Organización de Estados Iberoamericanos Para la Educación, la Ciencia y la Cultura |
Revista
Iberoamericana de Educación Número 16 - Educación Ambiental y Formación: Proyectos y Experiencias |
(*) María del Carmen González es doctora en Geografía e Historia y Máster en Educación Ambiental. Ha desempeñado diversos puestos de responsabilidad en el Ministerio de Educación y Cultura de España relacionados con la renovación pedagógica y la Educación Ambiental. Ha sido coordinadora del Equipo Técnico del Programa de la OEI «La Educación Ambiental en Iberoamérica en el Nivel Medio». En la actualidad es inspectora de educación en Madrid (España). |
Esta evidente preocupación por la formación permanente del profesorado es, sin embargo, un fenómeno relativamente reciente, relacionado con el logro de un determinado status educativo y muy ligado con el énfasis puesto en la llamada calidad de la enseñanza1. En efecto, las prioridades educativas acostumbran a centrarse básicamente en el logro de la escolarización total, en la generalización de una enseñanza fundamental para toda la población, y, por tanto, en políticas de construcción de centros y en la dotación de un profesorado suficiente, cuya formación inicial hay que garantizar. En esa fase es más urgente asegurar la cantidad que atender a la calidad.
Sin embargo, en el momento en que estos objetivos se consideran alcanzados, salta al primer plano la consecución de la calidad, la cual, en los últimos años, se ha convertido en el «leit motiv» de políticos y administradores de la educación de los países donde se da tal situación. Pero incluso en aquellos otros donde la situación política y económica no ha permitido alcanzar una escolarización satisfactoria o donde las necesidades de reclutamiento inicial del profesorado apenas están resueltas profesores improvisados, cualificaciones bajas, etc., la cuestión de la formación continua o permanente no deja de plantearse.
Los condicionamientos y las características básicas de esta formación son, asimismo, bastante generalizables. Se trata, en numerosos países, de atender a un profesorado mayoritariamente joven, con muchos años por delante en el sistema educativo, y que debe ejercer en un mundo en acelerado proceso de cambio en el que sus conocimientos iniciales se convierten pronto en obsoletos si no se actualizan continuamente.
Por otro lado, el diseño de currículos abiertos o flexibles, las nuevas dimensiones que en él aparecen, entre ellas la Educación Ambiental, el aumento de la autonomía de los centros educativos, los cambios en la concepción del papel del profesorado (de profesor transmisor a profesor facilitador e investigador), todo ello incrementa la necesidad de ayudar al profesorado a estar a la altura de estos retos, mejorando cuantitativa y cualitativamente su formación y compensando a veces la debilidad de la formación inicial.
El incremento de la investigación sobre todos estos aspectos y la presencia por doquier de reformas educativas beneficiarias e impulsoras de estos trabajos, ha llevado a diversas instituciones internacionales y a distintas administraciones educativas nacionales a insistir en la importancia del tema, a desarrollar modelos y estrategias de intervención al respecto o a financiar programas para ponerlos en práctica. Sindicatos y asociaciones de profesores son también conscientes de esta necesidad, y muchas veces pioneros en actividades de formación.
La finalidad de dicha formación permanente es básicamente el cambio o la adaptación del rol del profesor a las nuevas realidades, suministrándole conceptos y procedimientos que se lo faciliten, desarrollando actitudes y valores adecuados, y consiguiendo la siempre difícil integración de la teoría y la práctica.
Plantea todo ello gran cantidad de problemas educativos, económicos, laborales, etc. Cuestiones como los incentivos para esta formación, su carácter obligatorio o voluntario, retribuido o no, en horario lectivo o extraescolar, con repercusiones en la carrera docente, etc., y otras como las estrategias o procedimientos que se pongan en práctica para conseguirlo, algunas muy sistematizadas, otras más puntuales.
Afecta todo lo anterior a la formación del profesorado entendida globalmente, pero es en ella donde se enmarca la formación en Educación Ambiental, o, si se prefiere, como educador ambiental. Cabe preguntarse de qué manera confluye con ella, qué es lo que comparte y cuáles son sus características específicas, si es que las tiene. Y seguramente concluir que la formación como educador ambiental es simplemente la formación como EDUCADOR, con mayúscula, pues buena parte de las características que desearíamos en este son las que definiremos como propias de aquél.
Sobre la necesidad y urgencia de una formación de este tipo convienen desde hace años las distintas administraciones educativas así como diversas instituciones internacionales. La creciente conciencia de la problemática del medio ambiente y la conveniencia de que desde el sistema educativo se dé también respuesta al reto de buscar soluciones, ha llevado, desde hace décadas, a la introducción de la Educación Ambiental y a la consiguiente necesidad de formación del profesorado. Parece evidente que una de las claves para el desarrollo de la Educación Ambiental está en la formación de los educadores.
En este sentido son ya clásicas las recomendaciones del informe final de la Conferencia de Tbilisi (1977)2 solicitando a los diversos Estados que:
Desde entonces, todas las instituciones nacionales e internacionales implicadas y los distintos foros que han tratado la cuestión vienen insistiendo al respecto. Así, en Europa, los Ministros de Educación de la Unión Europea, reunidos en Consejo el 1 de junio de 1992, y en consonancia con la Resolución de 1988, han recordado una vez más la necesidad de prestar especial atención a la formación de profesores en este campo, tanto en inicial como en permanente.
En todos esos foros se han ido aportando ideas para esta formación, coherentes con el tipo de Educación Ambiental que se requiere; así, en la necesaria incardinación de la formación con la práctica docente, con la experimentación del profesor en y sobre el aula y con el autoaprendizaje; en la conveniencia de fomentar el trabajo con equipos docentes; en la diversidad de modalidades de formación, dada la singularidad de cada situación educativa; en el fomento del trabajo en el entorno, etc.
En América son también numerosas y tempranas las recomendaciones en este sentido y el intento de incardinarlas en auténticas estrategias nacionales de acción. Las recomendaciones de Querétaro (México 1995) insisten en la urgencia de diseñar estrategias de formación y capacitación que favorezcan la inclusión de la Educación Ambiental, con énfasis en la modificación de las actitudes y conductas, y que promuevan la autoformación. En este mismo sentido, las recomendaciones de Villa de Leyva (Colombia, 1996) apuntan a que es necesario encontrar estrategias de formación que permitan a los educadores construir su propio discurso pedagógico.
Sobre estas y otras recomendaciones se ha ido configurando una respuesta a la pregunta básica para enfocar una formación adecuada del profesorado: ¿qué tipo de profesor queremos para la Educación Ambiental?
Richard J. Wilke3 caracteriza al profesor de Educación Ambiental como un profesor competente en conocimientos pedagógicos, capaz de relacionar los objetivos educativos con los de la Educación Ambiental; un profesor que domine los contenidos de la Educación Ambiental en materia ecológica; un profesor competente en metodología ambiental, en planificación y en evaluación. A todo ello podríamos añadir, un profesor o profesora sensible hacia la problemática del medio ambiente, capaz de asumir una educación para el medio.
La formación del profesorado implica, según eso, una auténtica y completa renovación conceptual, metodológica y actitudinal; significa la construcción entera de un nuevo tipo de docente para una nueva educación.
Se trata, según se escribe en el informe de Colombia presentado a la III Reunión Subregional de la OEI sobre Formación en Educación Ambiental (1997), de un profesor que reflexione sobre su propia práctica y sea capaz de reorientarla; de un profesor orientador y dinamizador en el análisis de situaciones ambientales, que guíe a alumnos y alumnas en su proceso de construcción del conocimiento y de formación para la toma de decisiones.
Se trata de un profesor que asuma que el conocimiento se construye a partir del sujeto que aprende y no sólo a través de lo intelectual sino de lo afectivo; que es esencial el establecimiento de relaciones y la visión sistémica y procesual; la contextualización de los problemas; las metodologías problematizadoras más que las meramente transmisivas; la implicación personal y la toma de decisiones.
Todo ello es un reto considerable para el que no existen recetas. El tipo de profesorado que exige la Educación Ambiental no puede basarse en patrones eficientistas o tecnológicos, que son quizá aquellos en que existe más tradición. Requiere modelos y estrategias distintos.
Se trata, además, de una formación interdisciplinar. Sin embargo, la preparación previa del profesorado, sobre todo en los niveles medios a que nos referimos, es mono o bidisciplinaria, poco flexible y orientada a un solo campo. Por otro lado, parte de ese profesorado se formó en una época en la que las cuestiones ambientales no constituían aún una seria preocupación social ni una prioridad educativa, por lo que sus conocimientos y quizá sensibilidad al respecto puede ser escasa.
Uno de los retos más difíciles de esta formación es el de que, debido a la naturaleza transversal de la Educación Ambiental, afecta a todo el profesorado. No se trata aquí de formar o reciclar al profesorado de Ciencias de la Naturaleza o de Ciencias Sociales, al profesor de Matemáticas o al de Tecnología, sino a todos y a todas, superando la idea de que sólo afecta a los primeros, que habitualmente vienen siendo los que más atención han recibido sobre el particular.
Se trata de superar una orientación volcada a reforzar conocimientos ecológicos o a plantear algunas actividades naturalistas, de análisis de diversos problemas: la contaminación, el agua, etc., por la creencia de que el análisis ambiental requiere un abordaje desde la biología y la ecología.
En este sentido, las recomendaciones de Villa de Leyva son insistentes: «Importa superar las simples actividades ecológicas. Éstas no son suficientes para ambientalizar un currículo o diseñar una Educación Ambiental, que debería evitar el sesgo naturalista y adoptar una perspectiva sistémica. Se requiere una coherencia y un equilibrio entre los objetivos, los contenidos, la metodología y las actividades; es decir, entre todos los elementos curriculares».
Pero, además, las personas que se dedican a la Educación Ambiental no deberían concebirse como especialistas en todo (lo serían en nada), sino como seres capaces de entender lo esencial del mundo y del fenómeno educativo y, en consecuencia, de actuar con la responsabilidad y el rigor correspondientes.
Se trata de un formador comprometido profundamente con el saber, y no tanto con la erudición. En tal sentido, su aportación a la Educación Ambiental no depende sólo de sus conocimientos, sino de unas capacidades específicas que han de desarrollarse mediante la experiencia, apoyada en una rigurosa teoría.
Se trata también de un profesor que comprenda que la escuela no termina en su puerta, sino que debe abrirse al exterior; que debe conocer su problemática e implicarse en ella; que sea capaz de abrir espacios de reflexión y de concreción de actividades que desarrollen aprendizajes significativos y que enlacen con la realidad externa. Y, sobre todo, que asuma que la Educación Ambiental es una educación en valores y actitudes, de tolerancia, respeto, solidaridad, etc.; una educación moral y ética que suponga un compromiso con el medio ambiente.
Pero, ¿cómo alcanzar todo esto? No parece que existan fórmulas mágicas ni procedimientos rápidos o de éxito asegurado, si bien podrían hacerse algunas consideraciones al respecto.
La formación ambiental es un proceso largo y complejo que incluye la asunción de conceptos, de procedimientos, y, muy en especial, de valores y actitudes. Es un continuum que requiere la disposición favorable de la persona y la comprensión de su necesidad; difícilmente se puede imponer por decreto. Es útil, pues de acuerdo con especialistas en el tema4, considerarla según un modelo constructivista que tenga en cuenta factores sociológicos, de contexto y factores psicológicos, las características personales de las personas implicadas, pero también factores escolares y de diseño curricular y que articule contenidos académicos y formación pedagógica y didáctica.
Atendiendo a lo primero, a los factores sociológicos, parece claro que la diversidad de situaciones del profesorado según países, regiones, contextos educativos, etc., no permite diseñar un único tipo de formación; la variedad y la adaptación al contexto son cuestiones de gran importancia.
Si, según se afirmó en Villa de Leyva, las características idiosincrásicas de cada país requieren la búsqueda de mecanismos y modelos propios para la incorporación de la Educación Ambiental al currículo escolar, evitando la copia mimética de soluciones que otros países han dado a sus propias necesidades y problemas, algo similar puede afirmarse en relación con la formación del profesorado.
Pero es preciso tener también en cuenta los factores psicológicos. Se trata de personas adultas y de profesionales de la enseñanza, que se sentirán tanto más motivados cuanta más relación inmediata y práctica encuentren entre sus aprendizajes, en este caso ambientales, y los que deben procurar a sus alumnas y alumnos; de profesionales que no parten de cero y que progresarán más en la medida en que el aprendizaje se relacione con necesidades sentidas y relacionadas con el análisis de su propia experiencia5.
Y esta formación no podrá tampoco hacerse de espaldas a otros factores escolares generales, relacionados en especial con el diseño curricular. En efecto, será muy difícil motivar al profesorado si no ha tenido o no tiene participación en las decisiones organizativas y curriculares. Según se afirmó en Villa de Leyva la participación es imprescindible: «Puesto que la concreción de este currículo en la práctica es esencial, se hace necesaria la participación de profesores y maestros en su diseño, de modo que se sientan partícipes de la renovación educativa».
Por esta razón, se considera que la formación ambiental del profesorado habrá de darse en paralelo a la construcción de los nuevos currículos, que, siendo flexibles, permitirán a los educadores construir su propio discurso pedagógico.
Y en estos aspectos escolares y de currículo habrá que distinguir también entre la información ambiental y la Educación Ambiental del profesorado; ambas serán necesarias, pero la primera no incluye necesariamente a la segunda. Un profesor de Ciencias Naturales puede ser un auténtico especialista en el «funcionamiento del medio», lo que no significa que esté comprometido con él ni que oriente su enseñanza al diagnóstico, análisis y propuestas de solución de los problemas detectados.
La formación en Educación Ambiental conlleva también el trabajo en equipo, la interdisciplinariedad, la transdisciplinariedad o, al menos, la multidisciplinariedad y la atención a los aspectos de funcionamiento y organización del centro docente y la implicación en su entorno. De ahí la importancia de los análisis de contexto y la precisión de una perspectiva sistémica. Y, en consecuencia, la necesidad de remover los obstáculos escolares que habitualmente existen: currículos discontinuos en las distintas etapas, organización rígida de los centros, horarios inadecuados, etc.
Una formación que no considere estas y otras características, necesidades y expectativas del profesorado está abocada al fracaso. Pero tampoco podrá plegarse totalmente a ellas, sino considerarlas, según los casos, como un punto de partida. A los tres tipos más frecuentemente caracterizados de profesores el tradicional impartidor de conocimientos y aplicador de técnicas desarrolladas por otros, acostumbrado al modelo transmisivo; el profesor capaz de mejorar su práctica y de elaborar y compartir materiales para el aula; o el mucho más escaso profesorado reflexivo y crítico, capaz de un aprendizaje autónomo, podrán convenirles modelos de formación distintos: de tipo técnico, cultural y crítico, respectivamente, pero que no deberían entenderse como modelos finales sino como caminos hacía un verdadero educador.
Partiendo de las distintas situaciones actitudinales y aptitudinales, se trata de desarrollar itinerarios de formación que permitan evolucionar hacia modelos cada vez más comprometidos, menos individualistas y más ligados al contexto escolar global, buscando siempre la relación entre la teoría y la práctica, en vez de hacer modelos sustancialmente informativos. Es decir, evolucionar desde un modelo tendente a la reproducción hasta otro tendente a la renovación6.
Para todo ello son convenientes estrategias y procedimientos variados, entre los que habitualmente figuran los más tradicionales basados en «cursos» (seminarios, jornadas...) con los más nuevos de «formación en centros» y actividades de ayuda a propuestas o proyectos de innovación individuales o colectivos. Para gestionar estos proyectos se acude a instituciones ya existentes, se crean figuras como la del «formador de formadores» y otras que nos hablan de la complejidad de la tarea.
Remite esto a la necesidad del aprovechamiento de los recursos, a la utilidad de establecer relaciones entre la educación formal y la no formal e informal, y al diseño de estrategias nacionales coherentes. Y conviene también no olvidar la evaluación de los mismos a lo largo de los procesos de formación, lo que aumentará la conciencia de los implicados sobre su situación y posibilidades de mejora.
Pero, con objeto de evitar frustraciones, es preciso recordar que, como se escribe en Villa de Leyva, el tiempo educativo es de medio o largo plazo, y, seguramente, no es posible esperar el «éxito» de un modo inmediato. La educación es un proceso que no admite saltos ni simplificaciones; cada profesor o profesora debe recorrer su propio itinerario de desarrollo personal y profesional, para el que se le podrán proporcionar todos los apoyos necesarios, pero para el que no existen recetas seguras ni es fácil quemar etapas.
No obstante, la búsqueda de mecanismos sinérgicos entre pequeñas soluciones, aportadas desde abajo por los diversos colectivos, y las grandes estrategias diseñadas desde arriba, pueden quizá contribuir a alcanzar los éxitos deseados en el campo de la formación del profesorado.
(1) IMBERNÓN, F.: «La formación permanente del profesorado». Col. Cuadernos de Pedagogía. Laia. Barcelona. 1989.
(2) UNESCO. «La Educación ambiental. Las grandes orientaciones de la Conferencia de Tbilisi». París. UNESCO. 1980.
(3) «Programa de Educación Ambiental para profesores e inspectores de ciencias sociales de Enseñanza Media». UNESCO-PNUMA, 1985. Trad. y ed. Los Libros de la Catarata. Bilbao. 1995, p. 55.
(4) MARCELO, C.: Introducción a la formación del profesorado. Teoría y Métodos. Universidad de Sevilla. Sevilla, 1989.
(5) KNOWLES, M.: The adult learner. A neglected species. Gulf. Houston, 1978.
(6) YUS RAMOS, R.: «Entre la cantidad y la calidad». En Cuadernos de Pedagogía. No. 220. Barcelona. Editorial Fontalba. 1993.
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