor fundamental de la cohesión política, en la medida en que éste difunde los valores y creencias que se considera deben ser compartidos por toda la sociedad. Las teorías comunitarias adoptan como presupuesto que cualquier sociedad democrática, independientemente de sus posibles divisiones internas, ha de contar con un sólido núcleo de valores y rasgos comunes que permitan considerarla una comunidad. Las instituciones públicas, como transmisoras de la decisión colectiva democrática, han de garantizar que dichos valores son efectivamente transmitidos a la población, y que aquellas creencias incompatibles con los primeros no tengan cabida en la enseñanza.
Las posturas comunitarias han sido probablemente las más extendidas entre los teóricos de la democracia y los pedagogos interesados en los efectos políticos de la educación. Ésta ha sido la tradición de buena parte del pensamiento liberal y republicano desde finales del siglo XVIII -aunque no de todo el pensamiento liberal, como veremos posteriormente-. El republicanismo francés ha defendido desde sus orígenes la idea de la educación como formadora de las virtudes públicas que fundamentan la existencia de una república nacional, concebida ésta no como una simple agregación de ciudadanos que poseen ciertos derechos individuales, sino como una comunidad con un destino (Levinson, 1995: 22-32). La escuela sería un espacio donde todos los niños se integrarían y aprenderían a vivir juntos dentro del respeto a ciertos valores fundamentales compartidos. El concepto de escuela única republicana, establecido por las reformas de Jules Ferry en la década de 1870, forma parte de dicha tradición, con sus principios de neutralidad religiosa y de implantación de un ideal secular y nacional de ciudadanía.
También el liberalismo anglosajón ha incidido en el papel de la escuela como instrumento para la formación de demócratas. Así, en la primera mitad del siglo XIX, James Mill afirmaba que la educación había de consistir en la transmisión de ideas y valores funcionales para la democracia y en el arrinconamiento de las perjudiciales. Para Mill los valores transmitidos debían ser los de la clase media meritocrática, que constituía el pilar de la sociedad y el ejemplo para las clases trabajadoras. En este sentido, y a diferencia de otros autores contemporáneos suyos, Mill no temía que la democracia llegara a representar un peligro de trastorno social, puesto que al existir ideas y valores comunes el voto de los ciudadanos no sería usado nunca de manera que supusiera un serio riesgo de división social (Citado en Parry, 1994: 49-51). Por su parte, el establecimiento del sistema educativo público en Estados Unidos constituyó una operación consciente de intregración masiva de sus inmigrantes, que aparejó la transmisión de valores patrióticos y de ciertas virtudes cívicas, entre las que se incluían la enseñanza de su Constitución, las ventajas de su sistema político democrático, las obligaciones y derechos cívicos de los ciudadanos y la crítica de las ideologías totalitarias (Levinson, 1995: 19). La escuela pública, como foro de unión de todos los ciudadanos, había de ser el principal instrumento de integración ciudadana y nacional. Así, un autor del siglo XIX, Horace Bushnell, escribía en 1853 que se podían tener serias dudas de que ningún sistema político popular pudiera soportar nunca el choque de la animosidad que, sin duda alguna, ha de generar el hecho de que los niños se formen en sus propias escuelas, sin ser puestos juntos para sentir, entender y apreciarse los unos a los otros en una escuela común (citado en Levinson, 1995: n.26).
Entre los filósofos políticos más influyentes que han escrito sobre educación y democracia se encuentra, sin duda, John Dewey, quien en 1916 publicó una de las obras capitales dentro de la corriente que he dado en denominar comunitaria, llamada precisamente Democracia y educación (Dewey, 1995). En dicha obra, Dewey no se limitaba a establecer la fundamental importancia de la educación sobre el buen funcionamiento del sistema democrático, sino que trataba de elaborar los contenidos y métodos pedagógicos más adecuados para conseguir una socialización política democrática. Dewey destacaba que la democracia era un régimen esencialmente participativo, de ciudadanos políticamente activos. Con el fin de formar demócratas activos, la educación debía garantizar que el sujeto no fuera un recipiente pasivo sino interactivo, es decir, ésta debía orientarse a la resolución de problemas más que a la transmisión de conocimientos puros, y también debía garantizar la participación de los niños en el proceso de aprendizaje. Dewey no estimaba que la educación debiera encaminarse sólo al desarrollo de la autonomía individual, sino que había de fomentar el sentido de comunidad. En su afán de reconciliar pluralismo y comunidad, el autor afirmaba que la comunidad había de construirse a base de experimentación y búsqueda de armonía entre los individuos, quienes, en la persecución de sus propios intereses, encontrarían mayores recompensas en la cooperación con los demás que en el individualismo. En definitiva, la educación democrática debía incluir dos aspectos básicos. En primer lugar, buscar formas cooperativas de aprendizaje, como los juegos, más que basarse en el aprendizaje individualista. En segundo término, dar lugar al aprendizaje de ciertos significados que reforzaran la existencia de un lenguaje común dentro de la comunidad, para así consolidarla. De este modo, curiosamente, Dewey no consideraba muy ventajoso el cultivo de la independencia personal a través de la educación, puesto que aquélla era poco funcional desde el punto de vista democrático; antes al contrario, la interdependencia reforzaba la capacidad social de los individuos y resultaba mucho más eficaz de cara a establecer una democracia participativa e integrada.
Las concepciones comunitarias de la educación expuestas hasta ahora asumían que el sistema formal de enseñanza había de inculcar ciertos valores fundamentales, independientemente de las creencias particulares de los distintos grupos que componen la sociedad. De acuerdo con dicha postura, incluso algunas creencias deberían ser totalmente desterradas del sistema educativo, por ser consideradas incompatibles con la socialización democrática. Sin embargo, este punto de vista ha sido criticado por aquellos que consideran que el sistema educativo formal ha de poseer un carácter más neutral y menos partidario de imponer determinados esquemas morales e ideológicos. Una forma de entender la sociedad liberal y democrática es aquella -podría denominarse neutral liberal- que cree que no hay concepciones del bien que puedan considerarse superiores a otras, de modo que el sistema educativo debería poseer un carácter imparcial. Dicha imparcialidad implicaría que no deben eliminarse sistemáticamente de la educación aquellas ideas que pueden ser consideradas por la mayoría como perniciosas para la democracia, porque determinados grupos sociales sí pueden sentirse identificados con ellas, pero tampoco significaría que los padres pudieran inculcar cualquier creencia y rechazar la enseñanza de las demás con el argumento de que estas últimas no encajaban en su propio sistema de valores. El sistema educativo, a partir del respeto a todas las creencias, debería presentar las distintas variedades de pensamiento y cultura existentes en la sociedad, para que los niños, en un momento dado, pudieran formar libremente sus creencias.
Un representante actual de esta línea de pensamiento es Bruce Ackerman (1980), quien se plantea el problema de cómo ha de ser la educación en una sociedad plural o multicultural en la que no existe acuerdo respecto a ciertos valores básicos. Ackerman, que rechaza las imágenes «horticulturales» de la educación, en la que los maestros son jardineros que han de arrancar las malas hierbas y producir plantas perfectas, considera que ni el sistema educativo ni los padres deberían inculcar a los niños la idea de superioridad de una visión del bien sobre las otras. Aunque es razonable que en los primeros años de la educación los niños deban estar bajo el control de sus padres, quienes podrían decidir qué tipo de educación ha de dárseles, al alcanzar una cierta edad el currículo escolar debería abrirse para todos los estudiantes, con independencia de los deseos de los padres. De este modo, los niños se verían expuestos a las diversas ideas, creencias y experiencias alternativas que pueden tener lugar en una sociedad concreta, para que fueran ellos los que, en un momento dado, escogieran conscientemente con cuáles de ellas se quedarían. En definitiva, la socialización democrática en este modelo no se produciría a través de la transmisión de valores comunes por parte de la escuela, sino a partir de la exposición de los niños a la diferencia y del aprendizaje de la libertad de elección.
La neutralidad liberal ha sido fuertemente criticada por algunos autores, que consideran que fomenta el relativismo y el escepticismo. Así, por ejemplo, Allan Bloom afirma que todo sistema educativo tiene un fin moral, dado que trata de producir un determinado tipo humano, y que ello se manifiesta en el currículo escolar (citado por Parry, 1994). La educación democrática ha de estar encaminada a inculcar ciertos valores democráticos y, con ellos, la idea de virtud cívica. La neutralidad liberal es criticada también por Amy Gutmann (1987), quien considera que la educación democrática no puede dejar de promover conscientemente ciertos valores y rechazar otros, como por ejemplo, el racismo. De acuerdo con esta perspectiva, el sistema de cheques escolares (vouchers), por ejemplo, sería rechazable, porque permitiría a los padres enviar a sus hijos a escuelas donde se practicara el exclusivismo antidemocrático; algo similar ocurriría con la escuela religiosa privada3 . Un posible compromiso que contempla Gutmann es la autonomía parcial de las escuelas, también defendida en su momento por John Stuart Mill: el Estado podría exigir que los alumnos tuvieran que realizar ciertos exámenes públicos fuera de la escuela, o se podrían entregar cheques escolares sólo para aquellas escuelas que reunieran ciertos requisitos -determinadas prácticas educativas, el currículo, etc.-. Así, la escuela democrática debería ser en todo caso comprehensiva, co-educativa, poseer un cierto equilibrio racial y evitar la discriminación antidemocrática4 .
Un autor que, dentro de la tradición comunitaria, trata de establecer un cierto equilibrio entre la inculcación de valores democráticos y la libertad individual, es John Rawls. En su más reciente libro, Liberalismo político (1996), Rawls se plantea los problemas derivados de la coexistencia en una misma sociedad de lo que él denomina doctrinas comprehensivas, es decir, visiones del mundo distintas que pueden entrañar profundas divisiones ideológicas y morales entre los diferentes grupos sociales. Rawls afirma que la educación en una sociedad liberal democrática debe enseñar las virtudes del liberalismo político, con un currículo nacional que asegure la enseñanza de la cultura cívica necesaria para convertir a los niños en miembros cooperativos de la democracia. Esta imposición no es incompatible con un considerable grado de libertad por parte de los individuos y los distintos grupos sociales para enseñar doctrinas universales, tanto seculares como religiosas, siempre y cuando éstas no invadan la esfera pública en la que se sitúan los principios básicos del liberalismo político: dichos principios son la igualdad de derechos y libertades políticas, así como de oportunidades. Es decir, se trataría de desgajar de las doctrinas comprehensivas una esfera de actuación pública con sus propios valores y conceptos, que asegurara el diálogo democrático entre los individuos, independientemente de las ideas morales o religiosas que éstos sostuvieran en su esfera privada. Los principios morales de dicha esfera pública no tendrían por qué derivarse de ninguna doctrina universal concreta, sino que tendrían su propia existencia autónoma. Parece claro, sin embargo, que para que las posibles doctrinas comprehensivas sean compatibles con el liberalismo político, es necesario que éstas no adopten un carácter «fundamentalista», sean sólo «razonablemente» comprehensivas, y lleven su universalidad hasta un cierto grado que permita hacerlas convivir con los principios morales de la justicia política tal como los entiende Rawls. En este sentido, para que una doctrina universal resulte compatible con el liberalismo es necesario que posea un considerable nivel de racionalidad y sentido crítico, y una cierta capacidad de relativizarse a sí misma. En definitiva, la teoría de Rawls parece servir para sociedades no «excesivamente» pluralistas, con un cierto grado de consenso sobre los valores fundamentales, y no tanto para aquellas con fuertes divergencias religiosas o políticas.
La tercera de las posiciones filosóficas en torno a educación y democracia que he apuntado al principio de este apartado es la que he denominado libertaria o de pluralismo segmentado. Esta es la postura de aquellos pensadores del liberalismo más radical, que consideran que las funciones regulatoria y redistributiva del Estado han de reducirse al mínimo para que una sociedad pueda llegar a organizarse libremente. Un punto de vista interesante dentro de esta tendencia es el expresado por el anteriormente mencionado Friedrich von Hayek, quien, en The Constitution of Liberty (1960), dedicó un capítulo entero a la educación (capítulo 24). Hayek admitía que la educación básica no debía limitarse tan sólo a la transmisión de conocimiento, sino también a la de ciertos valores considerados imprescindibles para la coexistencia pacífica. También admitía que la educación básica debía ser obligatoria y financiada por el Estado, porque de ello se derivaban importantes beneficios para la comunidad. Sin embargo, consideraba mucho más discutible que la enseñanza debiera estar organizada directamente por el poder público y que éste prescribiera los contenidos y valores transmitidos por aquélla. Por una parte, existía el peligro de que grupos de burócratas o expertos al servicio de la administración impusieran sus propios valores y creencias a la población en general, revestidos con la aureola de teorías científicas irrebatibles. Por otra parte, era casi segura la posibilidad de que una parte de la ciudadanía no se sintiera identificada con los contenidos de las enseñanzas o la organización de las mismas en las escuelas públicas, y no sería justo, de acuerdo con Hayek, que dichos individuos tuvieran que sufragar enteramente de sus bolsillos una escuela privada, una vez que ya habían financiado la pública a través de sus impuestos. En este sentido, la solución pasaba por el establecimiento de un sistema de cheques escolares similar al concebido por Milton Friedman: el Estado no mantendría escuelas públicas (salvo en zonas rurales aisladas), sino que proporcionaría cheques por un valor determinado, que podrían ser utilizados para pagar la matrícula escolar en la escuela privada que eligieran los padres, siempre que ésta cumpliera unos mínimos requisitos. Este sistema tendría la ventaja de que los padres dispondrían de una mayor capacidad para escoger el tipo de educación deseado para sus hijos. Naturalmente, podría darse la eventualidad de que un cierto número de escuelas transmitiera enseñanzas poco acordes con el espíritu democrático; los posibles riesgos de tal situación serían, en todo caso, muy inferiores a los que podrían derivarse del control de la enseñanza por el Estado, ya que los errores cometidos por este último se extenderían al conjunto de los alumnos, en tanto que los errores particulares se circunscribirían a aquellos estudiantes que recibieran un tipo de enseñanza determinado. La inculcación de valores democráticos en los niños, aunque deseable, no debía ser impuesta mediante decreto por el Estado, sino que habían de ser los propios padres, en el marco de una sociedad abierta, quienes vieran las ventajas de tales enseñanzas y las escogieran de manera voluntaria para sus hijos.
Como veíamos al principio de este apartado, la contribución del sistema educativo a la gobernabilidad democrática ha sido estudiada indirectamente también por una serie de economistas y científicos políticos que han investigado los fundamentos del desarrollo y la modernización de los países. La educación y su relación con el desarrollo económico han sido extensamente tratadas en la literatura económica durante los últimos treinta años, a partir de los estudios de Theodore W. Schultz y otros economistas, quienes llegaron a la conclusión de que las inversiones en educación producían incrementos en la productividad de los individuos que podían llevar a asimilar aquéllas con las inversiones en capital físico, por lo que acuñaron para ellas el término capital humano. No entraré a analizar esta literatura en detalle, lo que me llevaría a extenderme en aspectos que no son esenciales para la discusión de que es objeto el presente artículo; es importante anotar, sin embargo, que a pesar de que las investigaciones sobre el capital humano no siempre han confirmado en su plenitud la hipótesis de partida, sí han puesto de manifiesto que existe una relación positiva entre la difusión de la educación a un mayor porcentaje de la población y la modernización económica de los países, entendida ésta tanto en el sentido de crecimiento económico como de adopción de ideas y actitudes favorecedoras de la innovación tecnológica y organizativa5 . Aunque, por su parte, la relación entre modernización económica y gobernabilidad sea notablemente compleja, y, como se describía en la segunda sección de este artículo, un mayor progreso de la primera no implique necesariamente una mayor gobernabilidad del sistema político, sí parece claro que, al menos a medio plazo, el desarrollo económico contribuye a consolidar la democracia y a hacer ésta más gobernable.
Los científicos políticos han utilizado en ocasiones otro concepto de desarrollo, en este caso denominado desarrollo político. Por tal se entiende la capacidad del sistema político de incrementar la participación y movilización ciudadanas y de conseguir una mayor integración social (Coleman, 1965: 15; Fägerlind y Saha, 1989: 123-25). Las relaciones entre la educación y el desarrollo político fueron objeto de diversos estudios en los años sesenta, entre los que destacaron los compilados por James S. Coleman en un libro llamado precisamente Education and Political Development (Coleman, 1965). En dicha obra se establecía la conexión entre el grado de evolución de la educación formal de los distintos países en desarrollo y la capacidad de éstos para progresar en la socialización política de la población, la formación de elites gobernantes y la reducción de las desigualdades entre los distintos grupos sociales, étnicos o geográficos. Aunque los resultados de los sistemas educativos variaban notablemente de unos países a otros, sí eran perceptibles en casi todos ellos los efectos positivos de la enseñanza sobre las variables consideradas. En otro estudio contemporáneo, Gabriel Almond y Sidney Verba mostraban que la educación formal era el factor más importante en la socialización política de los sujetos, lo cual no significaba, sin embargo, que los contenidos de dicha socialización fueran siempre los más adecuados para la democracia (Almond y Verba, 1965: 379-87). En líneas generales, los estudios posteriores han tendido a confirmar la gran importancia del sistema educativo como instrumento de socialización política, pero han sido quizá algo más escépticos que los primeros investigadores en esta materia a la hora de ratificar sus efectos positivos: la escuela compite en esta función con otras instituciones sociales, como la familia o los medios de comunicación, y no está tan claro que la primera consiga siempre sus objetivos de la manera más eficaz (Fägerlind y Saha, 1989: 123-42).
Los primeros estudios sobre el gobierno de los sistemas educativos se centraban en los aspectos formales y jurídicos de éstos. En general, los politólogos han desdeñado tratar de las políticas educativas, y sólo recientemente parece haber surgido un mayor interés por estudiar los sistemas de enseñanza como modelos de relaciones políticas. En todo caso, pueden destacarse dos direcciones interesantes sobre este tema desde el punto de vista de la Ciencia Política: por una parte, los trabajos sobre la ejecución de las políticas educativas, y, por otra, el debate sobre el papel del mercado en el sistema educativo y su posible colisión con la práctica democrática.
La puesta en marcha de las políticas públicas en educación ha sido analizada en un cierto número de estudios desde los años setenta. Un trabajo clásico es el de Cerych y Sabatier, que trata acerca de la implantación de reformas en la educación superior de una serie de países europeos (Cerych y Sabatier, 1986). Siguiendo un esquema clásico de división conceptual entre los políticos formuladores de políticas y los burócratas ejecutores de las mismas, los autores trataban de establecer teóricamente qué factores relacionados con el contenido de las políticas y el contexto de su ejecución podían ayudar a una mejor consecución de sus objetivos: entre ellos mencionaban la claridad y cohesión de los objetivos formulados, la concentración de los centros de ejecución de las políticas o la no existencia de poderosos actores privados afectados por la política en cuestión.
Al igual que ha ocurrido con los estudios de ejecución de políticas en general, los relacionados con las políticas educativas han tenido que reconocer que los modelos que plantean una división simple entre formuladores y ejecutores de las políticas no responden a la realidad, y que los objetivos elaborados por los gobiernos nunca llegan a cumplirse por completo, porque se encuentran mediatizados por múltiples intereses. En este sentido, los últimos trabajos en educación tienden a explorar los entramados (policy networks) de intereses presentes en un sistema educativo concreto, para así determinar de una manera más realista el sentido de las políticas emprendidas y sus posibilidades de realización. Entre los trabajos que emplean dicha conceptualización se encuentran, por ejemplo, los de Duclaud-Williams (1993) y Raab (1994).
Por otra parte, el resurgimiento de las teorías defensoras del mercado a partir de finales de los años setenta ha puesto en entredicho muchas de las convicciones acerca del papel del Estado en la provisión de los servicios públicos. Uno de los debates más interesantes a este respecto es el que se ha producido a partir de la publicación del libro de Jonh Chubb y Terry Moe (1990), en el que se han suscitado importantes cuestiones referentes a la eficacia y la participación social en el sistema educativo.
Chubb y Moe, que escriben a partir de la experiencia en Estados Unidos, afirman que el control democrático de las escuelas ha ocasionado un constante declive en la calidad de éstas y en su capacidad para formar adecuadamente a los alumnos. Paradójicamente, la razón no está en que la democracia haya funcionado mal en el sistema educativo, sino, al contrario, en que aquélla ha funcionado bastante bien. La política democrática lleva a que el sistema educativo se convierta en el campo de batalla de los distintos intereses presentes en el mismo: políticos, grupos ideológicos, maestros, administradores, padres, alumnos, editores de libros de texto, etc. El resultado de las «batallas» se determina, como habitualmente en política, a través del equilibrio de fuerzas de los distintos grupos, en función de los recursos de éstos y de sus estrategias. Las batallas acaban inevitablemente en vencedores y vencidos, o en compromisos que no satisfacen a nadie, y que se imponen por procedimientos burocráticos. El resultado es que, normalmente, las escuelas con control democrático son ineficaces, al no poder contentar los distintos intereses en conflicto. La solución a este problema estriba en eliminar el control democrático del sistema educativo y sustituirlo por un sistema más cercano al mercado, una variante del sistema de cheques escolares. Cada escuela recibiría dinero público en función de los alumnos matriculados en la misma, y sería independiente para llevar a cabo sus propios programas educativos. Ello permitiría a cada escuela buscar su propio «nicho» en el mercado, a través de la especialización en un determinado tipo de enseñanza, o una cierta orientación religiosa. En lugar de un control del conjunto de la sociedad sobre todas las escuelas, con este sistema alternativo se establecería un contrato particular entre los padres y cada escuela. Las únicas limitaciones a la autonomía de la escuela serían el respeto a ciertas garantías constitucionales, como la no discriminación.
El libro de Chubb y Moe ha dado lugar a importantes críticas, algunas de ellas a su trabajo empírico, y otras a sus fundamentos teóricos. Una crítica teórica interesante se contiene en un artículo de Stewart Ranson, quien analiza aquella obra en el contexto británico (Ranson, 1993). Además de criticar los fundamentos filosóficos en los que se basa la teoría del mercado -la psicología del individualismo posesivo, que Ranson considera una distorsión de la naturaleza humana-, este autor afirma que la inserción del mercado en el sistema educativo da lugar a mayores cuotas de desigualdad y discriminación social, puesto que el sistema se limitaría a reproducir los desequilibrios existentes: por ejemplo, la libertad de elección daría mayor ventaja a las escuelas ya privilegiadas, que se convertirían en el nicho de los grupos más favorecidos. Además, al eliminarse los mecanismos de decisión colectiva, la comunidad ya no podría llevar a cabo una discusión racional acerca de los valores y necesidades de la misma en relación con el sistema educativo, y éste dejaría de ser revisable y de rendir cuentas ante el público.
El artículo de Ranson es, a su vez, criticado por James Tooley, quien considera que muchas de las supuestas deficiencias del mercado también afectan a los sistemas educativos controlados democráticamente (Tooley, 1995). Para Tooley, no está claro que en un sistema de mercado la oferta de educación de calidad tienda a restringirse a reducidos grupos privilegiados, siempre y cuando la oferta sea auténticamente libre, y no esté tan controlada como en la mayoría de los países. Respecto a la pérdida de control por parte de la comunidad de su sistema educativo, Tooley argumenta que la existencia de mecanismos de mercado no excluye la posibilidad de que los ciudadanos puedan discutir racionalmente acerca de sus valores y necesidades, así como expresar sus quejas ante los gestores de las escuelas. La posibilidad de cambiar de escuela es, además, un instrumento de presión de los padres hacia los profesionales y gestores mucho más poderoso que el control democrático, puesto que la mayoría de los padres carece de tiempo y de recursos culturales suficientes para argumentar sus puntos de vista en los foros de control democrático, los cuales son, en la práctica, controlados por los profesionales y los gestores.
(1) 1 Subirats (1994) utiliza el término entramado para referirse a las networks; creo que ésta es una palabra más adecuada que red en este contexto.
(2) La expresión libertaria tiene aquí el significado de liberal extrema u opuesta a la intervención del Estado. La expresión pluralismo segmentado ha sido tomada del trabajo de Meira Levinson, quien sostiene que el sistema educativo inglés, con su política de financiación de las escuelas privadas de las distintas confesiones religiosas y la posibilidad de privatizar las escuelas públicas si así lo deciden los padres, responde a grandes rasgos a dicho modelo (Levinson, 1995).
(3) A pesar de las divergencias respecto al contenido de la enseñanza, tanto Ackerman como Gutmann coinciden en el rechazo al sistema de cheques, por diferentes razones: la primera, porque consideran que atenta contra la neutralidad; la segunda, porque piensan que puede suponer la imposición de valores no democráticos.
(4) Esta discusión está excelentemente relatada en el artículo de Geraint Parry (1994).scusión está excelentemente relatada en el artículo de Geraint Parry (1994).
(5) Sobre los posibles efectos contradictorios de la educación sobre el sistema productivo, ver Fägerlind y Saha (1989), especialmente los capítulos 2-4. Dichos autores destacan, por ejemplo, cómo el sistema educativo apenas tuvo influencia sobre la industrialización en Gran Bretaña entre los siglos XVIII y XIX, en tanto que sí cumplió un papel determinante en la modernización japonesa (ibíd: 38-40). Por su parte, Clara Eugenia Núñez señala que la literatura parece confirmar los positivos efectos de la educación sobre la economía, pero que la explicación de cómo se producen dichos efectos no está clara todavía (Núñez, 1992: 31-44).
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