De gramática y ética
DOI:
https://doi.org/10.35362/rie3612829Palabras clave:
escritura, literatura, gramáticaResumen
Ya en el siglo XVIII, Feijoo había dicho que al buen escritor se le distingue por el instinto que guía sus pasos: “Depende todo, en el escritor, del instinto: es inútil toda regla, todo estudio en el tono elevado o prosaico” .Vienen a definir estas palabras lo que calificamos de estilo. Otros han llamado a esto vocación, inspiración, duende... en todos se corresponde con un llamamiento hondo, secreto, irrenunciable, una fuerza vital incómoda e inevitable – incluso se la considera, a veces, dolorosa – un cierto enajenamiento de la propia voluntad que arrastra al hombre en una historia que él comienza pero nunca sabe cómo acabará: la propia fábula le atrapa y le impone sus leyes; la obra ejerce tiránicamente su autonomía. Autor y obra emprenden un camino vital simultáneo aunque paralelo: el final es un “vacío” sólo salvable con el arranque de una nueva obra. Al oficio de escritor corresponde sacar de la nada las cosas al nombrarlas: (“In Principio Verbum erat...”) no sólo se trata de hallar neologismos felices, sino de poner en acción el campo simbólico de la palabra, incluso en la lengua común; sólo el autor puede insuflarles vida. No es extraño que, desde la más remota antigüedad se identificara el oficio de escritor con el de poeta (poiéo=crear de la nada) y, en consecuencia, aquél sirviese de intermediario entre los dioses y los hombres.
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